«Y la suerte que se vuela todas
[las mañanas
Sobre las nubes con los ojos llenos
[de lágrimas
Sangra la herida de las últimas
[creencias
Cuando el fusil desconsolado
[del humano refugio
Descuelga los pájaros del cielo».
Vicente Huidobro «Altazor»
Son de aquí estas palomas dispuestas a acercarse, a aceptar la migaja a centímetros de tu generosidad –nunca se llega del todo-, a no espantarse del estruendo de tus zapatos; son de aquí y lo proclaman con la osadía. Están enteras y de poder, te llevarían de viaje hacia su reino. He visto a más de una hacer corregir la caminata humana, incluso desafiando a su prisa. Ridiculizan a las de otros sitios, con su inverosímil conducta, en esa falsa virtud de la prudencia eterna, ya venida a cobardía, de aquellas lejanas primas. En remolinos surcan el cielo cuando impacientes se entregan al hambre y con voracidad planean robando raudamente el bocado que en principio era humano de la mano desatenta que al final no conseguirá eludir la cuenta. Son tantas que en estas ocasiones el cielo se vuelve de su color y la lluvia de plumas justifica tanta sombrilla en zona de sombra de tanto restaurante resignado. Los niños procedentes de otras geografías menos, en este peculiar sentido, originales, pretenden correrlas para asustarlas y se llevan tales picotazos en pies y manos que no reinciden en el asombro. Se las conoce mucho y ya a las más viejas se las ha bautizado. Colombófilos del mundo niegan una alteración genética; otros aseguran que no es perjudicial. Lo cierto es que han llamado la atención de incrédulos de todo el globo. La misma liturgia de muerte realizan a diario con alguna, a saber: forman un corro, la agonizante en el medio, y a golpes de pico le abrevian tiempo que es malestar. La matan? Digamos que aceleran lo previsto. Es espantoso el aleteo aquel: el ruido de ala frenéticamente agitada como para causar la sugestión necesaria en la poco agraciada del medio, multiplicado por varios cientos, es estremecedor. Recuerdo la intervención humana en ese rito y procuro olvidarla rápidamente. Sólo el agua expulsada con manguera logró separa a las aves de su nuevo cometido de muerte. Se promete con la pompa pertinente, imprescindible, en discursos políticos su eliminación, su definitivo exterminio, pero los lugareños, que luego llamaremos vecinos, experimentan la contradicción cuando desean la fe de su cumplimiento. Se los oye en bares hablar de proezas realizadas por estos animales de genuina conducta (“a Matilde a fuerza de picarle las piernas le han sacado la inflamación”. Matilde tenía 86 años y por lo visto una mala irrigación sanguínea. Muerta ya, de vieja o de cansancio cardíaco, normal. “gracias a ellas, en esta plaza a nadie se le ocurre hacer botellón”). Los alimentos que van a la basura son meticulosamente separados. Los que la recogen las alimentan por la madrugada generando un caos registrado por varios fotógrafos de arte y periódico. A los 15 minutos la plaza vuelve a estar impecable. En este lapso ningún vecino abre ventanas, no sólo por propia precaución sino que también porque el consorcio explícitamente así lo prohíbe en folios que viajan permanentemente en ascensor pegados con celo en el espejo de todos. Activistas de la ecología han pintado una enorme paloma de la paz en medio de la plaza con una inscripción que reza: “SI LAS NOTAIS OFENDIDAS, DADLES LA RAZÓN, LA TIENEN POR AÑOS Y AÑOS”. Estimulante riesgo es darle de comer de la mano. Se nota que no hay intención en el daño que producen, o sí y a demás son disimuladas, aunque impresione la sangre tiñendo los contornos. Un investigador ha conseguido no sin dificultades llevarse una consigo para el riguroso estudio de sus cualidades. Observó en su metódico libro (“Ya no salen volando”) que las de aquí poseen el pico más filoso y los ojos milimétricamente más frontales (cualidad sospechosamente carnívora). Repite que su proliferación convierte en quimeras las políticas promesas de políticos foráneos. Sería descuido imperdonable no haber notado que con los perros, por citar, su comportamiento es semejante a la de otros lugares. Vuelan con el orgullo de un poder. Se teme, y es temor generalizado, “que se contagien otras especies en las formas amenazantes a la hora de la interacción con el ser humano. Imaginemos que nuestro perrito al amagarle con una pelota simulando tirarla lejos, ofendido por el inocente engaño nos muerda un talón. Lo imaginan? Es necesaria la precaución. Evite la plaza X si tiene perros y gatos que pasean con Ud.” Reacciones disímiles ha encontrado dicho manifiesto (desde la indiferencia al pedido de firmas para solicitar la creación de una ley). Nos asusta, pregonó un filósofo de renombre barrial, que se acerquen, aunque no sea más que un poco, a nuestro perímetro de especie hegemónica. El desafío de una triste, solamente para nosotros, experiencia premonitoria. Quizás la culpa explique todo esto un poco”. No hubo desidia, y esto lo firmo, en todo caso errores (cualidad esta, la de equivocarse, común entre todas las especies del planeta aunque, extrañamente nosotros nos vanagloriemos de ser la única que reincide sistemáticamente en el mismo error dos, tres e infinitas veces) en el accionar para hallar la tan pretendida solución. Se ha pensado con metros y metros de alambre enjaular toda la plaza haciendo convexo su techo y de esta manera trazar coto y lograr la visita ordenada de curiosos turistas que aún con zapatos incómodos para correr se podrían acercar sin esas fastidiosas advertencias expresadas con mala pronunciación de las lenguas de fuera por vecinos filántropos. Hacer la jaula con diseño artístico para convertir el problema en asunto de genuina atracción, solución estética. Fracasó como fracasan los proyectos que son elucubrados por la emergencia. La jaula se levantó y todas las palomas mirando a los hombres dentro, desde el techo en comba. Producía escalofríos de claustrofobia estar ahí metido con cientos y cientos de aves oteando con mirada entre burlona e interrogativa que no dejaban de cagar obstinadas en producir el milagro de una lluvia espesa. Por meses se permitió la caza. Se justificó el arma cargada de perdigones con hipótesis de vago conocimiento, ej: “selección natural” o “la ley de la selva, la del más fuerte”. Hubo que prohibirlas terminantemente por accidentes cometidos por impericia, imprudencia y, lo que es más llamativo y deja de ser accidental, “mala leche”. Niños hospitalizados con perdigones incrustados en piernas y brazos. Abuelas y abuelos con fracturas de cadera por pisar balines en el suelo y caerse sobre el empedrado sin la amortiguación de los reflejos. Se envenenó de forma consiente el alimento y luego de la muerte de unja decena de palomas y un vagabundo, lograron aprender a digerirlo con el talento de las cucarachas. Los pisos circundantes a la tan mencionada plaza bajaron de precio, los vecinos impacientes por mudarse, a pesar de cargar con toda una vida de recuerdos en la zona, buscaron pillar a un comprador demasiado distraído, inexistente, que los salve del miedo. Ya con el barrio vacío, (el éxodo lo cuenta detalladamente “La historia de la Ciudad Reducida”), y con los alrededores en pleno proceso de alarma, las palomas mueren de a una y empiezan una migración convencida con el objetivo entre los ojos (mas juntos). A la plaza se la come la hierba y a la placa de mármol con su nombre sólo se la ve si se sabía donde estaba colocada. Ahora… sólo dos especies van a morir allí: una, para rememorar con el fervor de una despedida la pasada conquista; la otra, apenas para depositar tanta memoria en ese asidero extraviado.