VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

77- Mi primer hijo. Por Castañuela

          Desperté sin saber el motivo. Transcurrieron unos segundos hasta que me di cuenta de que necesitaba ir al cuarto de baño, como tantas veces últimamente. Me levanté con gran dificultad de la cama, ya que en los últimos días de mi embarazo me asemejaba más a una gran morsa, que a una persona delgada y ágil. 

         Dirigí mis pasos lentos al cuarto de baño y me miré en el espejo que me devolvía la imagen de una cara abotargada, con los labios hinchados y la boca desencajada “no sé cómo pueden decir que una mujer embarazada es hermosa” – pensé – “siempre he creído que era una mentira piadosa”- me dije a mí misma, mientras que levantaba la tapa del retrete. 

         Al hacer mis necesidades, sentí que algo se desprendía y caía salpicando. Me quedé erguida y con los ojos muy abiertos, asustados. Enseguida me levanté y miré en el interior del inodoro. Vi una enorme masa sanguinolenta que yacía en el fondo. Despacio, me limpié y manché de sangre el papel higiénico “ya está aquí” pensé mientras un gran júbilo mezclado con temor se adueñaba de mí. “¡Dentro de unas horas tendré a mi hijo en mis brazos!, sea lo que sea lo que me espere, lo puedo aguantar. Merecerá la pena”. 

         Con paso lento me dirigí muy ilusionada a mi habitación para vestirme y desayunar. Me esperaba un largo día por delante. Eran las siete de la mañana. A las doce tenía dolores cada diez minutos y a la una del mediodía las tenía cada cinco. 

         Mi madre y mi abuela estaban sentadas las dos junto a mí en el gabinete decorado con muebles y espejos del siglo XVIII. Las dos se miraban nerviosas pero contentas. No podían evitar la preocupación. Un parto, hasta que termina, es peligroso. 

         Estaba en una butaca del gabinete de mi abuela y la angustia me empezaba a invadir. Lo que me consumía por dentro era que Miguel, mi marido, no daba señales de vida. Había llamado a casa de su madre para decir que estaba de parto pero, desde entonces, no sabía nada de él. Mi mente no asimilaba que su primer hijo iba a nacer pero parecía no importarle. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no llamaba? 

         Sabía que era el día de la boda de su hermana Mª del Mar pero me parecía increíble y no entraba en mis esquemas, que estuviera en la celebración, a mil kilómetros de distancia, en Barcelona, sin que me llamara para ver cómo iba todo. 

         La sensación de abandono que sentía era total. La angustia y desesperación se me reflejaban en la mirada. Estos sentimientos ya eran familiares para mí y me daba mucha pena porque pensaba que eso podría afectar a mi hijo. Creo que sentía lo mismo que yo. Se lo transmitía. 

         Aturdida por esos pensamientos y sentimientos, me trasladé a la clínica acompañada de mi madre y mi abuela e intentando hacer todo lo posible para que nadie me notara nada. Todavía amaba a Miguel y pretendía hacer todo lo posible para protegerlo de la opinión de los demás. No quería que se dieran cuenta de lo que yo sufría. Intento inútil, por cierto, puesto que con lo que sé ahora me doy perfecta cuenta de que ellas sabían mucho más de la vida, que yo con veinte años. Ellas callaban, y con su silencio intentaban no perturbarme. 

         De esa guisa, llegué a la clínica. Era pequeña, sin muchas habitaciones. Allí el ambiente era muy familiar para mí. Yo había jugado en esos jardines durante mi infancia. Cuando estábamos en casa de mi abuela, intercambiaba con la nieta del dueño, tardes de juego. Las recuerdo con mucho cariño y nostalgia. 

         Paquita, la recepcionista, era una mujer morena, más bien bajita, con el pelo corto y ojos oscuros; nos recibió con cariño y nos asignó la segunda habitación más importante, – La más grande la ocupa La Tonadillera, que está siendo atendida por el doctor Gutiérrez, el mismo que va atenderte a ti, María.- nos dijo. 

