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VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

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78- Isaías, viajero en el recuerdo. Por Mikel Deusto

A Isaías le despertó el día, la tenue luz filtrada a duras penas por unos burdos cortinones. Escuchó el ronquido sordo y desacompasado del ocupante de la litera inferior, mientras tomaba conciencia de sus pies fríos a pesar de haber dormido totalmente vestido, incluso con las gruesas botas de montañero.

La espalda estaba agarrotada tras pasar la noche en una complicada postura, aferrado a su macuto. Metió la mano en un bolsillo del gabán y extrajo discretamente una estampa de San Pancracio, en lamentable aspecto por el uso intensivo al que había sido sometida. Farfulló entre los escasos dientes algo parecido a una oración, coronando la plegaria con un amén pletórico de convencimiento y, una vez devuelta a la capilla del abrigo la imagen, comenzó a incorporarse con dificultad, entre los chasquidos de sus maltrechas articulaciones.

Fue el primero en ganar el comedor, como hacía cada día, para garantizarse un desayuno con café recién hecho y leche bien caliente, a 300 grados, como le gustaba pedirla. Llegar pronto también le daba derecho a dos magdalenas hermosas, esponjosas, diferentes a las piedras de cantera en que acaban convirtiéndose en apenas dos horas, al finalizar la tanda de desayunos. ¿Qué demonios tenían aquellas magdalenas para que fuese tan efímera su lozanía?

Templado el estómago solía acercarse hasta donde Inés, la anciana que con abnegación y ternura llegaba cada mañana al albergue, con el desinteresado propósito de disponer el desayuno para quienes allí recibían cobijo. Isaías le daba las gracias de todo corazón y a cambio recibía de Inés un crujiente trozo de baguette para distraer el apetito. Aquella mañana obtuvo de su benefactora un regalo adicional, un botellín de agua que guardó con prontitud en el macuto, mientras le dedicó una sonrisa.

Salió a la calle decidido, aunque el relente de la mañana mermó el compás de sus pasos. La brisa helada le hirió y se coló por las anchas mangas del otrora impecable gabán, obligando a la mano no ocupada por el macuto a buscar presta refugio en el bolsillo, compartiendo espacio con San Pancracio y otros cachivaches de utilidad discutible. El frío podría resultar un obstáculo insalvable, pero no en aquella mañana de mayo, cuando el sol se abría paso sin dificultad entre tímidas brumas, sabedor de que al mediodía nada discutiría su autoridad.

Apenas unos minutos después de las ocho Isaías ya se encontraba en su puesto, la esquina de la Gran Vía cuya titularidad había de ganarse a diario. Llegar media hora tarde, sólo media hora, desestabilizaría fatalmente su jornada. Otro más vivo podría encontrarse ya allí, disfrutando de los privilegios de un lugar estratégico, bien orientado a dos calles comerciales y concurridas. Con suerte, si el ocupante no fuese de mucha entidad, podría hacer valer sus derechos apelando a la condición de veterano al frente de aquella plaza, reforzando las explicaciones con un par de puntapiés si el interesado se hiciese el remolón. Sin embargo, la ocupación por parte de un tipo corpulento o mal encarado, de esos que no atienden a razones, de navaja fácil o soltura en el puño, no ofrecía discusión posible. Lo sabía por experiencia.

No obstante, Isaías parecía haberse ganado el puesto a base de perseverar en el tiempo. El resto de los mendigos respetaban ese acuerdo no escrito, dejando el riesgo de conflictos abierto a vagabundos de paso por la ciudad.

Se sentó de cuclillas apoyando la espalda en la pared, para que el macuto quedase aprisionado entre ambos, a buen recaudo, tras extraer del mismo la lata vacía de galletas danesas utilizada para recoger las limosnas.

No existía técnica alguna. Isaías no utilizaba ningún reclamo especial para despertar la voluntad del viandante. No se disfrazaba de mimo, no realizaba juegos malabares, no tocaba instrumentos. Lo suyo era mendicidad en estado puro, sin carteles torpemente escritos en un cartón para provocar lástima, sin abordajes suplicando misericordia, sin trucos, sin invenciones. Consideraba a la gente con la suficiente inteligencia como para discernir la razón por la que él se sentaba allí cada día, hasta convertirse en un clásico, en parte imprescindible del paisaje urbano, una referencia geográfica.

