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VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

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73- Peregrinos en su tierra. Por Avelaiona

          Sentado sobre uno de los bancos de piedra del paseo marítimo, desgranaba lentamente todos los recuerdos que afloraban en mi cabeza con motivo de la inminente llegada del imbécil de Paco y la guapísima, a la vez que insoportable, Arantxa, su mujer dese hacía ya dos años, cuando irrumpiera en nuestras vidas precipitando el alargado poso de adolescencia que todavía nos mantenía unidos.

         Mientras esperaba, me distraía observando a las mariscadoras que aprovechaban la bajamar para ir desenterrando los berberechos ocultos bajo el fango, que a esas horas ya, se acumulaban en buen número amontonados en bolsas de red amarilla. Su último mensaje, de hacía apenas un par de horas, únicamente servía para confirmar mis sospechas; “Coño Tomasete, ¿pero qué trenes tenéis en Galicia? Nada, que se nos ha averiado el nuestro y tenemos un par de horas en autobús. Espéranos en la parada de la entrada. Bueno, eso si es que no se jode también el bus, je…je…”

         ¿No te digo yo? Este se ha vuelto gilipollas; pero por completo.

         Sobre esto no tenía la menor duda, aunque para ser honesto, he de confesar que gran parte de mi irritabilidad con Paco se debía necesariamente al avinagramiento que sufre mi carácter llegada esta época del año, cuando cientos de turistas atraídos por el sol, invaden el tranquilo y bello pueblo marinero en el que tengo el gusto de vivir. Y digo gusto y digo mal, porque por culpa de tanto solyplaya, cada año que pasa, pierde un poco de lo bello y gana un mucho de convulso. Hace no muchos años, éramos uno de esos pueblos que aparecen en las guías bajo el epígrafe de “pueblos con encanto”; con sus hórreos, sus cruceiros, bucólicas casitas de piedra enmohecida trepando por la ladera de la montaña colgadas al mar, con el asfalto justo y necesario, residencia habitual de pescadores y mariscadores y solo ocasionalmente de algún que otro turista ávido de curiosidad. Pero el aberrante boom del turismo de masas trajo consigo un urbanismo desaforado, y todo aquel encanto fue rápidamente sustituido por un grotesco paisaje de ladrillo y hormigón, autopistas, chalets y urbanizaciones. Un nuevo vergel para los inversores del cemento.

         Miro la hora y ya no falta mucho para que lleguen. Entretanto las mariscadoras ríen. Sospecho que bromean sobre las capturas de la bolsa semivacía de la inexperta Sabela.

         Esta noche es posible que Paco quiera ir a cenar al Fogoneiro. ¡Con lo poco que me apetece a mí! Y es que acudir a los bares y tabernas habituales en esta época del año es un verdadero suplicio, convertidos para la ocasión en mini-restaurantes de cocina moderna a base de platos imposibles. Se me viene a la cabeza el Manolo del Peirao; ¿cómo carallo va a saber él preparar unos mejillones al horno estilo vieira?, pero si malamente sabe cortar jamón. Por no hablar de esos camareros de temporada, trajeados para la ocasión, que te piden con educación recalcitrante que por favor abandones el lugar de la terraza en el que te acabas de sentar, porque parecer ser, está reservado desde por la mañana por unos refinados clientes alemanes. Lo aceptas con resignación y levantas tu culo vernáculo de la misma silla sobre la que has ido labrando huella durante el resto del año, para acabar cenando en la insípida hamburguesería de siempre, donde ya solo sirven perritos calientes, pues dice la sopa de granos con piercing, que las hamburguesas se han acabado por la tarde en el cumpleaños del hijo de no sé qué ricos madrileños.

         De pronto un claxon interrumpe bruscamente mi trance de pensamientos. El conductor discute amargamente con una pareja de ancianos que se le acaba de cruzar delante, pertrechados de playa y con el paso de cebra a escasos metros. Él lleva razón. Pues es habitual en estos días de asueto para casi todo el mundo, en los que las calles no dan abasto para tanto coche, torsos desnudos y bikinis, el encontrarte peatones campando a sus anchas por el medio de la calzada, como si las aceras no existieran e incluso llamándote la atención cuando pasas con el coche y pitas para pedirles que se aparten.

         En realidad no entiendo cómo le puede gustar todo esto al Toño. Él dice que le encanta porque se llena el pueblo de tías buenas y así liga más. Pero después se acaba el verano y como siempre, en el largo interludio que transcurre entre una época estival y la otra, te lo encuentras agarrado de la mano de la Balbina, la muchacha que trabaja en la lonja, y que tanto nos hace reír con las imitaciones de los señoritos de boato que se pegan el madrugón para asistir a las subastas, una moda nueva, en la que parecen disfrutar con la letanía de números ininteligibles recitados durante la compraventa, aunque lo realmente divertido, es oírselo contar después a ellos, con burda imitación de acento gallego incluida.

