Todo había cambiado nuevamente. Era como hace algún tiempo cuando estaba por abandonar la capital para venir a esta ciudad intermedia. “Son cambios para bien, cambios con suerte”, le decía a la novia que lloraba su despedida. Él ya no sería el universitario delgado de tímido rostro, ni el de la novia eterna o la vida estúpida, porque al descender del autobús, al saludar al subgerente de su nuevo empleo, él, él sería ya todo un Ingeniero. La vida nueva bien lo recibía sin cuentas por saldar, sin un pasado vergonzoso por inútil, sin amigos impertinentes a la dignidad, y sin un solo amor al cual consignarle indefinidamente la existencia.
Y no había pasado ni un mes cuando ya se vio ebrio, desnudo y extenuado, en compañía de una de las ejecutivas de la empresa. En verdad sentía un cierto triunfalismo inexplicable por el hecho de que ella fuera casada, pero aquello no era tan decisivo como su edad. Siempre había soñado con ser el apasionado amante de una mujer mayor, y tan conservada y delgada para sus años; tan mujer.
Pero todo había cambiado nuevamente. Precisamente aquel triunfalismo lo convirtió en un joven imponente, seguro y encantador. Además estaba su independencia, sus nuevos contactos sociales, la capacidad económica que siempre había soñado. Un sinnúmero de elementos propicios para hacer de él un hombre llamativo ante las jóvenes muchachas del edificio y de la empresa. Así que no tardaron las insinuaciones ni las invitaciones. Era otro ahora. Uno diferente del que Edith conocía y amaba y había dejado partir, y ahora diferente también del que Gloria deseaba y disfrutaba clandestinamente.
Su amante no se ajustaba a su nuevo plan de vida, pero dejarla implicaba discusiones y ruegos agotadores; complicaciones, complicaciones para una vida libre y excitante. Pese a ser tan diferentes, en el fondo su exnovia y su amante compartían algo además de ser suyas y de no haberlas amado, preferían perderlo antes que serle desleales.
—Gloria: déjame vestirte —le dijo con una voz extraña, firme y amorosa. Hacía días no se veían. Ya había recibido tres notas por parte de ella, cada vez más fuertes y reclamantes sobre el escritorio de su oficina. La última incluso venía en un sobre sin cerrar, ¡Sin cerrar! Pero qué piensa, es una amenaza o qué ¡Está loca esta mujer!
Y ese mismo día la había citado. La recibió silente, sin reproches, y la desnudó en la sala aunque le hizo el amor en el cuarto. Fue llenándole de caricias y besos todo el cuerpo de piel medio en derrota, medio sin permitirse ser vencida. Tan diferente a la piel tensa y vigorosa de Edith, o de Susana, o Virginia, Edilma, o tantas, tantas ahora. Tal vez por eso sus caricias no olvidaron ningún sitio, ni tuvieron prisa alguna. Y debió ser por eso que la amó con la memoria y no con los instintos; no para las ganas, sino para la posteridad. Fue como la primera vez que allí estuvieron juntos, y él iba siguiendo su listado mental para la colocación de cada beso; era el memorial de una aplazada fantasía. La lentitud inicial del sexo de aquella noche fue dando paso a un ímpetu final, que parecía brindarle no el placer, sino la muerte.
Caminó desnudo hasta la sala y se sentó para fumar y terminar su copa; ella llegó entre una cobija y también sin encender la luz se arrodillo a sus pies. No era nuevo que le pidiera dejar que la vistiese. Aceptó, pero tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no preguntar por su tristeza, por su silencio diferente de ese día. Y lo mismo hubiera hecho Edith, o cualquier otra igualmente intuitiva. Aunque él veía las cosas diferentes. No podía sospechar que aquella omisión de preguntas se debiera al miedo a una conversación que acabara con su relación definitivamente. No había hecho otra cosa que mostrarle su silencio, que dejarse ver ensimismado, y con mucho menos habría tenido Edith para saberlo extraño. Para preguntarle qué pasaba y entender que ella no cabía ya en su vida y si en realidad lo quería feliz, debía dejarlo. Ella sí lo conocía bien, lo amaba; no le importaba que él evidenciara esa inmadura vergüenza por no tener una novia hermosa y una relación despreocupada, como todos, en nada semejante a un matrimonio de años y años, idénticos.
En la oscuridad le puso la ropa interior y las medias de seda. Subió la falda y después su cierre; abrochó el cinturón. Buscó la marquilla de la blusa cerrada para saber si estaba al derecho, e igual que si colocara una capucha a un condenado a muerte, con piadosa lentitud escondió aquellos cabellos castaños y los halló de nuevo al ceñirle esa prenda inolvidable. Terminó arreglándole cada prense, cada unión y cada pliegue con la dedicación y el justo recato necesario para vestir una mujer casada.
Hubiera sido infructuosa cualquier conversación; ella no era Edith, ella no hubiera cedido. Y se quedó pensando luego que la vio partir, en cómo la recibiría él si fuera su esposo. Entonces sintió un poco de pena y la compadeció. Se imaginó insultándola, remeciéndola, golpeándola, procurando sacarle a la fuerza la ubicación del amante al que ella ya no volvería a ver en mucho tiempo para protegerlo, y cuyo nombre conservaría en secreto, aferrándose a él igual que a un último tesoro, propio, íntimo y real, en su existencia consumada. Sí, ahora en verdad se sentía a salvo pese a cualquier cosa.
Seguramente ella ya iría por los callejones sombríos, hasta volver a salir a la avenida. Algunas cuadras más adelante fingiría acabar de bajarse del transporte público y entraría a su barrio, siempre metida entre el cruce de sus brazos; tal vez al caminar jugaría, sin percatarse si quiera, con alguna costura de su blusa entre índice y pulgar. Pensando en conservar su amante; sabiéndolo perdido.
—… Y usted de dónde viene, y… por qué trae esa blusa ¡¡al revés!! ¡¡Por qué trae la blusa al revés!! ¡Dónde la desvistieron! ¡¡Perra!! ¡¿Con quién estaba revolcándose?! ¿Con quién? ¿Quién es?, ¿quién es él? ¡¿Cómo se llama?!