VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

69- Sueños. Por Elhiav Jaco

(dedicado a mi suegra, fallecida un mes antes)

 

El sol asomaba despacio por encima de la ladera, casi pidiendo permiso a una luna llena ya difusa y soñolienta, exhausta tras una larga noche de trabajo cautivando a parejas de novios y alumbrando desvencijados cayucos rebosando inmigrantes preñados de ilusión e hipotermia en la recta final de su desconcertante travesía.

Los primeros rayos de la mañana habían penetrado tímidos a través de unos lirios blancos del pequeño jardín que precedía a la estancia veraniega. Ahora apretaba el calor y el vapor de agua condensaba el ambiente recubriéndolo con una espesa nube de humedad pegajosa, casi adhesiva. Allí, bajo un cañizo en un rincón, entre geranios, jazmines y el olor dulzón de las madreselvas descansaba una mujer de unos sesenta años, de tez bondadosa y cuerpo generoso, sentada y reclinada hacia delante mientras podaba con mimo unos rosales que amenazaban inquietos con devorar todo lo que se pusiese por delante. Sus ojos, de color miel, escrutaban con paciencia cada recodo del jardín, cada hoja seca, cada tallo herido o cada flor marchita, para imprimirles sus cuidados y recuperar lo que se pudiera. Mientras la embriagaban los recuerdos, un tropel de niños pequeños irrumpió sonoramente en el jardín entre gritos y correteos.

– ¡Abuelichi, abuelichi! ¿Pero que haces aquí? ¡Que te va dar un sofoco! – gritó el más pequeño de los tres primos, un niño avispado y de cuerpo esquelético.

– ¡Eso, eso, venga, vamos, vente ya a la playa, están todos allí! – dijo el otro, más corpulento y pelado al cepillo.

– ¡Esperad niños! – dijo la mayor de los tres, mientras agarraba a su abuela por la mano. – ¿No veis que está cansada? ¿Quieres que te ayude abuela? Están todos en la playa: el abuelo, mis padres, mis tíos y todos los amigos. Mi padre ha pescado un  lenguado enorme y lo tengo en un cubo para enseñártelo.

– Si, si, ¡pero para grande la barriga del abuelo, que se ha quitado la camisa y no veas! ¡Parecía un balón de fútbol! – gritó el más pequeño mientras dibujaba con los brazos abiertos el tamaño del buche con ademán divertido. Tronaron carcajadas sonoras incluidas las de la abuela, que reía sincera con los arranques de sus nietos.

– A ver niños, no puede ser, yo me tengo que quedar aquí.

– ¿Por qué abuela? – Preguntó el mediano preocupado – ¿Acaso estás enferma?

– No, no. Bueno, os lo voy a decir pero me tenéis que prometer que será nuestro secreto ¿vale? Esto no podéis contárselo a nadie, pero a nadie, nadie ¿eh?

– Vale, vale – gritaron todos entusiasmados. Y se arremolinaron alrededor de la abuela para escuchar intrigados su historia.

La abuela, entre susurros y gestos divertidos relató misteriosa su secreto mientras los nietos atendían embobados y silenciosos. Cuando terminó, los tres niños tardaron en reaccionar, agachando las miradas con muecas de incomprensión momentánea. Sólo el rápido zigzagueo de una lagartija inquieta arrastrándose por la cal de una pared cercana los despertó de su fugaz letargo.

– Anda niños, id a la playa ya, que vuestros padres se van a preocupar. Dadle un beso muy fuerte de mi parte a todos y hacedme un favor especial ¿podréis?

– Si, si – gritaron todos – ¡Y te prometemos que no revelaremos el secreto!

– Acercaos al abuelo y sino está dormido le dais cada uno el beso y el abrazo más cariñoso que podáis.

– Eso está chupao abuela – interrumpió el más pequeño.

– Y una cosa más – respondió ella pausada, dedicándole una eternidad a cada palabra dicha, exhaladas casi  – Decidle que yo estaré siempre aquí, observándolo. Decidle que tengo muchísimas ganas de verlo y de estar con ese gruñón perezoso; pero que no tenga ninguna prisa en venir conmigo, que yo esperaré feliz ese momento. Lo esperaré siempre. Siempre, siempre.

Los niños corrieron y corrieron sin mediar más palabra, sacudidos por un entusiasmo vigoroso que los hizo desaparecer en segundos, imponiéndose un silencio absoluto. La mujer quedó recostada a la sombra del cañizo tornando a medias sus ojos de miel y dejando que el sueño se apoderara de sus pensamientos. En un recodo del jardín, donde los geranios y los jazmines disfrutaban del silencio, surgió una voz como lejana, casi hueca, que despertó cariñosamente a la mujer:

– Vamos “Ichi”; no te hagas la dormida que te conozco. De pequeña ya me hacías lo mismo para evitar los deberes. Anda, acompáñame y te prometo que mañana te dejaré venir otro ratito.

Ella agarró su mano con cariño y dejó escapar una sonrisa traviesa, cómplice de años:

– Gracias papá.

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