Llevaba más de media hora esperando sin dar muestras de abatimiento. Pensaba en Elisa, en el próximo correo. Era necesario proceder con tanta cautela. Resultaba tan difícil establecer hasta dónde se podía llegar sin poner en riesgo lo ya conseguido, se requería una estrategia tan delicada…
“Debe sentirse solicitada, eso sí; sobre eso no hay cuestión. Escribiré:
Aparentes contradicciones de Elisa Muntaner:
– Es calderoniana pero no cree que la vida es sueño.
– Dice ser más práctica que yo, pero confiesa no “practicar” nada
¿Entenderá Elisa el doble significado del verbo practicar? ¿Interpretará adecuadamente las comillas? ¿Es esto ir demasiado lejos?”
El coronel, indeciso, recuerda el día en que expresó sus quejas con estos versos:
“A Elisa Muntaner, versos del enojo
Si todo fuera fuego
Si fuera fuego el agua
Y el aire fuera fuego
Y fuego la mañana
Si todo fuera fuego
Elisa, tu mirada,
¿Sería fuego?”
Y cómo ella, franca y leal, había contestado de inmediato: “Coronel, ¿Usted bebe? Si es así, debemos afrontarlo”.
En la panadería, Elisa Muntaner espera su turno. Como una castellana en su castillo, derechita como un empalado, Elisa Muntaner espera que la despachen. El panadero es un hombre malicioso y risueño, divertido. Acodado en el mostrador, conversa con Josep Lluis. “¿No lo sabe? ¿No sabe cuál es la diferencia entre un esposo y un amante? ¿No? Pues: Treinta minutos”. Josep Lluis ríe. Los pelillos de su nariz se juntan con los de su bigote y tiran para arriba del labio superior. Cuando ríe, Josep Lluis enseña los dientes de forma desmedida.
El panadero es también un empecinado. “¿Y entre una esposa y una amante? ¿Tampoco? Pues: Treinta kilos”. Ahora brotan lágrimas de los ojillos de Josep Lluis. Y es un deleite ver este llanto gozoso. Pero nada quiere ver ni oír Elisa Muntaner. No entiende lo de los minutos y los kilos. «¿De qué se ríen estos dos?- piensa- ¿Hasta cuándo van a tenerme aquí esperando?»
Así como se construyen con piedra las catedrales, las opiniones de Elisa Muntaner se cimientan con hechos. Son opiniones sólidas que Elisa Muntaner transmite sin empacho alguno a la posteridad. Por eso dirá a partir de entonces, siempre que se presente la ocasión: “El pan es bueno, pero el panadero es un poco raro”.
El coronel vuelve a la realidad, consulta su reloj. Y de nuevo viene a su memoria la voz que escuchó al teléfono esa mañana. Tiene la viva impresión de haber estado hablando con un hombre gordo. La imagen de un hombre gordo y blando, amanerado, pero con gusto por las hembras, ha quedado indeleblemente unida a la textura equívoca, al tono melifluo, a los numerosos circunloquios y recovecos de aquella voz aflautada, ligeramente infantil. Bebe despacio de su copa de coñac y se estira. Durante un momento duda si debe marcharse, olvidar esta cita absurda. Pero ¿adónde ir?. Además, aún puede llegar.
Llueve y las gotas de lluvia (tap, tap, tap…) retumban como una descarga de fusilería al estrellarse contra los cristales. Esta reminiscencia bélica resulta tan grata al coronel que, de forma inconsciente, recompone su figura y adopta un aire más marcial, una expresión más enérgica. El sol, en su ocaso, convierte en depósitos de pus, verdes y rosados, los charcos del pavimento. La ciudad respira por la herida.
Ante la vidriera del café pasa un paraguas volteado y detrás una mujer angustiada lo persigue. Los adoquines, desiguales, brillan como peces, se escurren hacia el sumidero.
Cuando llega Ossip, moviendo las caderas como un eunuco, el coronel, pensativo, observa su forma de dirigirse a la camarera. Al indicarle ésta su mesa, Ossip agita una mano en aquella dirección, a modo de saludo, pero prosigue la conversación todavía unos minutos.
– Nos alegran la vida ¿verdad? se merecen un poco de nuestro tiempo a cambio ¿no cree?- dice al sentarse a modo de disculpa- ¿Está bebiendo coñac? Yo aún no puedo… No sé, es una hora mala para todo, tome lo que tome me sentará mal… En fin, del mal el menos, pediré un oporto.
Al tiempo que solicita la bebida, dirige un guiño de complicidad a la camarera. Después, sin más transición, cruza sus manecitas blancas sobre el tablero de la mesa, se inclina con escrúpulo hacia delante y pregunta:
– ¿Acepta usted mi propuesta?
El coronel mira la piel pálida de Ossip, en la que se empaqueta el cuerpo como en un embutido, los puntitos rojos de sus pómulos, sus ojos cansados y acuosos. No sabe qué responder.
– Es tan insólita, Ossip, que la tomé por una broma. He de serle sincero, no pensaba acudir …
– Pero ha venido -el dedo índice de Ossip amenaza de forma cariñosa al coronel- Ha venido. Está aquí. Y debe hacerme todo tipo de preguntas antes de aceptar. La transferencia sólo se produce cuando por ambas partes se obra de completa buena fe ¿entiende? Si no, la transacción es imposible.
– ¿Por qué puso su anuncio en el chat, Ossip?
– Ah, no se ofenda, amigo mío, su chat es un varadero. El mejor lugar para un negocio como éste.
