Hoy he salido a marcar una suerte de monte. He aprovechado la hora de la siesta, cuando hace demasiado calor para ir con los niños a ninguna parte. Han quedado jugando bajo la sombra de la acacia, en el huerto anejo a la casa, para así no molestar al abuelo cuyos rítmicos ronquidos retumban desde la penumbra de la cuadra. En realidad no deberíamos hablar de cuadra, porque hace ya mucho tiempo que no se guardan animales en la casa, y los pesebres, cortes, aperos y demás, fueron quitados de en medio, dejando un espacio diáfano. Claro que, ya puestos, tampoco deberíamos llamar huerto al huerto, ni corral al corral, ni palomar al palomar, porque ni lo uno está cultivado, ni se ven gallinas picoteando, ni se oyen palomas en su monótono zureo. Pero la costumbre… El caso es, que el abuelo prefiere ir a la cuadra a echarse en una tumbona después de comer porque, al haberse conservado allí el suelo de tierra original, es sin duda el lugar más fresco de la casa en este calorín de finales de Julio.
En la plaza, sentados bajo el olmo, unos viejos me observan según me acerco al coche. Para ser exactos, creo que al olmo que queda en pie lo llaman olma, por alguna razón que ellos sabrán. Hace años eran dos los olmos pero uno de ellos, el más grande, de cuyas raíces decían que eran tan largas que pasaban por debajo de la iglesia y salían en el pequeño camposanto que había detrás, se secó como consecuencia de la enfermedad aquella, la grafiosis. Por más que los técnicos de la diputación le inyectaron fungicidas en los vasos ascendentes, no consiguieron salvarlo. Pero volviendo a los viejos: después de haberme visto por aquí bastantes veranos, ya me tienen calado y sé que comentan entre ellos que no parezco madrileño, que no paro de ir d’acá p’allá, que no se me ve por el bar, que hasta se diría que me gusta el campo…
Oigo pelotear en el frontón, al otro lado de la plaza, pero no es el duro chasquido de la pelota a mano, sino el sordo y blando rebote de una bola de tenis. No sé si el abuelo ─mi suegro─ jugaría bien o mal cuando joven porque solamente le he conocido ya mayor pero, una vez que le traje una pelota «de las de verdad” y le incité a que la probara, pude ver que aún tenía buen estilo al tomar carrerilla, así de medio lado, botándola y dejándola correr para hacer el saque. Y cuando él y yo echamos un punto (no tenía fuelle ya el hombre para más) en seguida pasó a usar la zurda, con toda la picardía del mundo, para hacerme correr como un loco hacia la pared, mientras él se reía a lo zorro por lo bajinis.
Dejo el pueblo atrás, y ruedo despacio, por el camino carretero que hace de distribuidor para acceder a las tierras que entraron en la concentración. En la primera bifurcación me desvío a la derecha por un camino más estrecho, por el que solo transitan los tractores y remolques cuando los agricultores van a faenar en las tierras de cereales. A estas alturas el coche le tiene cogida la medida al camino, y las ruedas van encarriladas en las profundas rodadas a uno y otro lado, mientras el cárter recibe el cepillado de los cardos y demás matojos que crecen en el medio. Voy atento, porque tengo miedo de dejarme el coche en alguna piedra que sobresalga demasiado. Al acabarse las tierras de labor se acaba también el camino, y aparco entre los primeros enebros, medio a la sombra. La nube de polvo que he ido levantando tras de mí, alcanza… y adelanta al coche ya parado. Mi suegro dice que soy el único veraneante que tiene el coche sucio de este polvo de los caminos y ─se queja─ ni dejo que lo lave él, ni se me ve intención alguna de ponerme a lavarlo en el pilón de la plaza, como hacen todos.
Bien mirado, aquí no se acababa el camino ya que, al otro lado de unos rastrojos, se aprecia que este continuaba, cuesta arriba, en dirección al monte. Cruzo, ya a pie, los rastrojos al través y retomo este camino por el que hoy día se ve que ya no pasa nadie, ni animal ni persona; de hecho se difumina al haber sido ya colonizado totalmente por las matas de tomillo, cuyo olor salsero me trae el sabor de esas chuletillas asadas sobre brasas de sarmientos, junto a las bodegas, al atardecer…
Las chicharras van interrumpiendo a mi paso su chirriar estridente, en inocente disimulo, para reanudarlo unos segundos más tarde a mis espaldas. Al llegar a un repecho, un lanchón en medio del camino me sirve como señal de confirmación.
─ Aquí, en esta piedra, se esbaraban las mulas cuando bajábamos del monte con los carros cargados hasta arriba ─me contaba un tío de mi mujer, al enseñarme la ubicación de las suertes de nuestra familia, hace ya varios años.
Recordando, recordando… he llegado hasta un pequeño hocino de los que abundan en este terreno calizo. No se ven abantos planeando en círculos, como suelen, pero sí se aprecian sus excrementos blancuzcos pared abajo de los oteaderos. Voy dejando el hocino a mi izquierda, y continúo por un paraje totalmente cubierto de esos matorrales espinosos, que aquí llaman aliagas. Antes de que llegara el butano a los pueblos, estas aliagas eran utilizadas para arrancar la lumbre en las cocinas bajas, dada su gran facilidad de combustión. De este modo, gracias a quienes arrancaban estos y otros matorrales para sus necesidades domésticas, el monte se mantenía siempre limpio y no había riesgo de que un incendio, provocado por algún rayo, se propagase de un árbol a otro.
