98- Piensa mal y acertarás. Por X. Alisso
- 5 julio, 2011 -
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Había elegido parapetarme tras el quiosco de periódicos porque desde allí tenía una visión perfecta del edificio de oficinas en que trabajaba Asun, y además, llegado el caso, me facilitaría bastante la tarea de evitar ser descubierto.
Ésta era la primera vez que lo hacía. Nunca antes, ni en nuestra etapa de novios, se me había pasado siquiera por la cabeza la posibilidad de seguirla, pero aunque he de reconocer que me sentía algo nervioso (y bastante ridículo, para qué negarlo), había al menos un par de buenas razones para que en ese momento yo me encontrase allí.
La primera era que, últimamente, ella había estado bastante rara, distinta, como ausente, y cada vez era más escasa la atención que me prestaba. Ya no me telefoneaba al trabajo de manera intempestiva para inquirirme sobre cualquier cuestión referente a la casa, a los niños, o a cualquier otra bobada que se le pasase por la cabeza. Tampoco me interrogaba cuando, sin previo aviso, retrasaba la hora de llegada al domicilio conyugal, tal y como acostumbraba a hacer antes. Ahora, ya nunca se interesaba por la naturaleza de las sucesivas reuniones que requerían de mí que les dedicase tantos desvelos, e incluso, ni se había inmutado lo más mínimo cuando le comuniqué que aumentaba la frecuencia de mis partidas de mus, de una a dos veces por semana.
La segunda, y he de reconocer que posiblemente más importante, era el come come al que me venía sometiendo desde hacía algún tiempo mi amigo Juan Carlos.
Según éste, cuando un hombre engaña a su mujer, ésta es la primera en enterarse, y en ningún caso permite que esos devaneos extramaritales subsistan demasiado tiempo. Una apenas visible marca de carmín en una camisa, un pelo de color y/o tamaño distinto al suyo, incluso simplemente un perfume envolviendo la chaqueta, pueden ser más que suficientes para desencadenar el cataclismo. Huelga decir que si aparece algún objeto, como por ejemplo una horquilla de pelo o un pendiente ajeno (y si existe a buen seguro que dan con él) huérfano en la alfombrilla del coche, por ejemplo, la suerte está más que echada.
En cambio, y siempre en opinión de Juan Carlos, cuando es al revés, ocurre todo lo contrario. El hombre siempre es el último en enterarse de la infidelidad de la esposa, y para cuando eso ocurre, tal circunstancia ya es la comidilla de todo el barrio.
Según mi amigo, esto no sucedía porque ellas fuesen más listas, sino más bien porque son terriblemente desconfiadas. Los hombres, solía decir Juan Carlos, consideramos a las mujeres capaces de cualquier cosa, pero eso siempre, aunque este extremo resulte extraño, excluye a las de nuestra familia. Lo que es fácilmente aplicable al conjunto de las féminas, no sirve en lo que respecta a nuestras madres, hijas, hermanas y por supuesto (y esto era lo más terrible) a nuestras esposas. Debido a todo eso, aunque las evidencias estén diáfanas delante de nuestras narices, somos incapaces de verlas hasta que ya es irremediablemente tarde.
Al principio, yo no les prestaba mucha atención a los desvaríos de Juan Carlos. A fin de cuentas, a él le había sucedido no hacía demasiado tiempo, y era normal que estuviese resentido. No en vano el lenguaraz Juan Carlos había sido el último en percatarse (incluyéndome a mí, aunque este punto hubiese sido debida y necesariamente negado) de la vistosa cornamenta que portaba consigo allá a donde fuese, y eso que si bien es innegable que su todavía mujer poseía varias cualidades (alguna ciertamente difícil de ocultar) la discreción no se contaba precisamente entre ellas.
Pero supongo que la frecuencia con que estos comentarios tóxicos eran vertidos ─unido a la constatación por mi parte de todo lo relatado referente al novedoso comportamiento de Asun─, consiguió que la idea de que mi mujer podría estar manteniendo una aventura extramarital, pasase en un abrir y cerrar de ojos de moverse en el terreno de lo imposible, a hacerlo con descaro en el de lo probable; y si eso era así no estaba dispuesto a ser el último mono en enterarse.
Finalmente, y por si aún persistiese alguna duda, mi amigo dejó caer la última carga de profundidad hace un par de días, cuando como quien no quiere la cosa comentó que a lo mejor, mientras yo estaba en esas largas y tediosas reuniones de los viernes, Asun se entretenía con algo más que con mirar la tele.
Hoy era viernes, y había decidido salir de dudas.
Asun no tardó ni quince minutos en traspasar el umbral de la puerta arrancándome de golpe de mis pensamientos, cosa que agradecí de veras. Miró a ambos lados, y después giró hacia la derecha. Yo consulté el reloj y comprobé asombrado que era puntual ─siempre hay una primera vez para todo─.
Mientras la seguía, tratando de mantener una cierta distancia y ocultándome entre los transeúntes, no pude evitar pensar en que era una mujer muy guapa, y que a pesar de estar próxima a cumplir los cuarenta, aún conservaba una figura bastante similar a la que yo había conocido siempre, lo que provocaba que muchos hombres ─y algunas mujeres─ no pudiesen evitar volver descaradamente la mirada cuando pasaba a su lado envuelta en el sugestivo repiqueteo de sus tacones en la acera.
