Hace mucho, mucho tiempo, yo tenía un pueblo donde pasaba los veranos cuando era niña —y no tan niña—, y una casa fresquita durante el estío y cálida en el invierno. También tenía una abuela, toda dulzura, a la que adoraba; y un abuelo, cejijunto, contrito de espíritu e iracundo la mayoría de las veces, al que llegué a temer. Cuando la edad me trajo el atrevimiento lo apodé El Sieso. Mamá me mandaba allí todos los veranos, mientras ella y papá viajaban por el mundo. Esa costumbre se hizo extensiva, obviando mis protestas, al resto de las vacaciones. Fue así como el pueblo se convirtió en mi segunda casa, y si al principio era remisa a obedecer, después no había quien me arrancara de sus calles, pues el municipio llegó a construir una apetitosa piscina donde zambullía el calor y las malas ideas. En verano, mi abuela y yo, nos manteníamos muy ocupadas: por las mañanas yo me sentaba a leer cuentos, y ella cocinaba para la cena y para el día siguiente porque El Sieso se llevaba la comida al campo. Pasaba la jornada fuera de casa, algo que mi abuela y yo agradecíamos. Por la tarde, después de regresar yo de la piscina, salíamos las dos a dar largos paseos. Muchas veces, a la caída del sol, mi abuela me llevaba a Villa Quieta (así llamaba al cementerio, aunque nunca traspasamos los muros), mientras me contaba historias, como «cuentos de Calleja», que yo escuchaba con especial deleitamiento. Su único propósito era ir allí, conmigo de carabina, sin llamar la atención. Se acercaba subrepticiamente a la tapia del cementerio, sacaba del jubón un ramillete de flores silvestres y las esparcía por el suelo; después tocaba la pared y se besaba la mano como si hubiese tentado el muro de las lamentaciones. Siempre buscaba el momento en el que me creía distraída. Así fue durante mucho tiempo. Y cuando me descubrió espiándola me pidió con total naturalidad que no comentara nada a mi abuelo: esa sería nuestra confidencia. Por supuesto, nunca se lo dije a El Sieso.
Ahora ha sido asfaltado el camino que lleva al cementerio, antaño de polvo y piedras. El alcalde está pavimentando las calles de la población, y el aire se ha impregnado de olor a alquitrán, lo que me impide disfrutar, en este mes de junio, de las menudas y olorosas flores de los tilos del camposanto. Voy cabizbaja, imbuida por recuerdos que me aíslan del murmullo de la comitiva. Levanto los ojos, el féretro de mi abuela parece reguilar como un flan entre las cabezas de los lugareños que la portan a hombros. Una legión de evocaciones se concita en mi mente como potrillo desbocado, piafando el llanto.
Todo el pueblo se ha congregado para despedir a mi abuela. Mamá, atrincada al brazo de papá, llora desconsolada y me busca con la mirada. La pena me desborda pero no puedo llorar. Yo soy hija única y mamá también lo era. Nuestra vida encierra un efecto bumerán, lo que a veces no es muy llevadero. Hoy, más que nunca, tengo la sensación de que le robé el cariño de la abuela. Mamá siempre abrigó celos de nuestra relación y eso nos distanció mucho. El Sieso no le prodigó amor y su madre no supo dárselo. Nunca hablaba de su niñez. Luego, cuando se independizó, visitaba a sus padres poco y con sospechosa aquiescencia. Pobre mamá. Aprieto su mano con ternura.
Mamá lloró por guardar las apariencias en el entierro de El Sieso, que murió un 11 de enero, hace cuatro años, en uno de los inviernos más fríos que yo recuerdo. Mi abuela iba junto al ataúd, escondida bajo su gorro frigio, guardando la compostura y sin un solo lamento. Cuando volvimos a casa sacó una botella de vino, llenó un vaso y se lo bebió de un trago. Mamá huyó del comedor, y no sirvió de nada que la abuela le dijera que era el vino favorito del abuelo y brindaba por él; ella no aprobaba ese comportamiento, era su padre al fin y al cabo y le debía respeto. Para la abuela, en cambio, la muerte del marido fue una liberación. Y yo más que nadie la entendía. Aunque lloré su muerte. Lloré por las tres, y no aprobaba, en absoluto, el comportamiento de mi abuela. El Sieso vivió tan desapegado de la familia y tan solo, que ya tuvo bastante castigo con eso. El brindis de mi abuela me quedó un reflujo de El Sieso en la garganta: era Navidad y helaba en la calle, yo entraba muerta de frío y me acerqué a la chimenea a calentarme las manos. El Sieso estaba sentado en su sillón y lloraba en silencio; las llamas fulguraban en sus ojos transparentes. Me miró, desde los confines de su otredad, y me mostró su alma, que siempre había estado ahí. Me turbó verlo así, me estremeció tanto que, sin saber qué hacer ante ese llanto clandestino, salí y lo dejé sumido en la tristeza, como si lo hubiera abandonado a su suerte. Desde ese día no volví a tenerle miedo. Confieso que para mí, con los años, se había vuelto invisible. A veces pienso en él y me pregunto si su vida no fue más que una añagaza del destino, como si quisiera arredrar a los demás con su presencia, sin razón aparente; con un guión bien aprendido, siempre a la espera de un milagro que nunca llegó. O, simplemente, vivió tajeándose como un condenado, cuyas razones solo las sabía él.
Unos meses después de la muerte de El Sieso, la abuela me pidió que pasara unos días con ella en el pueblo. Hacía varios veranos que la visitaba poco, ella prefería viajar a la ciudad para vernos; desde que murió El Sieso no parecía necesitarme tanto y mi vida como universitaria me dejaba poco tiempo en vacaciones.
