VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

86- Sueños antes prohibidos. Por Sigtrygg Barba de Seda

1

            Al final del camino, un hombre de aspecto tranquilo pero cansado se detuvo. Sólo un momento. Dejó caer en el suelo la maleta que le acompañaba, muy pesada a tenor del polvo levantado al golpear el suelo. Agarró con tibieza la punta sobresaliente de su pañuelo de bolsillo y se secó el sudor de la frente. Lo volvió a guardar, esta vez sin preocuparse por la rectitud de las dobleces, y reanudó su marcha procesional, girándose y mirando un instante atrás, al moribundo que dejaba.

            Al principio del camino, sobre el único rellano de la escalinata de la entrada, bajo un paraguas que presagiaba un doliente período de duelo, la señora agitaba una servilleta de tela despidiendo al único hombre que podía haber salvado a su marido. Cuando el hombre de aspecto tranquilo hubo desaparecido tras la primera ondulación del horizonte, ésta dejó de mover el brazo y, secándose las mejillas anegadas, entró en la casa arrastrando los pies, alargando el momento de encontrarse por última vez con su hombre.

 

– ¿María? ¿Dónde estás? – oyó gritar desde la habitación del fondo del pasillo, la única que estaba abierta.

– Ya voy, ya – respondió Ángela, pensando en las muchas veces que había escuchado eso en los últimos años, y lo poco que lo había escuchado en las últimas semanas – Ya me tienes aquí.

– María, ¿qué hacías?

– Despidiendo a Don Jorge. ¿No te acuerdas?

– ¡Ah! ¿Y?

– Nada – dijo sombría y seguidamente dio un respingo para acabar con las últimas lágrimas. Pensó que con la penumbra en la que estaba sumida la habitación él no se daría cuenta de que había estado llorando.

– ¿Por qué has estado llorando María? – a Ángela no le sorprendió que le descubrieran.

– No he estado llorando – mintió.

– ¿Ah, no? ¿Entonces esa servilleta empapada arrugada en tu puño qué significa?

– Está cayendo un aguacero – volvió a mentir al mismo tiempo que se guardaba en el bolsillo la servilleta -. Me he secado la cara al entrar, tras despedir a don Jorge – estaba rodeando la cama, en dirección a la ventana. Quería asegurarse de que la cortina no le jugaría una mala pasada.

– ¿Por qué no has usado el paraguas? – le dijo señalando la improvisada sombrilla que Ángela todavía sostenía, sin darse cuenta, en su mano izquierda.

            Ella no le contestó. No hizo falta. Se tocó el lóbulo de la oreja como si acabara de darse cuenta de que había perdido un pendiente. Con eso le bastó, ambos tenían un acuerdo tácito.

            Los dos permanecieron callados durante bastante tiempo. La señora Ángela había dejado la sombrilla en el paragüero y se había sentado en su sillón, a los pies de la cama, y había agarrado el libro que llevaba leyendo desde que la cosa empeoró. Pero no leía, no podía por la poca luz, pero no quiso decirle nada a su marido; se encontraba más cómodo así. De modo que disimulaba leer y aun así el tiempo pasaba más deprisa de lo que desearía.

– ¿Qué haces ahora, María? – Ángela se acababa de levantar arrastrando el sillón, despertándole. Se asomaba, agachada, por una rendija de la persiana, detrás de la cortina raída.

– Nada. Miro cómo cambia la luz. Ha dejado de llover – volvió a mentir. Unas nubes negras comenzaban a motear los cristales.

            No quería mirarle a los ojos. No podía. No quería. No, no podía. Le quería demasiado, tanto que prefería no volver a verlo más antes que verlo morir. Pero también era una cobarde y nunca se atrevería a salir corriendo de allí. Pensó que todavía podría alcanzar a don Jorge, así no tendría por qué pasar sola los primeros instantes de viudedad. Esa idea rondaba su mente de manera más imprecisa que las torres de cristales brillantes que veía desde su escondite, detrás de la cortina raída. Absorta, no se había dado cuenta que le estaban preguntando algo.

– ¿María… cuánto tiempo… ha dicho…? – las palabras de su marido fueron interrumpidas por uno de sus ya frecuentes ataques de tos.

            Ángela al fin se decidió y salió corriendo, no a su auxilio, no a despedirse definitivamente, sino al pasillo, hacia la habitación más alejada. Allí, acurrucada tras la puerta abierta, lloraba desconsolada y silenciosamente sobre la servilleta arrugada que había sacado del bolsillo, esperando que aquella algarabía de muerte dejase de atormentarlos. A ambos. Pero ella se durmió antes de poder comprobar si todo iba a terminar esa tarde de inicios de primavera.

                                                                       2

– ¿Ángela? ¿Dónde estás? – oyó gritar desde la habitación del fondo del pasillo, la única que estaba abierta.

– Ya voy, ya – respondió María, pensando en las pocas veces que había escuchado eso en los últimos años, y lo mucho que lo había hecho en las últimas semanas – Ya me tienes aquí.