Caminaba despacio, como si a pesar de dar la sensación de que tenía muy claro adónde iba, no tuviese excesiva prisa por llegar a su destino. Tuve que esforzarme por ralentizar mi paso ─suelo caminar deprisa─ para minimizar las probabilidades de ser descubierto. Sería bastante embarazoso explicar qué estaba haciendo allí, cuando se suponía que me encontraba en una importantísima y tediosa reunión del departamento de ventas, que me iba a tener prisionero hasta altas horas de la madrugada.
Poco después, mi mujer entró en una tienda de ropa. Me acerqué con esmerada cautela y, tras comprobar que en el escaparate sólo había maniquíes con ropa y complementos femeninos, conociéndola como la conocía, decidí cruzar la calle y esperarla acomodado en el bar de enfrente degustando una cerveza.
Salió cuando yo ya estaba dando cuenta de la segunda cerveza, portando una bolsa en la mano derecha, y tras dudar unos instantes continuó calle abajo.
Caminaba algo más rápido que antes, contoneando las caderas, pero tampoco podía afirmarse que lo hiciese deprisa. La seguí a rebufo durante algunos minutos hasta que contemplé como desaparecía en el interior de una cafetería.
Esperé unos instantes y, armándome de toda la discreción que me fue posible, me asomé tímidamente al escaparate. Mi mujer estaba acodada en la barra, con la cabeza vuelta, mirando la televisión que se encontraba al fondo del local y con el pelo rubio cayéndole sobre los hombros. Delante de ella tenía lo que parecía una humeante infusión, y por su actitud no parecía esperar a nadie.
Decidí no confiarme, así que esperé por los alrededores sin perder en ningún momento de vista la entrada del local, y asomándome prudentemente de vez en cuando. La situación no varió en absoluto. En todas las ocasiones Asun continuaba como al principio; sentada a la barra, mirando la televisión, y sola.
Después de que abandonara la cafetería, la seguí durante un rato que se me hizo interminable. La sensación de ridículo estaba cobrando cada vez más fuerza y ya la notaba protestando ansiosa en la boca del estómago, por lo que tuve que hacer un gran esfuerzo para no darme la vuelta y largarme de allí con viento fresco.
La siguiente parada de Asun fue una librería de grandes y ostentosos escaparates, donde reposaban las últimas novedades editoriales junto con vistosos posters promocionales de dichas obras o de sus autores. Esta vez la espera no fue larga, ya que Asun no tardó mucho en salir introduciendo en su bolso un objeto envuelto en papel de regalo.
Caminé tras ella absorto en mis pensamientos, intentando adivinar de quién podría ser el cumpleaños ─el mío desde luego que no─, hasta que descubrí sorprendido que nos encontrábamos en nuestro barrio, a escasos metros de casa.
De una puerta manaban a borbotones varias docenas de enérgicos renacuajos ─uno de los cuales portaba la nariz de Asun─, que bramando y brincando corrían raudos a abrazarse a sus progenitoras.
Contemplar la escena guarecido en la distancia me produjo sensaciones encontradas de alivio y culpa a partes iguales, pero decidí que era peligroso permanecer allí por más tiempo, así que me di la vuelta y salí disparado.
Mientras el taxi me acercaba a mi destino, no podía dejar de pensar en la facilidad que tenemos algunos para buscarnos complicaciones y discernir fantasmas donde no los hay. Y por supuesto, en que el bocazas de Juan Carlos me debía, cuando menos, un par de cervezas bien frías.
Subí las escaleras con premura, salvando los escalones de dos en dos, y después llamé al timbre tres veces, espaciadas una de otra por intervalos cortos de igual duración.
Abrió la puerta una mujer menuda de ojos grandes y chispeantes ─que recordaba a los dibujos animados japoneses─, y que simulaba querer ocultar sin demasiado éxito las redondeces de un cuerpo joven de piel blanca y sedosa, tras una bata de flores.
—Llegas tarde — me espetó simulando poner morritos.
—Tenía cosas que hacer —contesté sin querer entrar en más detalles.
—Pobrecito —añadió con cierta ironía — ¡Qué vida más estresada tienes!
—No lo sabes tú bien —respondí tratando de espantar de mi cabeza todo lo acontecido hasta ese momento.
Después, mientras tiraba de ella camino del dormitorio con el deseo burbujeándome en el paladar, no podía dejar de anticiparme complacido a lo que presumiblemente estaba a punto de suceder, e imaginarnos bañados en sudor; ebrios, desnudos y extenuados sobre las blancas sábanas.
Buen texto, X. Alisso, lineal y de prosa sencilla para tratar un tema de fondo que no deja de ser trágico, amargo y hasta patético: la hipocresía del machismo.
Mis mejores deseos.
BRAVO POR LOS CÍNICOS… ESPERO QUE TÚ X. ALISSO NO SEAS UNO DE ELLOS
Un tema escalofriante.
Suerte.
Está muy conseguido que te encuentres ante unpersonaje detestable y ridículo.
Suerte
X. Alisso: una prosa sencilla y directa para relatar las preocupaciones de un grandísimo hijo de puta (perdón por la expresión). Me gusta
Suerte para el certamen
Es que a mí me gusta y no tiene comentarios.
Suerte
Muy bueno, para ponerte a pensar… Te felicito, te mando un abrazo y mis mejores deseos para el certamen.
Bueno, estoy haciendo mi votación particular, ni lo hice con estrellitas ni sé si lo haré ahora entre los cinco finalistas del público.
Solo que me voy a permitir después de haber tomado unas notillas sobre cada relato, decirte que para mí es uno de los equis (pocos), que más me han gustado.
Suerte.
Sorprendente enfoque para un manido tema.¡Enhorabuena!