         El Doctor Gutiérrez era un ginecólogo muy importante en Sevilla, catedrático en la universidad. Con él habíamos nacido, en esa misma clínica, todos nosotros (nada menos que siete hermanos). 

         La Tonadillera era una cantante de copla muy conocida a nivel nacional y, además, estaba casada con unos de los mejores toreros del momento: Antonio Vázquez “El Trianero”. Aunque ya ha fallecido, guardo en mi memoria grandes tardes de toreo en La Maestranza, la plaza de Sevilla. Me encantaba su maestría matando y poniendo banderillas. Era una gran seguidora suya y él tiene mucho que ver con que a mí me guste, al día de hoy, la fiesta nacional.

         Ya instalada en la habitación daría comienzo mi calvario. Creía que las contracciones iban muy bien. No sabía que lo peor todavía tenía que llegar y que iba a ser un largo proceso. 

         Nadie me había preparado psicológicamente para un parto. En aquella época, las madres no hablaban a sus hijas de esas cosas. Por supuesto, a la mía no se le había ocurrido comentarme nada de nada. No existían las clases preparatorias. Tenía 20 años y nadie a mi alrededor había sido madre, por lo tanto, lo único que tenía claro es que eso dolía muchísimo. 

         A las ocho de la tarde el suplicio era insoportable al igual que mi angustia. Miguel seguía sin llamar. Las contracciones eran continuas desde el mediodía, pero yo, era muy lenta al dilatar. Eso, según mi abuela, era signo de tener un útero muy sano porque, según ella: “nunca se te caerán los hijos como a esas pobres que los tienen en cualquier sitio”. 

         Le había pedido a mi madre que sacara a mi padre de la habitación, se había sentado a leer la prensa. El único ruido era el que sonaba al pasar las páginas del periódico mientras iba comentando ésta o aquella noticia. De vez en cuando decía: “¡qué barbaridad, no se oye ni un murmullo! ¡Cualquiera diría que esta niña está de parto! 

         Mis nervios estaban a flor de piel, ya no podía más. Las fuerzas, tanto físicas como síquicas estaban agotadas. No sabía que podía existir un dolor tan bestial (esa es la palabra que más se le asemeja). Sólo quería estar con mi madre y con mi abuela porque eran las únicas que sabían por lo que estaba pasando. Cuando mi padre salió, me eché a llorar desconsoladamente y las oleadas de las contracciones y angustia personal rompieron el muro de compostura y dominio. Salieron como un gran tsunami hacia fuera. Ya estaba al límite. Miguel seguía sin llamar. A mi madre, cuando me vine abajo, lo único que se le ocurrió decirme fue: “Tu hermana Carmen (la mayor) nunca se hubiera echado a llorar en tus circunstancias”.- Me quedé helada y sentí como una puñalada en mi corazón. Callé mientras intentaba calmarme. La abuela se acercó a mí y me susurró unas palabras de consuelo, pero no las pude oír porque estaba esforzándome todo lo que podía en controlarme. 

         A las diez de la noche miraba a la calle a través de los cristales del balcón. Mi ventana daba a la entrada principal y yo vigilaba con mirada ávida a todas las personas que entraban y salían de la clínica. 

         La matrona me había mandado bajar dos veces al paritorio para reconocerme. Cada vez que lo hacían mis esperanzas de quedarme se desvanecían. Bajaba muy contenta y subía muy triste porque todavía tenía que seguir aguantando los dolores. Intentaba comerme las lágrimas de desesperación “¡Dios mío! ¿Hasta cuándo durará esto?”, pensaba. 

         Los momentos de reconocimiento son casi más dolorosos que las contracciones. Cuando quieren ver dónde está la cabeza del bebé, sientes como si te hurgasen en una herida en carne viva, que es lo que es en ese momento. Lo hacen sin contemplaciones. En ese instante comprendes por qué las mujeres gritan durante los partos. 

