VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

70- En los alrededores de la nada. Por Mireia

           Aparentemente nada inquietaba la calma de la gran ciudad durante aquella noche de invierno, excepto el sonido de las gotas de lluvia al estrellarse contra el asfalto. A lo lejos, la bruma lo difuminaba todo hasta dar a aquella perdida calle de las afueras un aspecto casi fantasmal. 

          Un hombre alto, fuerte y con actitud decidida, cruzó la noche con rapidez en busca del único bar abierto. Más allá se extendía tan sólo la oscuridad y una estrecha carretera a la que el tráfico, y hasta la vida, parecían haber abandonado completamente.

          Cerró el paraguas y, después de echar un vistazo a través de los cristales empañados, se adentró resoplando en el interior. El local era acogedor,  y la temperatura cálida que en él reinaba le devolvió el ánimo en un abrir y cerrar de ojos. Ocupó un rincón a la izquierda de la barra, se despojó de la gabardina mojada y a la vez que dejaba caer en un taburete sus casi dos metros de altura, oteó las mesas que se esparcían por el amplio salón. Casi todas estaban ocupadas por grupos de jóvenes que conversaban animadamente y se detuvieron unos segundos para observarle. Inmediatamente volvieron de nuevo a sus asuntos, y la noche siguió su curso mortecino y somnoliento en aquel bar donde nada era más importante que  el alcohol y el discurrir de las horas.

          El camarero no tardó en situar frente a él una espumosa y fría jarra de cerveza que bebió con avidez. Casi inmediatamente, con un gesto imperceptible, le indicó que la volviera a llenar. Encendió el enésimo cigarrillo del día y consultó su reloj. La paciencia no era una de sus virtudes, y no dejaba de moverse con evidente desasosiego por la tardanza de la persona a la que esperaba. Giraba la mirada sin cesar hacia la puerta de entrada cada vez que esta se abría, para contemplar siempre, invariablemente, rostros desconocidos que cruzaban frente a él para volver a perderse segundos después en la semioscuridad del bar, y formar parte de nuevo del anonimato del que provenían.

          Pasaron dos horas y parte de una tercera. El cenicero estaba a punto de desbordarse y el camarero, displicente, lo sustituyó con aire distraído. Hacía rato que había comprendido que ella no vendría. Para colmo de males, la cerveza -era incapaz de recordar cuantas había tomado- empezaba a nublar su mente y no le dejaba pensar con claridad. Culpó de todo a aquella mujer hermosa que algún día, tal vez, le había entregado un sueño. Por algún capricho del destino, ese mismo sueño no le permitía soñar desde hacía tiempo, justo desde que todo comenzara a descomponerse.

          Sentado en aquel incómodo taburete, se dejó llevar por los recuerdos mientras afuera, cada vez con más furia, la lluvia revoloteaba alrededor del bar. Toda la gente desapareció de golpe, como por arte de magia, para dejarle a solas con ella en un espacio inaccesible de la mente… 

          Se conocieron por casualidad, de una forma poco original, en el café de una estación de tren cualquiera. Podía recordar cada detalle con total exactitud, la forma en que apoyaba la cabeza entre sus  manos, la tibia sonrisa que le dedicó cuando él se acercó para preguntarle la hora de llegada de un tren imaginario, la corta falda que dejaba entrever unas piernas interminables… Se sintió atraído hacia ella de tal manera que no le importó abordarla en ese mismo instante, pues sabía que de no ser así, cuando saliera del café se perdería irremediablemente entre la multitud.

          Como martillazos, los recuerdos golpeaban el pecho con la misma furia de las pesadillas. Una cerveza más, otro cigarrillo. Se sentía viajero del tiempo y solo quería quedarse en el pasado, junto a ella…

          Algo extraño y misterioso, mucho mayor que un sentimiento y que un deseo, les fue atrayendo irremediablemente hasta hacerles inseparables, hasta hacerles entrar en esa especie de idiotez por la que solo el amor es capaz de hacer caminar a un hombre y a una mujer.

          Amargamente continuó con aquel desordenado balance de un amor ya enterrado. Y todo parecía irreal, reducido a cenizas en la lluviosa noche de aquel bar de las afueras. Tenía grabado a fuego en el corazón la primera vez que hicieron el amor. Seguro que ella tampoco lo había olvidado. Era capaz de reproducir en su mente la película, escena a escena,  de todo lo que sucedió en aquella escondida ensenada cuando el crepúsculo les dejó a solas para que tan sólo los árboles pudieran contemplar la danza febril de sus cuerpos desnudos.

          Ya no volvería nunca. El mundo se desplomaba rasgado por la furia de la melancolía. Vestido con su americana de soledad, el hombre miró al techo del bar, donde un viejo ventilador casi oxidado daba vueltas y vueltas con una lentitud que le resultaba desesperante. Y le pareció verse a sí mismo en él, rodando entre sus aspas sin otra esperanza ni meta que acabar una vuelta para comenzar la siguiente, y así una y otra vez hasta que alguien desconectara el interruptor para volver a accionarlo al día siguiente.

          Sabía de sobra que la había perdido mucho tiempo antes. Sin embargo lo que no sabía es cómo podría vivir sin ella. Salió al fin tambaleándose del bar, seguía lloviendo con una furia casi despiadada. Le gustaba el olor a humedad, a barro, y le gustaba también ver el reflejo de las farolas en el agua del suelo… Se dejó empapar durante unos minutos mientras tarareaba para sus adentros las notas de una vieja melodía de amor.

          Entonces la vio… Corría como él bajo la lluvia, y en la hermosura de un silencio tan mudo como los glaciares, ella dibujó el sonido de sus pasos inventando el encuentro justo donde las sombras aún buscaban establecerse. Corrió a su encuentro, pero al intentar abrazarla sólo el vacío ocupó sus torpes brazos ateridos. El estupor del primer instante se convirtió, en cuestión de segundos, en una furiosa sinrazón que disparó a quemarropa sobre el hombre la realidad cruel y desnuda…

          Qué importaba entonces que ya hubiese dejado de llover, que la luna solo fuese una sombra lejana que intentaba abrirse paso entre las nubes que huían, que una voz le gritase palabras incomprensibles  desde un coche que hacía crujir sus frenos, o que un aire gélido y cortante le golpease las mejillas hasta hacerle tiritar. La vida estaba parada en un rincón sin estrellas  y las lágrimas eran sólo gotas de lluvia rezagadas. El corazón de un ser humano, desgraciadamente, no está programado para entender estas cosas…

          Contemplando su propio reflejo sobre los charcos, cegado por la oscuridad y el alcohol, la imaginó en otros brazos y en los versos de otros poemas. A lo lejos, las plantas respiraban el aire renovado tras el paso de la tormenta. Nada hacía presagiar que la muerte, agazapada, también había estado esperando para atacar cuando cesara la lluvia. 

          Ella no podría saber nunca, aunque eso ya a nadie le importaba, que en la mañana que ya se cernía, las hojas empapadas de los árboles arrastrarían consigo la sangre de un corazón resquebrajado. Y él, desde el lugar del infierno a donde le hubiera llevado aquella sacudida de dolor, jamás estaría en condiciones de poder volver a contemplar la serena belleza de esa mujer por la cual todo lo abandonó, incluso la vida…

Salir de la versión móvil