Celsita Pinal era una joven a la que el destino parecía haberle regalado la felicidad. Hija de ricos bodegueros, una educación de colegio religioso de postín y casada nada menos que con Cundín Fuertes, el mejor partido de la ciudad, hijo de don Ramón Fuertes el industrial fabricante de los más famosos productos de aseo y baño de la región. Cundín, Don Facundo para los de fuera de la familia, era, además de un buen mozo, el que desde que acabara la carrera de ingeniero industrial dirigía la fábrica de su padre y todo el mundo veía en él un genio de la industria; en pocos meses mejoró la cuenta de resultados de la empresa, merced sobre todo, a una fuerte reestructuración de personal y su sustitución por una cadena de fabricación de bidets.
—Había que especializarse —decía él.
—Una lumbrera —decían todos.
Por si fuera poco, Celsita y Cundín, se habían visto bendecidos por la llegada de una hermosa niña y sus vidas transcurrían felices; figuraban entre la gente prominente de la ciudad y su presencia se hacía imprescindible en las fiestas del Casino Comercial, las procesiones del Patrón y la presidencia —ella— de las mesas petitorias a favor de los ancianos escrofulosos y el ropero de la Virgen de los Buenos Aires, hacia las cuales los habitantes de la ciudad se volcaban con sus dádivas.
En las fiestas de la virgen de los Buenos Aires, cuando una semana al año, algunas compañías de teatro se dejaban caer por la ciudad, Celsita, Doña Celsa ya, lucía sus mejores joyas en su palco del teatro, y su collar de brillantes, regalo de Cundín, lucía sus muchas facetas por toda la sala, porque Cundín, en eso de los regalos no escatimaba. Joyas, vestidos de alta costura y hasta el hermoso collar de brillantes que ella lucía en esas grandes ocasiones.
Celsita Pinal lo tenía todo. Era feliz.
En aquella primavera, el Ayuntamiento de la ciudad, que se esforzaba por elevar el nivel cultural de sus ciudadanos, inauguró una sala de exposiciones, «en la cual —según palabras del alcalde— se celebrarían las más variadas exposiciones de todo tipo de arte, y sería fuente en la que los vecinos beberían el néctar de las artes y elevaría la categoría de una ciudad como la nuestra, crisol de culturas y cruce de caminos, y no como otras ciudades —y todos sabían que se refería a la capital de la provincia de al lado —que solo tenían un camino porque no pillaba de paso para ningún sitio, y encima quieren llevarse el ferrocarril, que es nuestro».
A la inauguración de la sala fueron invitadas, la crema social de la ciudad, diputados regionales y concejales, —naturalmente, los del partido gobernante—, autoridades militares y religiosas e incluso un par de directores de instituto, comerciantes, industriales y entre ellos por supuesto a Don Facundo Fuertes y esposa.
La exposición la formarían las más bellas joyas de la que fue esposa del general Cardenio Sedano, gloria de las guerras americanas del siglo XIX, de quién se decía que allí había encontrado un tesoro fabuloso, —nunca se supieron los detalles de tal hallazgo— y que muy pocas veces se habían expuesto al público. Y lo más importante es que entre las joyas estaría la magnífica esmeralda “La Lágrima de Mezcal”, la más grande y mejor esmeralda del mundo, cedida para esta exposición, por su actual propietario el Marqués de Vasidiego, descendiente y heredero directo de un amigo del famoso general, el cual le ganó la joya en una partida de cartas.
Para protección de la esmeralda se montaron grandes medidas de seguridad. En la misma sala se había instalado una gran caja fuerte donde guardarían la joya por las noches y un cuantioso seguro a todo riesgo para prevenir cualquier contingencia.
El día de la inauguración, la sala rebosaba de invitados, el alcalde pronunció un orgulloso discurso cantando las glorias culturales de la ciudad, que se limitaban a un maestro de obras del siglo XVII al que se atribuía la construcción del retablo de la catedral y un viejo poeta que nació aquí hace doscientos años y esparció por la capital del reino todas nuestras esencias regionales elevando el nombre de la ciudad a lo más alto del Parnaso, según el alcalde, aunque se le olvidó decir que este poeta, nació aquí porque sus padres estaban de paso —ver lo del cruce de caminos— y jamás volvió a pisar la ciudad ni la nombró en ninguno de sus poemas; no obstante tenía erigido un busto en el paseo más importante y un colegio y una calle con su nombre; y ¡Qué caramba, el poeta, lo quisiera o no, había nacido aquí!
Los caballeros asistentes, lucían sus hermosas barrigas y sus lustrosas calvas, llevando del brazo a sus enjoyadas señoras luciendo modelitos de las más famosas casas de modas, algunas con su sombrerito y todas espiándose los vestidos con disimulado interés.
Celsita llevaba un precioso vestido largo de color blanco con ráfagas que viraban ligeramente a un amarillo suave, ceñido con un cinturón negro charolado, a juego con un bolsito de ceremonia y un sombrerito de cazoleta blanco con un detalle de tul negro. El escote de estilo bañera del vestido, le dejaba un precioso marco para lucir su famoso collar de brillantes. Completaba su atuendo, un maravilloso abanico de plumas negro, que parecía ir indicando a los hombres, hacia donde debían dirigir la mirada sobre su persona.
Celsita estaba encantadora.
A medida que iban recorriendo la exposición, los comentarios de los hombres versaban sobre el dinero que valdría tal o cual pieza y las de las damas sobre con que vestido de los suyos luciría mejor la joya que tenían a la vista.
Celsita iba recorriendo la exposición en silencio y cuando llegó a la famosa esmeralda “La Lágrima de Mezcal”, se quedó extasiada mirando el fondo de la joya, como si éste fuera un profundo mar, de repente Celsita necesitó tomar aire, abrió su precioso abanico, y con el aire del abanico, un escalofrío recorrió su cuerpo, sus ojos se abrieron un poco más, sus labios se apretaron hasta parecer una línea pintada en su cara y una expresión de codicia se pudo adivinar por un momento hasta en el rictus de sus manos que parecieron adquirir la rigidez de unas garras. Doña Celsa abandonó apresuradamente la exposición, seguida por su extrañado marido.
Nadie se explicó como la joya más vigilada de la exposición pudo ser robada esa noche, pero ocurrió. Los periódicos especulaban sobre bandas de delincuentes profesionales extranjeros. La gente de la calle imaginaba intrigas de ladrones sofisticados y solitarios. Los guardas de seguridad del exterior juraban que allí no había entrado nadie.
La policía no podía creer, ni decir a nadie lo que las cámaras de seguridad mostraban: El reloj del sistema de seguridad marcaba las veintidós y once minutos, cuando los dos guardas del interior procedían a sacar la joya de la urna en la que estaba expuesta, para llevarla a la caja fuerte y en ese instante, una urraca entrando apretadamente, por un ventanuco inverosímilmente pequeño cerca del techo, se abalanzaba sobre “La lágrima de Mezcal”, se la arrebata de las manos a los sorprendidos guardas y, con ella en el pico, escapaba por donde había venido.
La casa de seguridad que custodiaba las joyas y la policía que apoyaba en esa custodia, ante un ridículo semejante optaron por callar y la versión de la banda de delincuentes sumamente tecnificados, se fue asentando y aunque se ha hablado mucho sobre el asunto, y aún después del tiempo se habla, nadie se explica el misterio.
Doña Celsa, todavía hoy se sobresalta, y menos que nadie se explica, cómo al día siguiente del robo, “La Lágrima de Mezcal” llegó hasta su mesilla de tocador, ni cómo su abanico apareció medio desplumado.
Su precioso abanico de plumas de urraca.