– Ángela, ¿qué hacías?

– Despidiendo a Don Jorge. ¿No te acuerdas?

– ¡Ah! ¿Y?

– Nada – dijo sombría y seguidamente dio un respingo para acabar con las últimas lágrimas. Pensó que con la penumbra en la que estaba sumida la habitación él no se daría cuenta de que había estado llorando.

– ¿Por qué has estado llorando Ángela? – a María no le sorprendió que le descubrieran.

– No he estado llorando – mintió.

– ¿Ah, no? ¿Entonces esa servilleta empapada arrugada en tu puño qué significa?

– Está cayendo un aguacero – dijo mientras se guardaba en el bolsillo la servilleta -. Me he secado la cara al entrar, tras despedir a don Jorge – estaba rodeando la cama, en dirección a la ventana. Subió la persiana, quería asegurarse de que su marido veía que decía la verdad. Volvió a bajarla sin cuidado alguno, dejando que se escuchase un ruido seco y desagradable.

– ¿Por qué no has usado el paraguas? – le dijo señalando el lugar donde debía encontrarse el paragüero, justo al lado de la puerta abierta del armario.

            Ella no le contestó. No quería seguir mintiéndole, ni tampoco decirle la verdad. No estaba dispuesta a volver a caer tan bajo ante el ser que tanto le había hecho sufrir confesando que había estado llorando detrás de la puerta de la habitación más alejada, acurrucada. Aún le quedaba un poco de orgullo y no quería entregárselo a aquel engendro. No quería. No podía. No, no quería volver a oír a su marido regocijarse ante su desgracia. ¡No!

            Los dos permanecieron callados durante poco tiempo. La señora María se sentó en la banqueta pegada a la mesita de noche de su marido, dispuesta a obedecer a cualquiera de los mandamientos del moribundo. No se atrevió a coger el libro de encima de su mesita, que había dejado a la mitad desde que la cosa empeoró. Así que no leía, solo miraba fijamente aquellos ojos negros de hiena que oscurecían a marchas forzadas toda la estancia.

            Al rato, no sabría precisar cuánto, los párpados encerraron tras de sí esos negros azabache. Sigilosamente se levantó de la banqueta y se dirigió a su lado de la cama. Cogió el libro, fue hacia la ventana, y a través de una pequeña rendija por la que entraba una tímida luz, comenzó a leer, en su escondite de detrás de la cortina raída.. Pero poco duró esa evasión.

– ¿Qué haces ahora, Ángela? – la hiena es un animal carroñero, nocturno por antonomasia, que huele a cualquier presa que se moviese aun en tinieblas.

– Nada. Miro cómo cambia la luz. Ha dejado de llover, el sol brilla en todo su esplendor. Hace un día estupendo, ¿no crees?- dijo apretando la cortina hasta que sus manos comenzaron a sangrar de rabia.

            De repente, María descorrió furiosa la cortina raída y a su marido le sobrevino un ataque de tos. La inesperada luminosidad del primer sol primaveral dio de lleno en aquellos ojos negros que, dilatados en extremo, tuvieron que encogerse para poder lagrimear. Volvió lentamente sobre sus pasos, a aliviar el dolor de su horror. Se acercó a su marido y con un movimiento fugaz, sacando fuerzas de flaqueza, le arrebató la almohada. Mirando por última vez esos ojos del averno y con una sonrisa dibujada en su rostro, como etrusca, le susurró unas palabras que éste no olvidaría por el resto de la eternidad que pronto se cerniría sobre él: “Tus labios se mueven, pero no puedo escuchar lo que dices”. Tosiendo y balbuceando palabras sin sentido el uno, la otra colocó cuidadosamente la almohada sobre la cara congestionada. Y aceleró el fin de esa vieja vida.

            Comenzaba entonces una nueva vida.

            La señora Ángela María miraba desde la habitación profusamente iluminada la calle anegada en charcos. Desde allí escuchaba a su marido arder en el infierno y ya se imaginaba  colmada de todos y cada uno de sus sueños antes prohibidos. La única pega que podía poner de su nuevo primer minuto de vida era la de cumplir su deber de viuda y guardar las apariencias. Sacó del bolsillo del pantalón la servilleta de tela empapada en sudor y lágrimas y salió de la habitación arrastrando los pies, alargando el momento de encontrarse de nuevo con el cuerpo de su hombre. Cruzó el umbral de la puerta principal, bajó los tres escalones hasta el rellano de la escalinata, y comenzó a agitar el brazo en el aire, con la servilleta ondulando y destellando.

            En ese momento, en el cruce con la carretera, al final del camino, un hombre de aspecto enérgico y nervioso por naturaleza se detenía, dejaba cuidadosamente sobre el asfalto una liviana maleta y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. Mientras lo doblaba de nuevo perfectamente y lo metía en el bolsillo de la chaqueta, vio a una señora pedir auxilio. Decidió acercarse a ver qué sucedía.

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