A pesar de saber que algo no iba bien desde hacía tiempo, el diagnóstico fue como recibir un martillazo entre los ojos.
¡No puede ser! ¡Alguien tiene que haberse equivocado!, recuerdo que le grité al doctor, aunque era a mi mujer a quien miraba –su rostro, un espejo de mi pánico–. ¡Sólo tiene treinta y ocho años!
***
–¿Cómo quieres que te peine hoy, Paula? ¿Prefieres una coleta, un lazo a un lado…?
Unos meses atrás, sentado en la bañera, observaba como Ana terminaba de arreglar a nuestra hija. Era el primer día de colegio y la niña estaba preciosa con el pichi y el polo blanco del uniforme. A sus pies reposaba una mochila reluciente, casi tan grande como ella. Mi mujer pasaba un cepillo por su pelo mientras Paula, subida a un pequeño escalón de plástico, no paraba quieta; se ponía de puntillas y movía la cabeza a uno y otro lado, tratando de captar una visión completa de su imagen.
–Dos trenzas, mamá, como las de ayer.
Ana trazó una línea blanca en su cabello, separando su melena en dos con un peine. Agarró una mitad y la dividió de nuevo para trenzarla. Lo intentó una vez, dos… Volvió a probar, pero sus dedos se negaron a realizar esa sencilla tarea y los mechones resbalaron flácidos entre ellos.
–Bueno, Paula –me lanzó una mirada nerviosa, a ver si me había dado cuenta–, mejor te hago dos coletas, que hoy estoy un poco torpe.
Con rapidez acabó de peinarla, y Paula permaneció un rato contemplando su reflejo, encantada.
***
Sábado.
Tirados cada uno en un sillón, yo zapeaba perezosamente. Hacía varias semanas que ya no dábamos nuestro paseo habitual por la Casa de Campo, Ana se quejaba de que estaba agotada, de que no daba abasto. En cuanto tenía una oportunidad, se tumbaba en el primer sillón que encontraba y ponía los pies en alto.
–¿Has decidido por fin qué vestido te pondrás?
Ensimismada en sus pensamientos, tardó un rato en responderme.
–¿Vestido? No me voy a cambiar para ir al cine.
–¿Es una broma, no? Hoy es la boda de tu prima.
Su expresión era de absoluto desconcierto y de algo más que no supe identificar: ¿angustia, temor?
–No puedo creer que lo hayas olvidado.
–¡No seas tonto! –respondió irritada–. Por supuesto que me acuerdo; es sólo que estaba pensando en otra cosa.
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Nos íbamos a la sierra.
Ana dijo que bajaba un momento al trastero a coger unos juguetes para Paula. Media hora después todavía no había vuelto. Cuando fui a buscarla, la encontré delante de una estantería, incapaz de decidir entre unos patines o una raqueta.
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–Vamos mamá, juega conmigo. Tila quiere jugar también –gritó Paula restregando su ajada muñeca de trapo contra su hombro.
–No, Pau, de verdad que no puedo. Estoy muy cansada. Hoy no he parado en todo el día.
–Vamos, mamá, venga…
–¡He dicho que no! –gritó furiosa dando un manotazo a Tila y lanzándola por los aires–. ¡¿No puedes dejarme en paz ni un minuto?!
Paula se quedó quieta, los ojos muy abiertos, mientras sus labios temblaban en un puchero. Al fin se dio la vuelta y, tras recoger su muñeca del suelo, escapó corriendo de la habitación. Ana salió tras ella, la apretó con fuerza entre sus brazos y suplicó:
–Perdóname, mi vida, perdóname…
***
–¿Se puede saber dónde has estado? –me preguntó nada más llegar, los brazos en jarras, el ceño fruncido, su pie golpeando el suelo como un taladro.
–¿Dónde va a ser?, ganando ese pan que vosotras os coméis hasta la última miga –respondí intentando ser gracioso.
–¡Mentira! –chilló arrojando su móvil contra el suelo, donde se desintegró en una lluvia de piezas metálicas–. Te he llamado varias veces a tu despacho y nadie contestó.
–Ana, por favor, no podemos seguir así. ¿Qué tienes? Mírame –supliqué agarrándola de los brazos y clavando mis pupilas en las suyas–, ¿qué te ocurre?
Parecía perdida, como si saliera de un trance. Una lágrima solitaria rodó lenta por su mejilla. Se arrojó contra mi pecho, mientras del suyo brotaban unos sollozos secos, que dolían.
–No sé qué me está pasando, Manu… abrázame. Estoy muy asustada…
***
Tras salir de la consulta del médico, conduje en silencio todo el camino hasta casa. Ana, sentada a mi lado, no paraba de retorcer entre sus dedos el pañuelo rosa que llevaba al cuello. Un peso me oprimía los pulmones y me impedía respirar con normalidad; cada bocanada de aire se me clavaba en el pecho como un hierro incandescente.
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–No lo entiendo, Manu. Mi abuelo murió con ochenta y cinco años y todavía era capaz de dar una lección magistral de filosofía a todo aquel que quisiera escucharlo. La abuela Fina cocinaba, planchaba y a sus noventa años seguía escribiendo poesía. No recuerdo ningún caso en la familia.
Tumbados en la cama tras hacer el amor, la sostenía apretada contra mí como si quisiera fundirla con mi piel. Llevábamos juntos desde que tenía memoria y no concebía la vida sin ella.
–No tengas miedo, mi amor, lo superaremos. No llores, yo siempre estaré a tu lado.
Pero era yo el que lloraba y mis lágrimas empapaban su pelo.
