VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

79- El escenario. Por Rogelio Fuentes

           Dicen que la madre murió poco después del parto; que el médico se había negado a mostrarle la criatura. Discusiones apagadas, idas y venidas por los pasillos tratando de no cruzarse con Martínez, la consternación de las enfermeras, revuelo, algunas breves corridas, puertas vaivén; que sobre la camilla, mientras se iba abandonando a la luz insustancial de los focos, su último pensamiento fue para el marido que dejaba con esa carga salida de sus entrañas, Dios mío, no, no, no…; que oyó decir entre sueños: “Quédese tranquila: de aquí nadie se lleva un monstruo”; que la voz venía de una mascarilla verde, inclinada ante sus ojos, compasiva, femenina, hospitalaria. Dicen que Martínez, el padre, estaba justo del otro lado de la pared; que permaneció largos minutos sentado en el pasillo, concentrado en la punta de sus zapatos; que luego resurgió con la firme decisión de llevárselo a casa; que no le importaba.

          Dicen que algunos años después, al hombre le llegó la noticia de la fabulosa herencia de los suegros.

          Lo cierto es que no escatimó en gastos. Lo vi llegar a la nueva casa en su cochazo seguido de una cohorte de obreros: albañiles, carpinteros, soldadores, peones e incluso jardineros y limpiadores. Los hombres bajaban de las furgonetas con sus herramientas y lo seguían asombrados alrededor el edificio. De repente, la mañana se había llenado de una frenética actividad. Ataviados con cascos amarillos y guantes de fieltro los vi repartir por el jardín sacos de cemento, herramientas, maderas de diversas formas y tamaños, varillas de hierro, piezas de cerámica y moldes extraños.

          Lo oí dar las primeras órdenes con energía, como si quisiera vencer cualquier atisbo de incredulidad: elevar los ya altos muros perimetrales, ocultar las ventanas con ladrillos y cemento, emparedar las puertas, excepto una, en la parte trasera. Había que evitar a toda costa el infame comercio de las miradas entre la casa y el barrio. Después: eliminar los tabiques interiores. Trazar las rampas en el suelo, y otras operaciones que quedaron ocultas a mi vista…

          Los muebles convencionales fueron reemplazados por otros nuevos, cuya construcción se inició en el jardín, según los planos que el propio Martínez iba trazando. Eran largos armazones de madera erizados de metales, con pequeñas y recónditas zonas acolchadas. Cuando estaban a medio construir, los metían en el interior de esa cáscara oscura en que habían transformado la casa, y ya no podía verlos. De adentro salían los ruidos de los retoques finales. Los obreros, que al mediodía almorzaban en el bar, apenas dejaban escapar comentarios parciales. Día tras día la transformación fue tomando forma ante la mirada atónita de los vecinos, y aquella delicada casa en venta se convirtió en un insondable caparazón gris.

          A las pocas semanas, cuando la reforma estuvo terminada, hicieron llegar la biblioteca: cajas y cajas de libros clásicos. Lo sé porque Martínez se presentó por esos días en mi librería y me encargó aquel pedido monumental. Las obras más exóticas de ciencia, de filosofía y de literatura antiguas que acumulaba en el depósito se vendieron en una mañana. Sé que también visitó algunas librerías del centro.

          Por último, cuando ya todo estaba preparado y no quedaba ni un solo operario en la casa, trajeron el aparato de cinco ruedas. Tenía un tamaño algo mayor de lo que cabría esperar. Era una construcción de tubos metálicos, con partes de lona y una especie de mangos desiguales: una cosa intermedia entre silla de ruedas y camilla de hospital, en donde se desparramarían las increíbles desproporciones y asimetrías del muchacho. Después, todos abandonaron la casa, pero una vida quedó latiendo en su interior.

          Ya desde entonces se decía que una sola parte de su cuerpo era normal: la mano izquierda y una pequeña extensión del mismo brazo. Más que normal, se trataba de una mano excepcionalmente hermosa y delicada. Tuve ocasión de verla una sola vez.

          Ocurrió cinco o seis años más tarde, cuando la casa ya había pasado al olvido. Martínez me lo pidió como un favor personal. Necesitaba alguien que se encargara de enseñarle los rudimentos del latín.

          En la puerta de la casa me ha recibido una señora mayor, con la que he atravesado el jardín hasta la entrada posterior del edificio. Desde allí he debido conducirme solo por un laberinto de pasillos hasta el recinto central. Al avanzar he tenido la sensación de que giraba y descendía. He notado que de unos conductos dispuestos a lo largo del techo salían periódicas emanaciones de un intenso perfume. No he visto ni una sola planta, ni un solo cuadro, ningún elemento ornamental. Tampoco había espejos ni ventanas. Al final del recorrido me ha cerrado el paso un tabique de madera. A media altura, un agujero circular de unos diez centímetros. Justo delante, una mesa y una silla de madera. Ese ambiente como de extrañamiento. Me he sentado a esperar. El agujero, en silencio, la sensación de vacío. Han pasado unos minutos, después he oído un resoplido húmedo y he visto salir la mano por el agujero: era, en efecto una mano exquisita, pulcramente arreglada y adornada con un anillo. Recuerdo que he pensado en una mano femenina, pero luego he comprendido que la diferencia de sexos no correspondía en aquel caso anómalo. He intentado calcular su edad: ¿quince?, ¿veinte años tal vez?

          Como aquello no tenía voz, toda la clase ha consistido en un tedioso intercambio de notas a través del agujero en el tabique. La mano ha entrado y salido con traducciones aceptables de Virgilio acompañadas de observaciones y preguntas. Tenía una letra de insecto, algo temblorosa; algunas palabras eran muy pequeñas, y otras exageradamente grandes, lo que no podía deberse a la mano sino a una desproporción visual.

          Al finalizar la clase me ha pasado el dinero junto a una nota. Quería mostrarme un cuento que había escrito “de su propia imaginación”. Estaba redactado en castellano y tenía unas cinco páginas, que me ha pasado a través del conducto circular.

          Basta ver una sola vez la verdad interior —sostiene una idea antigua— para no olvidarla jamás. Esa verdad íntima es siempre espantosa, terrible, añade Schopenhauer. Me sumergí en la lectura como en una ciénaga de escorpiones, y a medida que avanzaba con el texto unas imágenes espantosas se fueron instalando en mi mente. Había algo definitivo en ellas. Supe que una vez reveladas a mi consciencia, esas imágenes seguirían allí, que no podría desprenderme de ellas con facilidad. Yo, que creía haber penetrado en el mundo de las sombras al entrar en aquella casa, comprobaba que el mundo de las sombras era el que penetraba en mí a través de aquel relato. Y ese mundo iría conmigo para siempre, porque eran mis propias sombras.

          Nada se describía en el cuento de aquel ser horrendo, pero por algún motivo yo me lo figuraba con claridad. ¿De dónde salía entonces? ¿Con qué materiales estaba construyendo esa ausencia señalada que ahora habitaba mi imaginación? Tras el oscuro telón de mi mente acabó de salir ese monstruo al escenario que aquella mano había trazado, línea a línea, en el papel. Porque no era más que un escenario lo que allí estaba escrito.

Salir de la versión móvil