VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

88- Posos. Por Lara hija

Supe que tenía poderes, el día que cumplí los diez años. Mamá pasó la mañana cocinando. Había invitado a mis tíos y primos para celebrarlo. Cuando acabamos de comer el arroz caldoso, y los mayores se bebieron todo el vino que papá subió del tonel de la bodega, sudábamos. Soplé las velas, y mamá cortó la tarta de chocolate. Después de repartirla en los platos de postre, quedó un trozo, pero cuando quise repetir, papá dijo que no, que ya era suficiente, que me iba a empachar.  De nada sirvieron mis protestas. Si papá decía que no, eso iba a misa.

     De regalos tuve lo de siempre, lo de otros años: blocs de dibujo y lápices de colores. Papá me trajo cuadernillos de Rubio para que practicara con las cuentas. La mesa era un revoltijo de platos sucios, peladuras de gambas y papel de envolver. El tío Juan sacó un puro y le ofreció a papá, pero él lo rechazó con cara de asco. El polvillo del carbón de la mina le había embozado los pulmones y respiraba con un silbido de fondo, como de locomotora de juguete.

     Cuando el tío Juan encendió el puro, papá dijo que hacía mucho calor y que podríamos refrescarnos en el pilón del patio, que sacaría agua fresca del pozo para llenarlo. Se levantó con un gran bostezo. No sé por qué, pero miré los posos del vino en el fondo de su vaso. Lo vi agarrado a la cubeta de aluminio, golpeándose en la cabeza contra las paredes del pozo. No dije nada, porque nada había que decir de aquello, no fuera que me dieran una bofetada. Papá nos dejó a todos en la cocina donde comíamos siempre porque era el lugar más espacioso de la casa, y al poco se oyeron los gritos venir del patio.

     – Papá se cayó al pozo- dije entonces, pero nadie me hizo caso.

     Corrieron todos para ver qué pasaba mientras yo, sabiendo lo inevitable de su muerte, me puse a comer el trozo de tarta que había sobrado. A mamá aquello no le gustó. Volvía descompuesta, gritando que fuera a avisar a alguien, cuando me pilló con la cuchara en la boca.

     – Tu padre en el fondo del pozo, y tú comiendo. ¡Qué desgracia más grande!- dijo.

     Lo tuvieron que sacar con los ganchos que echaban de vez en cuando para sacar gaseosas o relojes. Había que verlo subir, enganchado por los pantalones, echando agua como un surtidor. Parecía una fuente. Me habría gustado aplaudir, pero me daba cuenta de que todos andaban con cara de funeral y me contuve.

     Desde aquel día, mamá me miraba con recelo y evitaba abrazarme. Apenas un roce de sus labios cuando me daba las buenas noches. Sin embargo, estuvo de acuerdo en conseguir algunas monedas con mis poderes. Porque después de la muerte de papá, nos quedamos en la miseria. Dejaba entrar a los vecinos, aunque ella se ausentaba durante las visitas, para que les dijera qué suerte les esperaba, cómo sería la cosecha de ese año, si iba a ser niña o niño lo que estaba en camino.

     La única condición para conocer el futuro inmediato de aquella gente, era que trajeran una botella de vino artesano, echaran un poco en el vaso, lo bebieran y dejaran que los posos se sedimentaran en el fondo. Los posos se agrupaban formando espigas, muertos con las manos cruzadas sobre el pecho, o niños con el sexo bien a la vista. Nunca fallaba.

     Al principio hubo un gran escándalo en el pueblo. El cura vino a visitarnos y le advirtió a mi madre de que aquella era una práctica satánica, antinatural, y más en una niña. También se acercó el alcalde con la intención de disuadirla. Y más tarde el cabo de la Guardia Civil, que no estaba seguro de si mis predicciones constituían un delito castigado por la ley. Ninguno resistió la tentación de ver su futuro en los posos de un vaso de vino, y no volvieron a molestarnos.