Me detengo en un claro donde solía manar una fuente, pero ahora tan solo se aprecia algo de humedad en el suelo, que aquí está verde y fresco. Mi fisgoneo ha alborotado a unas abejas, que zumban desordenadamente a mi alrededor. Desde aquí voy contando los pasos, para saber cuándo debo toparme con un enebro que tiene tres escaras en el tronco, uno de los que conforman el perímetro de la suerte y que me sirve de punto de inicio. A partir de ese árbol he de seguir dicho perímetro, renovando el escariado que, con el paso del tiempo, se ha ido haciendo menos evidente.
Para ello he de seguir los mojones, pequeños amontonamientos de piedras cada pocos metros, a menudo ocultos por los matorrales que nadie se preocupa ya en arrancar. Voy y vengo, asegurándome de no invadir suertes ajenas; clavo el bastón en un mojón, avanzo hasta encontrar el siguiente, miro atrás buscando dónde dejé el bastón, que sobresale por entre la maleza, para ver si sigo en línea o me he desviado, recojo el bastón… y vuelta a empezar.
Con el hacha voy marcando nuevamente la cara externa de los enebros, la que da a las otras suertes que rodean esta nuestra. Apenas saltan las primeras astillas, el enebro, que es árbol noble, inunda el aire con esa fragancia característica que acompaña a su madera, incluso años después de ser talado. Hay algunas de esas marcas, o escaras, que deben ser muy antiguas, porque están ahora a mayor altura de la que podría alcanzar uno de estos viejos sorianos, de corta estatura, descendientes de aquellos osados arévacos que sacaban pecho ante las legiones romanas. Estas viejas escaras apenas se pueden distinguir porque, con los años, se ve que los árboles han crecido y engrosado, de modo que las sucesivas capas de corteza han ido encarnando alrededor del escariado original, ocultándolo.
A veces he de apartar las ramas bajeras, que crecen casi desde la cepa, para poder examinar el tronco. Dichas ramas bajeras se utilizaban antiguamente para techar los corrales, o para bardar la parte superior de los tapiales de adobe y protegerlos así de la erosión que, de otro modo, ocasionaría la lluvia. Hoy día, las placas onduladas han hecho que se haya olvidado la forma de urdir una techumbre de ramas. Los corrales, que antes pasaban desapercibidos en el paisaje, ahora destacan como algo ajeno. Solían ser cuadrados ─aún encuentro alguno ya arrumbado─, con paredes de adobe o piedras superpuestas sin argamasa, y tenían un techado corrido en derredor, que dejaba un claro en el centro a modo de lucerna.
Con todo, son las ovejas las que más han salido perdiendo, pues han pasado de la umbría y frescor que proporcionaban el adobe y la urdimbre vegetal, al horno de esos nuevos corrales con muros de bloques de hormigón y tejados de uralita.
La suerte no es muy grande ─ninguna lo es─ y pronto la he rodeado y me encuentro de nuevo con el punto de partida. Me siento al pie de una encina ─hay unas pocas salteadas entre los enebros─, recostándome en su tronco, junto a unas marcas en el suelo que parecen hocicadas de algún jabalí, porque la encina es árbol más amable para arrumacos que las espinosas cupresáceas. De la mochililla saco una cantimplora, y echo un trago mientras pienso en lo absurdo de estos recorridos que hago, y si no estaría yo mucho mejor ahora en otra tumbona, al lado de mi suegro, roncando los dos en estéreo en la penumbra de la cuadra. De todas las otras suertes con las que linda esta, solamente he visto una que tenga sus escaras renovadas hace no muchos años: la de un amigo de mi suegro que fue quinto con él y, más tarde, compañero durante la guerra.
─ Total: ¿pa qué seguir marcando las suertes? ─diría uno de los viejos del olmo.
─ ¡Anda! pues pa ná ─terciaría otro─. Si acaso las que estén lindando a un camino…
¡Pobres árboles! aquellos que estén más accesibles. Pero no dejarían de tener razón los viejos en que parece inútil seguir renovando las escaras. Quizá yo haga esto por un romanticismo estéril, en tributo a nuestros mayores; sencillamente porque, en un tiempo, estas suertes significaban mucho para cada familia. Eran la única manera de seguir siendo autosuficientes cuando se necesitaban vigas para ampliar una casa, o reparar una cerrada, o levantar un palomar; o cuando se precisaba leña para combatir el largo y frío invierno soriano.
Los nuevos materiales de construcción, el butano, el gasóleo de calefacción y, en definitiva, la prosperidad que nos deslumbró sin que nos diéramos cuenta, relegaron los montes a la soledad. La ubicación de las suertes que tocaron a cada familia, en las compraventas comunales que se hicieron hace cien o más años, solamente es conocida hoy día por los viejos pero, al desaparecer estos ─inevitablemente a no mucho tardar─, se olvidará el concepto de aprovechamiento de las suertes, y el monte probablemente acabará siendo esquilmado por los ayuntamientos o los desaprensivos; quien antes llegue.
Absorto otra vez en estas divagaciones, casi he desandado el camino de ida y ya distingo el coche bajo los árboles, donde lo dejé. Conduzco tranquilamente de vuelta al pueblo y veo que aun están los mismos viejos en el olmo ─perdón: olma─ y los mismos jóvenes en el frontón. Antes de entrar en la casa, miro por encima de la tapia del huerto y compruebo que los niños siguen jugando tranquilamente, bajo la sombra de la acacia. Abro la puerta ─de las dos mitades, solo cerramos la de abajo durante el día─ y, nada más entrar al portal ya oigo que, de la cuadra, siguen llegando ronquidos aunque suenan menos convincentes, ahora que la siesta ya se está acabando. Cuando se me adaptan las pupilas, tras cambiar del resol de la calle a la semioscuridad interior, reparo en que, sentada en su sillita baja de costura al hilo de luz que la cortina deja pasar, la abuela repasa, por enésima vez, unos calcetines del abuelo.