Y funcionaba, sorprendentemente funcionaba. A cambio, Isaías se comprometía a permanecer en aquella postura toda la jornada, sin moverse un ápice, insensible al sol y a la lluvia, al dolor de aquellos castigados huesos, forzosamente inmovilizados por la voluntad de su dueño, ajeno al cansancio y a los legítimos reclamos de sus esfínteres. El trozo de pan obsequiado por Inés, al que en esta jornada se sumaba el botellín de agua, servirían para mantener entretenidas a las tripas hasta la noche, por muchas protestas que manifestasen mediante ruidos de lo más variado.

Ante él discurría un mosaico de cuerpos cuyo rostro no tenía interés en contemplar. Sólo alzaba la mirada para agradecer el gesto, con voz firme y sincera, a quien tuviera a bien arrojar una moneda en la vieja lata. Algunas de aquellas caras pertenecían a incondicionales, personas que quizá le habían cogido simpatía, por alguna extraña razón, o se mostraban satisfechas por el interés con el que aquel desventurado agradecía los donativos.

Para no enloquecer, manteniéndose estático en aquella forzada postura durante casi doce horas al día, Isaías había aprendido a evadir la mente. Desconocía los métodos ancestrales de los monjes budistas, pero siempre había sido un hombre disciplinado en sus costumbres, lo cual le había permitido alcanzar este objetivo con el paso de los años. Por eso, también aquella mañana, cuando llevaba algo más de una hora acuclillado a la espera de caridad, fue perdiendo el enfoque de la mirada hasta desvanecerlo en el vacío. Los oídos fueron atenuando los sonidos hirientes de la ciudad, relegándolos a la nada, y el espíritu, que no el cuerpo, eso solo era patrimonio de Santa Teresa, comenzó a elevarse a varios palmos del suelo. Isaías quedó sumido en otra dimensión. Dejó al cuidado de la esquina una descalcificada osamenta recubierta de piel enjuta y viejas prendas, con la encomienda de velar por la recaudación que la providencia otorgase hasta el momento del regreso.

Le hubiese gustado viajar en el tiempo, simplemente para corregir errores, pero le quedaba el consuelo de disponer de una gran habilidad para viajar en el recuerdo. Eso hacía cada día, cuando alcanzaba aquel particular estado de gracia. De un modo recurrente repasaba su trayectoria vital hasta desembocar en la esquina de la Gran Vía. Regresaba a la juventud, cuando nada ni nadie podía presagiar un horizonte tan sombrío. Isaías, el que siempre quedaba a dos votos para ser elegido delegado de la clase, a medio punto del sobresaliente y a 30.000 pesetas de la Yamaha SR 250, prometía ser un secundario de lujo, la mano derecha indiscutible de cualquier líder que dispusiera de la pizca del carisma que a él le faltaba.

Como cabía esperar, no alcanzó por un escaso margen la dirección regional de la compañía de seguros donde comenzó a trabajar. Se la arrebató una chica muy mona, lista como ella sola, simplemente por vender alguna que otra póliza de más.

Contrajo matrimonio con Angela, la amiga menos guapa de las dos que había conocido en una noche de fiesta loca. Obviamente había mostrado interés por quien más le había entrado por los ojos, cosas de hombres, pero su mejor amigo terminó arrebatándosela sin grandes miramientos ni complicaciones. Aquello le dolió especialmente, aunque ya estuviese acostumbrado, sabedor de que de no ser por la maléfica influencia de un tercero aquella chica le hubiese correspondido. Para Angela también fue doloroso aceptar a Isaías en última instancia, cuando a ella en realidad quien le gustaba era su amigo.

Fruto de ese desamor mutuo, Ángela e Isaías fueron padres en dos ocasiones. Primero llegó un varón y después una preciosa niña, para completar la parejita, ambos dotados de un don especial a la hora de discernir entre triunfadores y fracasados. En su caso, y en su casa, lo tenían relativamente fácil como para emitir un dictamen que a la postre se tornó despiadado. Su padre no era un triunfador, por poco, pero no lo era, por lo tanto era un fracasado. No había posibilidad para el término medio. Su madre era de similar naturaleza, y el matrimonio que formaban ambos dos piezas desencajadas de otros tantos puzzles que no llegaron a serlo.