         Al Paco por el contrario sí que se le daba bien esto de los guiris, y aunque solía desaparecer todos los veranos tras la primera que le hiciera caso, después se te enamoraba de alguna y quedaba jodido para todo el invierno. Que si no le respondía las cartas, que si no le llamaban… Y es que esta gente viene a lo que viene. Envueltos en ese halo de invulnerabilidad, bajo el que se sienten ajenos a las obligaciones de lo cotidiano, sorprendiéndose cuando un aborigen como yo, no les permite colarse en la cola del súper o en el cajero. Como tampoco entienden de buen grado, que un servil agente de la autoridad deje su cordialidad a un lado para ponerles una multa cuando dejan mal aparcados su flamantes coches; “pero hombre, que estamos de vacaciones”, suelen decir. Como si en vacaciones no se multara en sus ciudades.

         Así fue como conocí yo a Doña Enriqueta, amiga personal de la familia de Arantxa. Había ido yo a comprar el pienso de mi perro al veterinario de toda la vida, cuando apareció ella por la puerta muy resuelta y pizpireta ―después de aparcar su coche delante de un vado― saltando por encima de las dos únicas personas que tenía delante, ambos con denominación de origen, aunque invisibles para sus ojos. Acudiera a solicitar, más bien a exigir, los servicios de Juan, el veterinario, con objeto de poner fin a la vida de un perro que según contaba, merodeaba enfermo y abandonado, cerca del chalet de su propiedad en la urbanización “Piedras Blancas”. Juan obviamente se había negado, argumentando desconocer la situación del animal y su posible pertenencia a un ignorado propietario que pudiera reclamarlo aún después de haberlo ajusticiado, lo que había supuesto una gran contrariedad para Doña Enriqueta; toda una afrenta a su “buena voluntad”, que se había ofrecido a pagar desplazamiento y acto médico sin cortapisas, aludiendo a su potentado peculio, no entendiendo realmente que aquel no era el problema. Tampoco supo aceptar de muy buen grado que se le dijera que allí en el pueblo no había perrera, y no sabiendo aportarle otra solución, estimó el bueno de Juan que lo mejor era no acortar la vida del inofensivo chucho, y con un enojoso: “ustedes los gallegos nunca saben nada”, se había marchado Doña Enriqueta, a la que todavía tuve tiempo de ver afuera discutiendo con el Julio, al que pedía explicaciones por haber sido multada.

         Pero fue otra mañana, en uno de esos días de cielo encapotado, no considerado apto para los esplendorosos bronceados de nuestros vecinos de temporada, cuando tuvimos un acercamiento definitivo. Aquel día, no sirviéndoles la playa para enrojecer sus epidermis ―a menudo también la dermis― habían bajado varios de los jubilados residentes en “Piedras Blancas”, amigos todos ellos de Doña Enriqueta, a jugar a la petanca; juego éste sagrado, en el que no soportan ningún tipo de intromisión y en el que se comportan como esos críos que tanto les incomodan en los días tórridos, a los que no dudan en llamarles la atención cuando pasan corriendo y salpican sus toallas con diminutas partículas de arena. Pero en los días de petanca, entre vermut y vermut, gritan, saltan y se emocionan con cada pelotita que lanzan, siendo ellos los que pueden dejar tu toalla oculta bajo un manto de arena.

         Aquella mañana, con varios Martini en el cuerpo y la partida a punto de decidirse, irrumpiera en la playa Arantxa, la hija de un distinguido cirujano del Hospital La Paz. Una niña fabulosa, guapísima ella y que había rodado no sé qué anuncio para la tele. Y yo, que estaba tumbado en la toalla junto con el Toño y el Paco ―llenas de arena por cierto― asistíamos boquiabiertos al espectáculo cobista de ver como uno por uno abandonaban sus obligaciones con la petanca para ir saludando a la joven, ataviada con gafas de sol de gran pantalla, pareo y sombrero de paja toquilla, a la que todos aquellos cursis iban besando de manera tan estentórea como falsa.

         ― ¿Y esta monada? ―había dicho una tal Pili acariciando el perro que traía Arantxa sujeto por una correa.

         ―Es nuestro. Este año se ha venido con nosotros ―respondiera ella.― Pero es un perro muy malo. Siempre anda escapándose.

         ―Pues mira como es la gente ―interrumpiera Doña Enriqueta sin poder ocultar su azoramiento― que el otro día vimos uno igualito a éste por la urbanización, aunque más sucio y mal cuidado. Estuvo la Irene a punto de llamar al veterinario para sacrificarlo, pues parecía muy enfermo el pobre, pero al final le convencí para no hacerlo.

