A menudo me quedo embobado cuando allá abajo en el rayón (1) cualquier muchacha deja a la vista su diminuta prenda íntima al agacharse para poder ver mejor un artículo expuesto en una vitrina o en una balda que quedan bajas. Como aquel que se deleita viéndolas en aquella posición. O al que le excita, por qué no decirlo así también. Y eso si no lo enseña todo, que es lo habitual, tal que si no llevara nada más debajo… De sobra soy consciente de que ahora mismo cualquiera de esas muchachas apenas sacaría un puñado de años a la mayor de mis dos hijas. Y que ni tienen apariencia de mujeres; ni garbo, siquiera. No voy a serlo… No sé: tal vez mire por simple distracción. O mucho peor, si me apuraran: porque esté fuera de mis cabales. Claro que a alguien que le falla un engranaje en la sesera es imposible que sea consciente de ello. Al menos es lo que siempre he oído; lo cual, por otra parte, no deja de tener su lógica… De lo que sí soy consciente, en cualquier caso, es que todavía vivo desorientado, a la deriva… El mes que viene hará nueve años ya que Julia, Álvaro y Marta se fueron para siempre de mi lado. Elena -la pequeñita de los tres-, una foto con todos juntos que nada más guardé y que nunca quiero ponerme a buscarla y multitud de recuerdos que prefiero no remover porque de lo contrario enloquecería de veras es cuanto me quedó. A la pequeña apenas la veo y cuantas noticias tengo de ella me llegan a través de una carta escrita puntualmente el 28 de cada mes entre ella y Ricardo, quien desde entonces es y para siempre será su padre. En la última carta que me llegó Ricardo sólo tenía entusiasmo y palabras para hablarme del retrato que la pequeña les había hecho a él y a Alicia en lo que los dos descansaban sobre un banco del parque zoológico de allá, adonde suelen ir a pasar la tarde de los domingos, igual que hacía su padre con él de pequeño. A todas partes lleva la pequeña su cuaderno y su cajita de pinturas, por lo visto; igual que yo a su edad… Admirable, soberbio, deslumbrante y algún otro similar eran los términos que empleaba. Quién lo ha visto y quien lo ve: el alocado y pendenciero Ricardo… El dibujo era bueno y demuestra tener excelentes dotes, sin duda, -la pequeñita, me refiero- pero exageraba Ricardo, como ha sido costumbre en él desde que lo conozco. Aún le queda mucho por aprender y mejorar a la pequeñita. Eso sí, nada más extraer el dibujo junto con la carta del sobre y desplegarlo me vino un golpe de felicidad. Para mí que hasta se me escapó una sonrisa. Por más empeño que puso Julia por que se cultivasen en el dibujo desde pequeñitos sus otros dos hermanos no hubo manera. Fue en vano. Aprendieron, ya, o digamos que se quedaron con la técnica, pero de aquella manera. Supongo que saben a lo que me refiero: a regañadientes, y todo por tenerla contenta. Y la cosa es que mala mano no tenía ninguno de los dos… La pequeñita Elena, en cambio, le habría compensado de sobra todos los sinsabores que se llevó a cuento de su cabezonería, y sin necesidad siquiera de contagiarle ni afición, ni pasión ni nada que se le pareciese. Para que vean ustedes lo que a veces es la vida. Al menos por lo que me cuenta Ricardo en cada una de sus cartas. El buen y entrañable Ricardo… Algún día también se dedicará a la arquitectura con tanta pasión y habilidad como él, y como su madre, qué duda cabe, aunque nunca llegara a ajercerla. Aún es pequeña como para aventurar su porvenir, ya… De vuelta del trabajo por el estudio en que más que morar me encierro, en lo que enciendo un cigarro y tomo un café, no hay día en que no trate de imaginarme la reacción que experimentaría si me viera ya no digo en este poblacho encajado entre montañas sino ganándome la vida en unos grandes almacenes –refinados, prestigiosos y decorados con buen gusto, de acuerdo-; empleado como dependiente, rodeado de gente mediocre, vulgar, más jóvenes que yo muchos de ellos y sin modales y ni horizontes definidos todos en conjunto; acatando órdenes –sin ánimo de crítica, vaya por delante- de un superior arrabalero, con caligrafía de párvulo y planta todavía no acabo de definir si de mendrugo, de bellaco o de rufián; lo cual no quita que por otro lado luego cumpla satisfactoria y exitosamente con su faena, ya. No hay compañero allá abajo en el rayón que no se ría y se mofe de mí cada día a raíz ya no digo de mi renquera sino de mi forma de hablar, de expresarme, de tratar al cliente, de almorzar, de empuñar los cubiertos; de mi conducta, en suma. Hasta verme aprovechar los minutos muertos de la hora del almuerzo con la lectura de un libro en el comedor de empleados es motivo de choteo, y ya no digo entre los propios compañeros… Igual lo que procedía es haberme liado a guantazos con el más bravucón, o con el burlón de turno: el mentecato ese –con todos mis respetos- de los letrajos góticos tatuados a lo largo del antebrazo, sin irnos muy lejos. Pero entonces me habrían citado todos ustedes por otro motivo, y, la verdad sea dicha, habría sido incapaz de justificar tan lamentable y indecorosa conducta. Y desproporcionada, tal vez. No sé. No me veo resolviendo por la vía de la violencia cualquier conflicto con nadie, por nimio que sea, y menos, con la plantilla de esta casa. Aparte de que al final, a mi edad, solo conseguiría terminar de arruinar mi vida, desandar el camino que me trajo hasta estos remotos pagos donde nadie me conoce, y, con ello, defraudar a la pequeñita Elena un día y ganarme el reproche de ellos, Julia, Álvaro y Marta, que digamos que imagino que me ven cada día y se alegran de ver que me encuentro bien. Unos días mejor que otros, de acuerdo; pero, por encima de todo, fuera y alejado ya del pozo en que me hundí y del amparo y del cobijo de mi madre; que se me presentó una oportunidad de levantarme y continuar adelante y me animé y la aproveché. Aunque algunas veces, por no decir todos los días, malhumorado, y pendiente como un degenerado de la ropa interior que le asoma a una jovencilla por encima de su pantalón cuando se agacha. Como si me atrajeran. Cuando lo cierto es que no me atrae ninguna mujer, ni de mucha ni de poca edad: apenas me dejo llevar por el encanto o la amabilidad de alguna empleada de estos grandes almacenes y comienzo a soñar noche tras noche con Julia, a volver a sentirla hablar, a oírla cantar a los pequeños y cuando se cepillaba el pelo, a sentir sus caricias. Así que díganme ahora también con qué cara debería incorporarme a la faena cada mañana… Maldita noche y maldito coche que jamás aprendí a manejar. Y maldita mi suerte y la de mis pequeños. Mis pequeños…
(1) En francés, sección o departamento de unos grandes almacenes.