Hasta que los chicos fueron mayores Isaías mantuvo aglutinada a duras penas la unidad familiar, pero cuando los dos pequeños rebeldes vieron la más mínima posibilidad de independencia se esfumaron como por arte de magia. Ángela, desengañada de hijos y marido, hizo lo propio poco después, también a la francesa, dejando tras de sí a un hombre desconcertado, roto tras albergar la ingenua posibilidad de poder reverdecer una relación imposible tras la marcha de aquellos dos seres abominables.

Para cuando quiso admitir la realidad había atravesado el punto de no retorno. Se encontró solo, expoliado de prácticamente todos sus bienes materiales a excepción de la vivienda. Humillado por las miradas de sus vecinos, de sus compañeros de trabajo, de sus escasos amigos. Fue hundiéndose en un pozo de alcohol hasta que ya no pudo más. Malvendió el desangelado piso, pidió la renuncia en la compañía de seguros y se marchó. Lejos, bien lejos, a otra ciudad más grande, donde nadie le conociese, ni le pidiese explicaciones sobre las razones por las que había dejado de ser un eterno segundón para convertirse en el último de la fila.

Desde entonces Isaías era más feliz, o al menos eso era lo que percibía, y para él resultaba más que suficiente. Ya había establecido una rutina, la que le conducía del albergue a la esquina, de la esquina al albergue y vuelta a empezar. No obstante, evocaba en sus diarias ensoñaciones evasivas a todos aquellos seres ingratos del pasado, pero no lo hacía por rencor, sino para reafirmarse en la decisión tomada. Cuando terminaba de hacer el recorrido vital la jornada en la esquina quedaba casi doblegada. Entonces, con majestuosidad, como un gran reactor, su espíritu aterrizaba de nuevo sobre el cuerpo abandonado en la acera de la Gran Vía. Despertaba nuevamente al bullicio, a las prisas de los transeúntes, a las inclemencias meteorológicas, a la vida que había elegido, aquella que era la consecuencia de cuanto había rememorado a lo largo del día.

Seguidamente dirigía la mirada a la vieja lata de galletas danesas, receptora de la voluntad de quienes habían considerado a su dueño en una situación lo suficientemente menesterosa como para ser merecedor de una dádiva. La cantidad del recipiente era lo único variable jornada tras jornada.

Aquel día no había ido tan mal la cosa. No había billetes, ni muchas monedas grandes, pero abundaba inusualmente la calderilla. “Grano no hace granero, pero ayuda al compañero”, pensó.

Recogió las monedas, las guardó en el gabán, custodiadas por San Pancracio, y se encaminó hacia el albergue. Por el camino se dio cuenta de que no había tocado en todo el día el trozo de pan ni el botellín de agua. No los había necesitado.

Cuando llegó, se dirigió de inmediato hacia el pequeño despacho ocupado por Francisco, el hombre encargado de velar por la estabilidad financiera del centro social. Tras ofrecerle una sonrisa como saludo, Isaías depositó sobre la mesa de Francisco la recaudación y éste, fiel a una costumbre establecida desde cuando ninguno de los dos era capaz de recordar a estas alturas, convirtió en billetes cuantas monedas fueron capaces de asociarse como para aspirar a tal derecho. Entregó a Isaías los 15 euros y los 22 céntimos restantes, concluyendo la operación con un nuevo intercambio de sinceras sonrisas entre ambos.

Tras la cena, sin tiempo para digerirla, Isaías se encerró en el servicio, extrajo de un disimulado doble fondo del macuto una desgastada alforja de piel y alojó en ella los 15 euros, junto a otros 265.000 en billetes de todo tipo. “El primer millón siempre es el más difícil” se dijo antes de abandonar su encierro para acostarse.

11 Comentarios a “78- Isaías, viajero en el recuerdo. Por Mikel Deusto”

  1. Charlotte Corday dice:

    Una historia impecable, muy bien contada y mejor escrita. Enhorabuena.

    Un saludo, con mis mejores deseos para el certamen.