Cuando Elisa Muntaner tuvo que elegir un nick para conectarse en el chat, escribió sin ninguna duda, casi ofendida, en la ventanita prevista para ello: Elisa Muntaner. Y se apresuró a registrarlo. Sólo inició la actividad una vez cumplidas todas las formalidades. Elisa Muntaner, como María Clarilla, no oculta nada, nada tiene que ocultar, y hace de esta carencia una virtud. En cuanto al coronel… la historia es muy distinta. Digamos en su descargo que siempre quiso ser coronel, que siempre actuó como si lo fuera, que se rigió siempre por un código del honor tan estricto como el que obliga a los que visten uniforme militar.
– … Deberá guiar la hueste tantas veces como se lo encarguen, coronel. Y de noche. Y a menudo por malos caminos…
Ossip continúa su relato. Describe las tareas, enumera las penalidades, no escatima ni uno solo de los inconvenientes; pero el coronel, con ojos soñadores, sólo escucha una y otra vez las mismas palabras: conducir la hueste, ponerse al frente de la mesnada…
– … No es un trabajo para toda la vida, no se engañe. Mire ¿ve estos arañazos? Hace tres noches me lanzaron un gato negro y hube de quitármelo de encima como pude, a manotazos. Son unos salvajes, unos cafres, no tienen respeto alguno. Aún me dura el susto…
Tiembla Ossip. Su cuerpecito se agita, oscila, pendulea y el coronel experimenta un disgusto indescriptible ante esta muestra de cobardía: “Este hombre es un pusilánime. Por Dios, este hombre no vale nada, no sirve, hay que relevarlo”.
Con un gesto de la mano interrumpe las lamentaciones, de forma imperiosa impide que prosigan. Después, en un tono áspero y brusco que alarma sobremanera a su interlocutor, declara:
– Las cosas no pueden continuar así, Ossip. Debe transferirme el mando. Cumplamos con los trámites que sean necesarios, hagamos las cosas bien. Usted no es apto para el servicio activo, le conviene pasar a la reserva.
Esa noche, el coronel escribe a Elisa Muntaner:
“¿Sabes, Elisa, lo que afirma Ovidio acerca de los besos? Está en su Ars Amandi, al leerlo me acordé de ti. Mira, es esto: ”quien consigue el beso de una mujer y no consigue todo lo demás, merecía no haber conseguido lo primero”
¿Tendrá razón el poeta latino? ¿No faltará a la verdad Ovidio? Porque yo he conseguido algunos besos tuyos, Elisa (bien es cierto que cibernéticos y nada espontáneos), y ahora quiero hacerme merecedor a ellos. Quedaría deshonrado, vida mía, a tus ojos y a los míos, a los del mundo entero, si no fuera un digno destinatario de tus muestras de afecto… “
(No miente el coronel. Este hombre aguerrido ha logrado que, de un tiempo a esta parte, Elisa Muntaner incluya en sus despedidas un: “Otro para usted, coronel. Yo también le envío otro”).
Después de unos segundos de tensa espera, el coronel relee el texto, corrige mínimamente la puntuación, y da por zanjado el asunto. Selecciona en el menú la opción de «enviar» con el cursor y pulsa el botón izquierdo del ratón.
“Ya está. Me la juego a espadas. Es mi condición”.
Cuando llegó al Cruceiro del Condado de Ortegal, la Estadea ya estaba formada.
– ¿Qué pasa con Ossip?- pregunta uno de los encapuchados
– ¿Sólo son ocho? ¿No van a venir más?- pregunta a su vez el coronel.
Nadie responde. El coronel está desconcertado, esperaba una compañía más numerosa. Pero comprende que no puede dejarse ganar por el desaliento. Es necesario templar el ánimo, debe dirigir unas palabras a los penitentes y, sin más dilación, acometer la misión que le ha sido encomendada.
– Ossip no vendrá- proclama- Soy su nuevo guiador. Espero de ustedes que mantengan la formación en todas las circunstancias, que sepan comportarse con valor y entereza, que nunca olviden la disciplina. Por difíciles que sean las pruebas a las que nos enfrentemos, deben confiar en mí. Llámenme coronel – añade con indudable precipitación – ése es mi grado.
– ¿Es por lo del gato?- insiste el encapuchado- Aquello quebrantó mucho su ánimo, pobre Ossip.
El coronel ignora esta interrupción, comprueba que las dos columnas están bien alineadas, ordena encender las velas, y, poniéndose al frente, inicia la marcha. A los pocos pasos, sin embargo, se vuelve y reprende con dureza al primer portacirios.
– ¡Entre en formación! ¡Y preserve su túnica, que no gotee la cera, hombre de Dios, la Eternidad no es cosa de dos días!
Elisa Muntaner permanece inmóvil ante la pantalla encendida del ordenador. Acaba de leer el correo. Parece suspensa, sorprendida, asomada a un vacío de profundidad insondable. De pronto se lleva las manos a las sienes y, con una voz que ya no es la suya, exclama: “¡Conque era eso! ¡Se trataba de eso! ¡Este coronel es un diablo!” Por primera vez, Elisa Muntaner ha hablado sola. Y por primera vez, una sospecha, una deliciosa conjetura se abre camino en su mente; un calorcillo, que viene de no sabe dónde, vivifica sus entrañas, pone color en sus mejillas. Como cogida en falta, ruborosa, Elisa Muntaner cierra con fuerza las piernas.
Mientras el coronel deja a un lado los acantilados de Herbeira y conduce a la Santa Compaña[1] por los caminos inciertos que siguen el río Sor, su buena estrella se eleva en el firmamento.