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–¿Por qué ahora me vistes siempre tú? –preguntó Paula mientras yo terminaba de enrollar la goma en su segunda coleta, con una habilidad que no hubiera sospechado unos meses atrás.
–¿Acaso no te gusta cómo te peino? El famoso Rupert no tiene nada que hacer mi lado. Oui, Madam?
Paula esbozó una sonrisa, pero no conseguí desviar su atención del asunto que le preocupaba.
–Papá, ¿rezar sirve?… Rezo por mamá todas las noches, pero creo que no funciona.
***
El restaurante estaba lleno de gente.
Me dije que quizá no había sido buena idea venir…; aunque, según ese pensamiento tomaba forma, Ana sonrió y desapareció de sus ojos y de su cuerpo cualquier vestigio de inquietud. Toda la noche estuvo riendo y conversando animada con esa luz, tan suya, que parecía iluminarla desde el interior. Yo la contemplaba embelesado. No, no había sido una mala idea, al fin y al cabo Carmen y Juan eran amigos nuestros desde siempre.
Ocurrió antes de que nos trajeran el postre. De repente, mi mujer se levantó arrastrando la silla, dio un golpe seco sobre la mesa que derramó el vino de su copa y gritó:
–¡Estoy hasta los cojones de vuestra hipocresía, sobre todo de la tuya, Carmen! ¡Reconócelo de una vez: diles a todos estos cabrones que llevas años tirándote a mi marido!
El silencio retumbó en el restaurante. Los segundos se estiraron como un chicle pegajoso hasta que conseguí reaccionar.
–Ana –susurré–, tranquila, mi amor.
Volvió la cabeza hacia mí como una niña que teme ser castigada. Me levanté, la agarré de la cintura con suavidad y salimos del restaurante perseguidos por el regocijo y la lástima del resto de los comensales.
–¡Manu, ayúdame! Lo siento tanto…
La besé en el pelo sin soltarla en ningún momento. Ya en casa, la ayudé a desvestirse, le puse el camisón, la metí en la cama y coloqué las sábanas como a ella le gustaba, subidas hasta la barbilla. Se durmió enseguida. Un borrador invisible se deslizó por su rostro y sus facciones recuperaron la calma de la que ya sólo disfrutaban durante el sueño. Con el dorso de mi mano rocé su mejilla, deseando que mi caricia fuera capaz de transmitir todo el amor que sentía por ella. Me senté en el suelo, a un lado de la cama, rodeando mis piernas con los brazos. Apoyé la frente sobre las rodillas y permanecí despierto, velando su sueño durante horas.
***
Un ruido sordo me despertó.
Toqué el colchón a mi lado; estaba frío. Me levanté de un salto, las sábanas volaron al otro extremo de la cama. Corrí por el pasillo y llegué justo cuando Ana estaba a punto de salir de casa. Cerré la puerta de golpe y di dos vueltas a la llave en la cerradura. Sólo llevaba puesto un camisón corto y estaba descalza. Despacio, para no asustarla, la tomé de la mano. Estaba helada. Entonces la cogí en brazos y regresé con ella al dormitorio.
***
Los tres sentados en el sillón del salón viendo la tele.
Yo en el medio, rodeando con mis brazos la cintura de mis dos chicas. Ellas agarradas de la mano, sus cabezas apoyadas sobre mis hombros.
Aunque Ana y yo apenas salíamos ya de casa –un corto paseo diario hasta el parque cercano o a la tienda de comestibles–, procuraba aceptar todas las invitaciones dirigidas a Paula, de sus amigos, de los abuelos… Quería que ella hiciera una vida lo más normal posible, que se aireara, que más adelante pudiera recordar a su madre tal como había sido hasta no hacía tanto tiempo. Yo había pedido la excedencia del trabajo para poder cuidar de Ana. Me gustaba quedarme a solas con mi mujer. No deseaba perderme ni una centésima del tiempo que nos quedara juntos.
Las miré con disimulo. Paula seguía la película con interés, la cara de Ana al contemplar a su hija reflejaba un contento cada vez más esquivo y yo, simplemente, me limitaba a disfrutar del momento.
***
Cierto día paseábamos por la calle de la mano.
La primavera se anunciaba tímida, pero el sol brillaba y el cielo, de un azul que te obligaba a entornar los ojos, me llenaba de energía. Charlaba sin parar sobre cualquier tontería que me venía a la cabeza y, aunque la única respuesta de Ana era la suave sonrisa posada en sus labios, me sentía feliz.
Unos metros más adelante, se paró de golpe en mitad de la acera y yo me detuve también y me volví hacia ella. Sin decir palabra, comenzó a trazar con sus pulgares la línea de mis cejas, mis pómulos, mis labios… y en su semblante reencontré a la Ana de antaño. Durante un momento, pensé que ese último año y medio sólo había sido un mal sueño del que por fin acababa de despertar.
–Te quiero –declaró con dulzura, provocando que mi corazón diera una voltereta en mi pecho.
De repente, se desasió de mi mano y cruzó la calzada corriendo.
La furgoneta no pudo esquivarla.
***
En casa, una tarde.
Paula y yo, sentados en el sillón cogidos de la mano, miramos la pantalla del televisor apagado. No hablamos, pero nos comunicamos a través de nuestros dedos entrelazados. Ella me aprieta la mano…, tras unos segundos le devuelvo el apretón. Ahora soy yo el que ejerce presión sobre sus dedos y la respuesta no se hace esperar. De ese modo, va transcurriendo la tarde, segundo a segundo, minuto a minuto, hasta conseguir que éstos se conviertan en horas y éstas en días. Hasta lograr que el tiempo pase y que el dolor pase con él.