Siempre digo que a veces conviene imaginar calamidades. Cavilar desgracias para que no te ocurran. Es una teoría novedosa de la neuropsiquiatría. Algo que funciona a nivel del córtex cerebral. Algún puñado de neuronas interactiva con el recuerdo, incluso con el más lejano. Quizá la ilusión para los enfermos de Alzheimer. Yo, que soy de ciencias puras, lo había olvidado y a punto estuve de acabar como la señora Ingalls de La casa de la pradera. Sucedió un día amable de inicios de verano. Seis años sin vernos, y tuvo que aparecer de sopetón cuando menos lo esperaba. Creo que me quedé sin tensión ni eritrocitos, no había más que observar la palidez gótica de mi cara. Para evitar que el sol me zurrara, había decidido caminar bajo el tejadillo medio devorado del edificio de correos cuando lo vi: alto y delgado, con un pañuelo anudado a la frente como los vietnamitas de Apocalypse now, niqui rosa muy desbocado y pantalones piratas ajustados, perfilando nalgas y muslos. Se dirigía recto hacia mí como un tren expreso fuera de control. Quizá fuera el aire que me acariciaba la nuez, o tal vez que mi saliva requería ya la ayuda del sintrom para no coagularse. Pero lo cierto es que tuve que estirar el cuello para poder tragar. Hola Alicia, me dijo con el mismo timbre de voz que aún recordaba de la última vez. Luego puso una pierna delante de la otra, llenó el pecho de oxígeno hasta lograr que los pezones bajo el niqui pareciesen tatuados en relieve y colocó la bolsa delante de mis narices como diciéndome que algo había cambiado. Ropajes y figura de pasarela para un tipo inquietante.
— ¿Te has enrollado con el deporte?—le pregunté.
—Danza contemporánea—contestó veloz, con el detalle de esconder el estómago como si fuera un ventrílocuo
No había elección, el guardaespaldas (Rony, el niño de mi hermana Adela) tenía fiesta aquel sábado. Tocaba a los abuelos hacer de canguros. Podía haber corrido o podía haber dicho que me esperaba mi jefe, pero no se por qué, volví a las andadas. ¿Curiosidad? ¿Y si se ponía demasiado fanfarrón? Seguía teniendo la misma parsimonia y chulería que entonces aunque con diez kilos menos. Repetía los silencios que me hacían sentir como la mosca epiléptica de Kafka. El sex-appeal de su mirada que no dejaba resquicio ni posibilidad de enfrentarla, ni siquiera de reojo. Estaba más guapo ahora con esos kilitos menos, y lo peor era que él lo certificaba con sus gestos incesantes. El hábito no hace al monje, pensé. Las mujeres somos así de cándidas, nos vuelven locas la piel y los ojos, y enseguida recurrimos a estúpidas comparaciones: Bisbal, Beckham, el viejo Dean….
—Terapia o distracción ¿Dejaste los ordenadores?
—Es enteramente mi vida. Al fin conseguí dar con mi verdadera pasión. Música simbolista y liberación corporal. La revolución. Vanguardias aproximándose al puro arte conceptual. Tanztheater.
Mierda y más mierda, dije para mí. Ya estamos como antaño. Sin apenas darme cuenta me había metido en un lodazal de alquitrán. No sé las veces que me había prometido no hablarle si llegábamos a vernos. Solo mirarle. Y si hablaba no contestar. Era otro de mis tendones de Aquiles (con los hombres tenía varios): su dicción, su pulcritud en el hablar, la modulación de sus palabras lanzadas como una red de cazar palomas a voleo. Pero lo de ahora…. Lo del tanztheater ese había sido una pasada. De pronto sentí humedad en la entrepierna. El calor y la tensión han activado las glándulas sudoríparas, pensé mientras notaba un estremecimiento hacia la vulva, será que por ahí abajo estoy llena de esas cosas que enseguida empiezan a sudar. Pedirle que me tradujera la palabreja hubiera supuesto meterme en una madriguera atiborrada de víboras, así que decidí que no haría tonterías. A lo más le hablaría de mí y de mi vida actual. Nada de revisar sus ojos claros ni sus labios carnosos.
—Tengo un hijo encantador—se me ocurrió el invento pensando en una posible repulsión—, ¿y tú, vives con alguien?
—No, no, me dedico enteramente al trabajo. Ojear la coreografía, trabajar técnicas de releasement o body-contact. Y la mirada. La mirada es el acontecimiento de la danza actual. Lo es todo. Aprovechar el impacto del fulgor de los ojos.