  2. H.K. dice:

    Un largo preámbulo para introducir al viajero en su amarga retrospectiva. Qué prosa, mr. Isaías. Un poco de tensión no le quedaría mal al relato. Buen final.
    Tengo en mi bolsillo dos monedas. Te dejo la segunda, la de menor valor jejeje, cosas de avaros.

  3. Rafael dice:

    Una manera excepcionalmente lúcida de contar una historia personal mil veces narrada, filmada, retratada, etc., etc…
    Del final no digo ni pío para no cargarme la gracia.
    La prosa, al mismo nivel.
    Enhorabuena.

  4. AVAL dice:

    Yo vivo entre vagabundos o homeless, como aquí les llaman. No hay día en que me tope con alguno de ellos y siempre me pregunto lo que en sus vidas guardan. Te felicito Joseba, con una gran maestría nos narras una historia que puede ser de cualquiera de los que miro desde mi ventana. He disfrutado mucho de su lectura y te agradezco el que con nosotros lo compartas. Saludos

  5. MOREDA dice:

    NO FALLAN EN EL CERTAMEN LAS HISTORIAS DE VAGABUNDO, ESTA VEZ TE TOCÓ A TÍ CONTARLA Y LA HAS CONTADO MUY BIEN. SUERTE

  6. lupe dice:

    La historia de un venido a menos por circunstancias, que se rompe con el final.

    Suerte

  7. Barba Negra dice:

    Enhorabuena.
    Suerte.

  8. Ambrose Bierce dice:

    Magnífico relato, tan bien escrito que me ha costado trabajo encontrar algún defecto. De hecho, lo único que corregiría sería encerrar entre paréntesis la frase «eso solo era patrimonio de Santa Teresa», aunque creo que debió tratarse de un despiste porque si no, con ese buen oficio, no se entiende la falta.

    Hay una serie de frases que me han parecido muy logradas, por la imagen tan fuerte que transmiten:

    «una vez devuelta a la capilla del abrigo la imagen»

    «¿Qué demonios tenían aquellas magdalenas para que fuese tan efímera su lozanía?»

    «Dejó al cuidado de la esquina una descalcificada osamenta recubierta de piel enjuta y viejas prendas, con la encomienda de velar por la recaudación que la providencia otorgase hasta el momento del regreso.»

    «una situación lo suficientemente menesterosa como para ser merecedor de una dádiva.»

    Y el final, me parece magistral, tan intenso como una bofetada.

    Enhorabuena.Tendrás un hueco entre los mejores del certamen, seguro.

  9. Scorpio dice:

    Genial, me encantó. Una historia muy bien contada con un final diferente y estupendo. Un abrazo y muchos éxitos en el certamen.

  10. NOSKI dice:

    Una historia de perdedores. O mejor dicho de perdedor, porque cuentas las andanzas de uno solo de entre los miles (cada vez más) que deambulan por las ciudades. Un tema de candente actualidad que, a mi juicio, requeriría un mayor ritmo literario. Creo que es un argumento que debería emocionar, aunque sin caer en los topicazos lacrimógenos a los que suelen conducir algunas de estas historias. Digo emocionar su lectura, no el hecho de que exista esta lacra social, que también. Quizás haría falta un lenguaje más “inhumano”, intentando que llegara hasta la médula, que es donde suelen concentrarse las diferentes sensibilidades.

    (“Fue hundiéndose en un pozo de alcohol hasta que ya no pudo más”. “El alcohol acabo por destrozarlo, convirtiéndolo en un inútil andrajo con pelo y ojos”). Esto es lo que quiero decir con el vocablo “inhumano”, que las palabras molesten, que cueste digerirlas.

    Perdona si me he metido donde no me llaman. Al fin y al cabo el relato es tuyo y tú lo debes gestionar a tu manera. Por otra parte, tampoco mis conocimientos son para dar lecciones a nadie. No pasa de ser una opinión, aunque me haya permitido robarte una frase. Además ya ves que no se parece a lo que cuentan otros.

    De cualquier forma, suerte en el certamen Mikel.

  11. Mikel Deusto dice:

    Gracias a todos, amables comentaristas, por la acogida y el interés mostrado en la lectura de las andanzas de Isaias.
    Un fuerte abrazo: Mikel Deusto.

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