     Cuando murió mamá, sin predicción ni nada, de puro cansancio, yo andaba ya por los treinta y nueve años y ni un solo hombre se había decidido a pedirme en matrimonio. Entonces llegó Elías “el chatarrero” y se quedó a vivir en el pueblo.

     Se acercaba a menudo a mi casa con diferentes combinaciones de números, boletos y estampas, y yo le daba los resultados de peleas de gallos, de juegos de cartas y, más adelante, de carreras de caballos. Él me lo agradecía con unos pocos euros que yo aceptaba porque había visto en los posos del vino de aquel hombre, que estaba destinado a ser mi marido, como así fue.

     Pero yo sólo podía predecir el futuro, no el porqué de lo que iba a ocurrir ni las razones que cada uno tenía para desear tal o cual cosa. Por eso no pude saber que Elías, casándose conmigo, lo único que pretendía era tener una adivina gratis, como enseguida pude comprobar.

     Nada más dejar la iglesia, y antes de pasar la noche de bodas en mi casa, pues no consintió en llevarme de viaje de novios a París, como era mi ilusión, me dijo: “Rosina: de ahora en adelante, yo administraré el dinero, que para eso soy el marido”. Yo no dije ni que sí ni que no, seguí arrastrando mi cola de novia calle arriba, sabiendo cuál sería en adelante mi cometido.

     Todos los días, después de las visitas, y mientras el que ya era mi marido se iba al café a jugar a las cartas o a apostar en cualquier ventanilla, yo separaba una pequeña cantidad que era la que le entregaba a él, y la otra la guardaba en un falso fondo del armario de la habitación donde murió mi madre. A él le extrañaba que mis poderes dieran tan pocos beneficios, pero el vicio por las apuestas era muy grande y nunca se quedó para comprobar cuántos clientes recibía.

     A mí no me habría importado que pasara los días y las noches fuera, amasando una fortuna gracias a mis vaticinios, pero me sentía muy sola y comencé a acariciar la idea de tener un hijo. “¿Un hijo? ¡Tú estás loca!”, fue la respuesta de Elías cuando le hice partícipe de mi deseo. Así que también me iba a dejar sin lo que más ansiaba.

     Día a día fue ganando el rencor en mí. Tenía tiempo para pensar, para darme cuenta del marido que tenía, de que no me había dado nada, de que me negaba lo que yo más quería. Me corroía por dentro. Era como ese agujero en el jersey que cuanto más metes el dedo, más grande se hace.  Y el único bálsamo que encontré fue fallar un día sí, otro también, en las predicciones para las apuestas hasta que acabó arruinado y con una deuda que no sabía cómo saldar.

     – Mira bien en los posos, Rosina, que me andan buscando- me pidió un día.

     Nos sentamos a la mesa. Él echó el vino en el vaso y se lo bebió de un trago. Esperé unos minutos a que los posos se agruparan, según su destino, y luego le dije:

     – Vas a morir.

     Elías estrelló el vaso en el suelo y entre blasfemias, insultos y una bofetada, me dijo que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. “Una farsante, eso es lo que eres. Ni un acierto en los últimos tiempos. Tú me has arruinado”, soltó antes de salir dando un portazo.

     A pesar de su ira, a mí me pareció que se tomaba las cosas con demasiada calma, teniendo en cuenta que iba a morir. Y entonces tuve un presentimiento. Fui a la habitación de mi madre, quité la tablilla del armario y encontré el hueco vacío. Me había negado París, un hijo, y ahora me robaba, dejándome en la ruina. Lo esperé sentada en la silla, horas y horas, hasta que lo vi aparecer más ufano que nunca.

     -¿Así que iba a morir? Pues ya ves, vivito y coleando- dijo con mucha guasa y una sonrisa en los labios. Sonrisa que se le congeló en una mueca de estupor con el primer navajazo.

     -Es inútil, Elías, escapar a tu destino- dije asestándole hasta doce puñaladas porque él, cual garrapata, se resistía a morir.

 

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