Me desperté temprano para observar los últimos destellos del sol naciente desde mi ventana. Ese era mi lugar, por fin lo había encontrado: la playa interminable de agua plateada y arena tostada, sus acantilados rocosos donde rompían con magnífico estruendo las olas…
Solía pasearme por aquellas calles cálidas y estrechas, en sandalias y pantalón corto, oliendo los primeros indicios del copioso almuerzo: puchero, paella, tortilla de patatas… Dejándome acariciar por las intermitentes ráfagas de aire tibio, de sol y de mar.
Como cada día, al atardecer, iba a encontrarme con ella: mi amor, mi gran amor, mi compañera.
Después de todos esos años, nos habíamos vuelto a encontrar en aquel rincón de nuestros recuerdos, durante tanto tiempo preservado.
La tarde de nuestro encuentro, casi como una ensoñación, Alma se me apareció erguida frente al muelle, contemplando el crepúsculo con ojos rojos de nostalgia y de luz.
Estaba igual que siempre, no había cambiado: Alma, la niña de fuego y aire, la niña ensimismada, absorta en su propia fantasía. Niña que pasó a ser mujer de ojos verdes y largos silencios.
Nos reconocimos con las manos mientras el sol oscurecía en nuestros ojos, enredados en un apasionado abrazo que sin duda creímos eterno.
Desde entonces, cada tarde, Alma me espera en el muelle de nuestro encuentro; vestida de ilusión y recuerdos me besa la frente cansada, me ofrece sus manos de aire y me muestra la bahía desde el cielo, en una suave danza con el viento.
Hasta que una tarde lluviosa de verano, descubrí que Alma no estaba. En su lugar sólo había arena y silencio. Desesperado, recorrí la playa, ajena y remota como nunca, gritando su nombre sin voz, llorando sin lágrimas; arrastrando los pies descalzos en lo que ahora parecía ser un desierto desconocido. Ni rastro de los que cada año abarrotaban la playa en busca del verano, ni una risa, ni una huella en la orilla… Nada. Alma no estaba.
Me pellizqué para asegurarme de que no soñaba, pero tampoco llegué a sentir la carne.
Alma, mi Alma, ¿dónde estás?
Al llegar al pueblo, me tuve que abrir paso entre la gente. Horrorizado, fui testigo de cómo montones de cuerpos erguidos e inertes se agolpaban en la acera. Pesados y rígidos como estatuillas de sal se agitaban torpemente, abriéndose paso con los codos para deshacerse de su cáscara marina de sal.
Alma, mi Alma, ¿qué has hecho?
Ni una brizna de aquella brisa diurna, ni un vestigio de olor a casa y cocina. Sólo cuerpo amurallado y silencio.
Una vez más, Alma, te había perdido, y resignado pensé que siempre sería este mi infortunio: amor ingrávido, de aire, amor que viene y va.
Pero decidí volver atrás. Luchando contra el viento, arrastré mi pesado cuerpo hasta el muelle de nuestro encuentro; volví a recorrer la playa, a gatas, sin fuerza en los pasos.
Y ahí estabas tú de nuevo, Alma, una vez más, regia y vestida de melancolía.
Me meciste en la marea de tus brazos, colmaste mi deseo entre tus manos y me escondiste bajo tu falda, donde pude, como tantas otras veces, recorrer la bahía desde lo alto, aferrado a tus fuertes muslos de coral y ventisca.
Sin embargo, esta vez, me adentré en tu vientre, decidido a no regresar jamás para nunca volver a perderte.