Lo sabía, lo sabía. Lo supe todo el rato que estuvimos parados junto a la oficina de Correos. Pero que coño me importaba a mí qué hacía o dejaba de hacer. Pasar de la ofimática al escenario, mudarse del google y el yahoo y archivo-guardar como, a las acrobacias en el trapecio de un circo. Lo mismo que ya había ocurrido entre nosotros. Tan sencillo como hacer malabarismos con mi persona. Del amor al engaño en mi propio morro. Del sexo dócil y apasionado a ponerme el trasero colorado (decía que eran unos azotes cariñosos), con unas rayas de coca y muchas cervezas entre pecho y espalda. Habíamos estado a punto de casarnos después de vivir juntos casi un año. Nos habíamos conocido en profundidad, contándonos todo y estableciendo unos ideales como si de una sociedad moderna se tratara. Separación de bienes como se hace ahora. Pero todo de los dos y para siempre. Hasta que de sopetón, le salió la idea de posesión que tienen todos. Esto para mí y esto para ti, pero tú eres mía y haces lo que yo te diga. Ahora las pescadillitas vuelves a freírlas mordiéndose la cola. Las quiero más hechas, y que no queden escrupulosamente alineadas como si fueran palos de billar. Y todo mirándome con los ojos de gato que me embelesaban y una sonrisa de tontorrón atolondrado a más no poder. Como si te aseguran que están de chuparse los dedos pero que las hagas de otra manera. Están bien pero las cambias. Igualito que Forrest Gump soltando aquella jilipollez de que la vida es como una caja de bombones. Pues no, quizá yo no me hubiera dado cuenta, pero seguro que eso estaba ahí desde siempre. Esas ideas no surgen de la noche a la mañana. Puede que se me tache de terrorista, pero esto no ha cambiado nada. Niños aquí y niñas allí. Niños soldados y niñas enfermeras. Niños directores y niñas secretarias de faldita corta y labios pintarrajeados como payasos de nariz embolada.
—Y eso de la danza… ¿es productivo?, porque os subiréis a los escenarios, supongo.
—Claro, claro. Mañana mismo actuamos en el Coliseo, el aforo esta lleno. Será todo un éxito. ¿Te apetece tomar un agua mineral?
Qué agua mineral ni que chufas revenidas. Otra vez mi intención fue marcharme antes de darle opción a que me hiciese un feo o me dijese, con la risita cavernícola de Bugs Bunny, que pagase yo si quería que luego hiciésemos la libélula. El muy cabrón. Iba de guay pero luego era retorcido hasta para hacer el amor. Después de haberle mandado a freír espárragos cuando le pillé con la meretriz de la tanga de luxe, a ver si ahora iba a resultar que otra vez me había vuelto blanda.
—Igual hablaríamos mas tranquilos en el parque ese de ahí mismo, al lado del río, en los bancos junto a las hortensias, ¿no te parece?
— ¿Tú crees?
—Seguro. Pero solo un ratito, tengo que volver para la hora de comer, he quedado con un amigo.
— ¡Que bien te sienta esa falda de tubo Alicia, parece diseñada a propósito para tus caderas!
Cogió la bolsa elevándola como si fuera un pañuelo. Dos minutos de andar y cinco de mirarle de reojo los pantalones pegaditos. Llegamos y noté que se colocaba detrás, pero no dije nada. Se había quedado observando no se qué en mi espalda, y yo comenzaba a ponerme nerviosa. Luego se acercó al banco, abrió la bolsa y sacó unas tremendas tijeras puntiagudas que brillaban como si estuvieran recién afiladas. Comenzaba a quitarme los zapatos de tacón para empezar a correr, cuando oí a mis espaldas su timbre de voz como una música coral, como si una bandada de gorriones autóctonos estuviera llamando a mi puerta.
— ¿Es nueva la falda?—me preguntó—, aún te cuelga la etiqueta por detrás enganchada a la cremallera. Si me dejas, te la quitaré en un segundo. Enseguida charlaremos de la influencia del tanztheater en la danza contemporánea.
Los cipreses crecen siempre rectos y altivos, igual que las farolas de las autopistas o los soldaditos desfilando tiesos en cualquiera de esas malditas guerras. Nunca se tuercen. Ni siquiera miran a los lados. Pero algunas mujeres somos más vulnerables y a veces hasta admitimos el cohecho aunque sea apretando los dientes. Es como si te dicen que se ha acabado el pan, pero que si te atreves con el jamón. O que no hay película con Brad Pitt, pero que las escenas de alcoba hay que rodarlas. Le miré entre justiciera y resignada.
— ¿Has oído alguna vez hablar de la sinapsis?—le pregunté sin dejar de vigilarle.
—No, no. Es raro, pero no había oído nunca esa palabreja. Es realmente extraño. ¿No querrás confundirme intercalando algún anglicismo? No sé si te lo he dicho, pero has mejorado profundamente tu dicción, suena más celestial. Quizá podamos buscarle alguna sinergia con las técnicas de body-contact.
Esta vez no me pilló. Me había centrado en aquella furcia resobando mi cama mientras él le contaba un chiste escatológico (y yo volviendo aún sudorosa del trabajo), y me sobrevinieron unas nauseas repentinas. Pensé en mi teoría sobre la eficacia de recordar desgracias, propias o ajenas, daba igual. Creo que en aquel momento todas eran bien recibidas. Debieron inflarme la autoestima.
—La palabreja proviene del griego—le aclaré— y es como el lenguaje corporal de tu danza, pero aún más revolucionaria. Cuando se dispara, algo muy sutil resbala entre las neuronas del cerebro, zarandeando con malicia los músculos risorios. Vale sobremanera para recordarnos circunstancias y curiosidades ya lejanas. O mejor aún: para no olvidar canalladas.
Entre un murmullo de hojas, fui recuperando otras certidumbres y viejos escarnios que el tozudo viento sureño se obstinaba en repetirme. Me acerqué a su lado dándole la espalda.
—Evita manosear la prenda y hazlo sin tirones—añadí mientras elevaba altivamente el trasero—. ¡Ah, y no tires el cartón del logotipo!, lo guardaré de recuerdo. Solo para evitar descuidos innecesarios.