         Yo me descojonaba. Pero lo recuerdo como si fuera ahora. Después, el perrito de marras acabó depositando sobre mi toalla un mogote de excrementos, y aun teniendo la delicadeza para disculparse, una cosa llevó a la otra, y entre disculpa y disculpa, quiso el destino que el Paco le cayera en gracia a la inalcanzable Arantxa, que sorpresivamente acabó saliendo de copas con nosotros por la noche. Pero de esto hace ya tres años, y yo no sé qué coño vio ella en el Paco, que al año siguiente ya estábamos yendo a su boda en Madrid.

         ¡Vaya que tarde se ha hecho! las mariscadoras ya se han ido, y el autobús… ¡ostias!, el autobús de Paco y Arantxa ya va camino del pueblo.

         ― ¡Qué pasa galleguiño! ―un pescozón me hace volverme bruscamente.

         Son ellos. Vaya, ya están aquí. Entre tanto pensar y recordar ni me había dado cuenta.

         ― ¿Te acuerdas de Enriqueta? ―dice Paco con una sonrisa estúpida en la cara.― La amiga de los padres de Arantxa, ¿te acuerdas? Este año se ha venido con nosotros.

         Claro que me acuerdo ―pienso―. Y la saludo educadamente con dos besos, tratando de que parezcan afectuosos.

         ―Está recién operada y acaba de salir como quien dice de La Paz ―aclara Paco de nuevo.― Un hospital de Madrid, ¿sabes?, en el que trabaja el padre de Arantxa.

         Confirmado, es gilipollas ―pienso una vez más.

         ―Me alegro ¿ha salido todo bien? ―hago que me intereso ignorando el comentario de Paco. Aunque debo haber dicho algo muy gracioso, porque Arantxa y Doña Enriqueta se sonríen y me miran como para darme un caramelo.

         ―Me encanta vuestro acento, es tan inocente y musical ―dice Arantxa.

         Ya tardaba el topicazo. Solo falta que me tiren de la cuerda y comience a sonar una música de carrillón.

         ―¡Es que los gallegos somos la ostia! ―dice Paco ahora conchabándose conmigo ante la lisonja de su mujercita, mientras me pasa un brazo por encima de los hombros. Con el otro se agarra a Doña Enriqueta y nos acercamos los tres a la baranda de piedra del paseo marítimo. ― ¿Ve esas burbujas en el fondo del agua Enriqueta?, son una especie de babosas que viven bajo la arena… Dile Tomasete, dile.

         ¿Pero no ves cómo se ha vuelto gilipollas? ―pienso yo por enésima vez― pero si sabe de toda la vida que son berberechos.

11 Comentarios a “73- Peregrinos en su tierra. Por Avelaiona”

  1. Charlotte Corday dice:

    Acaso gustárame, acaso no, pero así somos los de fuera ¿o no?

    Un saludo con mis mejores deseos para el certamen.

  2. JB Fletcher dice:

    En mi opinión es un relato descriptivo, desenfadado y entretenido. Suerte en el certamen

  3. Lola Dawn dice:

    Estoy de acuerdo con JB Fletcher: un relato entretenido que describe bastante bien el «turismo en masa» en los pequeños pueblos en verano. Suerte.

  4. MOREDA dice:

    COMO DICE FLETCHER ES UN RELATO DIVERTIDO Y DESENFADADO PERO CON ALGUNAS LÍNEAS A MI PARECER INÚTILES, COMO LAS QUE TIENEN QUE VER CON PERROD, PERO A LO9 MEJOR ESA ERA TU INTENCIÓN. SUERTE

  5. Rafael dice:

    Varios relatos en uno.
    Felicidades y suerte.

  6. Barba Negra dice:

    Muy entretenido.
    Suerte.

  7. H.K. dice:

    Muy entretenido. Aunque extrañé un hilo conductor fuerte desde el comienzo del relato, sobre todo por la extensión. ¿Desenfadado? Yo diría que el personaje lo que está es enfadado, enervado de soportar olas y olas de turistas abusivos. Mejor dicho, en la parte II se compra una escopeta y Enriqueta termina en el hospital de Piedras Blancas, atendida por el suegro de Paco.
    Buena pluma. Mis mejores deseos.

  8. CARIARI dice:

    ¿CRÓNICA?¿RELATO? DE CUALQUIER MODO, BIEN CONTADO. SUERTE.

  9. LUPE dice:

    Entretenido y «joven»

    Suerte

  10. Scorpio dice:

    Reflexivo, entretenido y bien contado, con notas destacadas sobre el turismo de masas. Un abrazo y muchos éxitos en el certamen.

  11. Ambrose Bierce dice:

    Hol Avelaiona:

    Has debido casi apurar el límite de las 2000 palabras!!! Me solidarizo con el protagonista porque yo también abomino un poco de los ambientes playeros veraniegos (en invierno no, en invierno el mar y la playa me encantan). Debo ser un obseso de los puntos y seguido, pero algunos párrafos se me han hecho eternos y creo que les habría venido bien un poco más de fragmentación. Aparte de esto y algún otro error de puntuación, no tengo mucho malo que decir de tu relato.

    Suerte

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