Llegué una tarde en la que los nublados dibujaban un cielo plomizo que amenazaba lluvia. No era más que una tormenta de verano, pero descargó su rabia justo cuando estacioné a la puerta de mi abuela, y me mantuvo durante un rato dentro del coche. Me dio risa verla descorrer los visillos y asomarse a la ventana, santiguándose. Me parecía que nada había cambiado. Qué equivocada estaba.
Al día siguiente, el sol nos había conquistado de nuevo. Me llamó temprano, desayunamos juntas como en otro tiempo, y me dijo que tenía algo que contarme, algo muy serio. Yo sería la depositaria de ese documento sin papel —como una caja fuerte que no debía abrirse nunca—, y el contenido moriría conmigo. Jamás había visto así a mi abuela y consiguió asustarme. Me acomodé en la silla con solemnidad e intriga.
—Antes de contarte nada —me dijo—, quiero que vengas conmigo.
Me levanté y la seguí. Supuse que íbamos al campo que rodea el cementerio, como cuando era niña, escena que tengo grabada en la memoria como si de un ensalmo se tratara. Se acercó a la tapia y palpó la cal, llevaba una especie de espátula y desconchó la pared. Me enseñó unos agujeros que había dejado al descubierto.
—Si te fijas bien, puedes ver manchas rojas.
—Sí, abuela, las veo.
—Es sangre. Ni siquiera se molestaron en limpiarla, encalaron encima. Ahí murió tu abuelo, fusilado. La guerra civil fue cruel… inhumana.
—¿Cómo dices, abuela? Mi abuelo ha muerto hace poco. ¿Te has vuelto loca?
—Se llamaba José —siguió, sin escucharme—, lo apodaban El Negro porque era muy moreno, y muy guapo. Tú te pareces a él.
—Abuela, no sabes lo que dices…
—Estábamos muy enamorados. Tu abuelo, el que siempre has conocido, que me tiraba los tejos (a pesar de que José era mi novio), se había ido al frente. Era un rojo como José. De hecho se conocían del partido. José se quedó en el pueblo con un grupo de republicanos, hasta nueva orden. La guerra había terminado, aunque aquí todo era confuso. Pero sabíamos que había vencido el fascismo, y no tardarían mucho en ocupar los pocos pueblos que quedaban en manos republicanas. Yo le había dicho a José que huyera pero él no quiso dejarme sola; cometí la torpeza de decirle que esperaba un hijo suyo, si bien no era visible el embarazo. Pensábamos casarnos cuando todo acabara.
—¿Supieron en el pueblo que estabas embarazada?
—No, nunca lo supieron, salvo el que sería luego mi marido, el único abuelo que has conocido. Él sí lo sabía. Aún así se casó conmigo, pero no consiguió enamorarme. Él, sin embargo, cumplió su deseo: tenerme para él solo.
Me conmovió; sus palabras parecían desbarrar toda cordura. Pero ella sabía muy bien lo que estaba diciendo. Ahora tomó forma el rito que se había impuesto en vida, como si el finado, mi verdadero abuelo, se lo hubiera pedido en aras del amor. O ella misma, para no perder el juicio, y por lealtad. Yo podría haber visto un acto romántico en los hechos, pero solo era capaz de ver a mi abuela sumida de rondón en el fango del infortunio y la condena. Una carga muy pesada de la que por fin se había aligerado.
Me acerqué y le di un inmenso abrazo, y lloramos juntas; para mi abuela fue como una catarsis. La llevé a casa a regañadientes y allí me contó el resto de su historia. Me parecía que nada podía superar aquello, pero nuevamente me equivoqué.
El Sieso, que se había ido como rojo, volvió como fascista con el bando de los vencedores. José no había abandonado el pueblo y, como una purga, unos días después de la vuelta de El Sieso, apareció muerto junto a la tapia del cementerio; lo habían fusilado. Nadie supo nunca quién dio la orden ni por qué, ya que otros republicanos no fueron ajusticiados, sino encarcelados. Hasta que El sieso, en su lecho de muerte, le lanzó, como una azagaya, que había sido él quien asesinó a José, e imploraba perdón. Estaba totalmente arrepentido. Después lloró como un niño mirando a mi abuela que lo llamó malnacido una y otra vez y le gritó que nunca le perdonaría y que podía irse al infierno. Así fue como quedaron los dos en paz. Como habían vivido: el uno sin el otro. La muerte de José permaneció impune, como tantas otras que se hicieron con venganza fratricida. Fue un mazazo para mi abuela, un denuesto del destino: haber convivido con el asesino del padre de su hija. Corrían malos tiempos y si se casó con El Sieso fue por seguridad, por la hija que esperaba. Una vez más los hados habían aplicado su caprichosa justicia: tanto El Sieso como mi abuela habían pagado su propio monto con la vida.
Me alegró saber que El Sieso no era mi abuelo. Desde niña sentí que no había nada que nos uniera, como si no tuviera que ver conmigo. Pero en el fondo de mí misma le guardaba una hebra de afecto atávico.
El sepulturero sella el nicho de la abuela. Todo ha terminado. La cohorte de parroquianos y familia abandonan el lugar. El campo que rodea Villa Quieta está seco; ha perdido la verdura de los tiempos remotos, y los poyos de sentarse ya no existen. Miro el muro de los fusilamientos: alguien ha vuelto a blanquear el destrozo que hizo mi abuela. O ella misma, con el afán de dejar las cosas como estaban.
Cuando nadie me ve, saco de mi bolso un ramillete de flores silvestres y las desparramo a mi paso.