         Al subir la última vez al cuarto la matrona me dijo que el doctor se había ido a cenar. Que cuando volviera me bajarían al quirófano a ponerme el pentotal porque estaba sufriendo mucho.

         En esas estaba, mirando por la ventana, cuando vi que aparecía con paso tranquilo el doctor. Se detenía para charlar con el guarda de la puerta “maldito seas”- pensé – “entra ya y ponte la bata, desconsiderado, ¿es que no sabes lo que estoy sufriendo?”. A la media hora (las diez de la noche) me mandaron bajar. 

         Entré en el paritorio con mi bata verde. Me pareció un lugar lúgubre y frío: deprimente. Era una habitación cuadrada, con azulejos de color verde claro chillón. Olía a desinfectante. En medio de la estancia estaba el potro del parto, cerca, una mesa con instrumental y en el techo un gran foco. Me dijeron que me tumbara. Al subir al potro vi que la palangana grande que había a mis pies conservaba restos sanguinolentos. Un escalofrío recorrió mi espalda y me deprimió más todavía, si es que eso era posible. Cuando ya estaba colocada, vi cómo se abrían las puertas que estaban justo enfrente de mí (eran abatibles). El personal entraba, me saludaba, se lavaban las manos y salían. Me sentía como si estuviera abierta de piernas en medio de una calle céntrica. Ellos no le daban importancia, pero yo experimentaba una tremenda humillación, ya que mis genitales estaban enfrente y a la vista de cualquiera que se asomara. 

         Por fin entró el Doctor Gutiérrez con la matrona y el resto del equipo. Me empezaron a dormir con el pentotal y una oleada inmensa de gratitud me invadió. El enorme dolor iba a terminar ya. Mientras esto ocurría la matrona me cogió la mano diciéndome: “¡ánimo María, ya falta poco!”. Esas palabras fueron como un bálsamo para mi corazón roto. 

         Me desperté al sentir que me abofeteaban. Quería que me dejaran dormir y no me pegasen pero una voz me gritaba: – ¡María, María! Y me volvía a pegar. Lo primero que vi fue la cara de una enfermera, la causante de las molestias, que hacía lo indecible para que recobrara el conocimiento. Al fondo la de mi madre que decía: – María tienes que orinar -. Por lo visto, era importante para eliminar la anestesia, y a mí me habían dado bastante. En medio de una gran nebulosa me sentaron en una silla agarrándome y, lo debí de conseguir. Me devolvieron a la cama y seguí durmiendo. Eran las dos de la madrugada… 

         A las nueve de la mañana me desperté, miré a mi derecha y vi a mi hijo. Eduardo pesaba 3.300 Kg y medía 48 cm. Se chupaba el puño desesperado de hambre. No había visto nada más bonito en mi vida. Era precioso, guapísimo. En seguida, me di cuenta, que se parecía a su padre y me eché a llorar. ¡Lo consideraba tan injusto! Intenté acariciarlo pero el brazo no me obedecía. Estaba agotada y me volví a quedar dormida. 

         Al abrir los ojos me encontré más descansada. El corazón me dio un brinco de alegría cuando volví a ver a mi bebé. Mi madre me lo entregó mientras intentaba convencerme de que era clavadito a mí para que no me disgustara. Me daba igual. Tenía al niño de mi corazón en mis brazos. Desde ese momento un instinto de protección mezclado con una gran felicidad me invadieron hasta hoy en día. 

         Su padre me telefoneó por la mañana comentándome que había estado en la boda de su hermana, que no había podido aguantar el sufrimiento, que no había podido llamar, que lo había intentado…- “Vale…, vale…, vale…, me parece bien.”- Le contesté deseando colgar. Al hacerlo, mi corazón estaba cubierto por una capa de escarcha. No me creía absolutamente nada y nunca más volví a sentir lo mismo por él. Pero esa, es otra historia…

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