A nuestras dos Emilias
Tuvo una idea extraña: se le antojó que habían pinchado el sol y que su jugo cárdeno había incendiado los edificios. Fascinada por la imagen de Madrid aullando en llamas rojas y amarillas, no se dio cuenta de que se había quedado sola en la azotea. Una monja se le acercó y le tocó el brazo.
—¡Emilia, vamos! Hay que prepararse ya.
Vio las lenguas de fuego reflejadas en los ojos temblorosos de la hermana y, de pronto, sintió un miedo lejano que le subía desde el vientre, la misma inquietud que la desazonaba cuando a la hora de comer escuchaba lecturas de castigos bíblicos. Era el del granizo ardiendo sobre Egipto el que ahora rebotaba en su mente—Yahvé de voz tronante, fuego sobre la piedra— mientras bajaba las escaleras de caracol y pasaba junto a la puerta del dormitorio.
—¿Hay que prepararse? —repitió la niña.
—Ay, mi niña, siempre en las nubes. Vienen a por nosotras. ¿No lo ves?
Cambiar otra vez de lugar, ahora que estaba en este que le gustaba, aunque solo fuera porque podía dormir sin que el hambre le devorara las tripas.
—¿Y adónde vamos?
—Dios dirá, hija.
De la mano de la hermana Luisa, llegó al rellano en el momento en que se desvanecía el olor áspero a ladrillo quemado. Aún tuvo tiempo para guardarlo en su álbum de olores. A cada uno le daba un nombre. “Nieve de fresa” era su favorito. Lo había catalogado la mañana en que salió de su pueblecito de la montaña. “Ve con estos señores, Emilia”, le había dicho su madre con la sonrisa en la boca y la congoja en los ojos. “Son amigos de tu padre”, amigos de aquel cuerpo grande y verde, del que sólo recordaba la enorme capa y el gorro de charol: capa de noche y sombrero de cuchillos. Cuando salió a la “nieve de fresa”, supo, desde el fondo de sus seis años, que su madre se había despedido de ella con la contención de un último adiós. Tal vez lo había intuido porque su mamá había evitado los abrazos, lo besos y las caricias; o tal vez porque, al despertarla, había encerrado en su mano un trocito tela, una suave cinta de colores. Emilia entendió que debía guardarla como el mayor de los tesoros, como un secreto que sólo a ella le había sido confiado. Ya en la calle, tuvo ganas de llorar, pero el rostro de bronce de aquellos hombres la obligó a sorber lágrimas y mocos. Se sintió entonces una heroína, como en los cuentos que su madre le susurraba bajo las mantas, cuando las palabras se hacían caramelo y podía dejarlas en la boca hasta que se deshicieran —“recuerda, Emilia: cuando tengas miedo, cierra los ojos y cuenta hasta tres”—.
Se alegraba ahora de ir de la mano de la hermana Luisa. Ella, la más dulce de cuantas allí las cuidaban, era un cojín de plumas. A veces se le ocurría que Luisa y la madre Dolores eran la misma persona del revés, como si le das la vuelta a un calcetín y entonces pica y se te clavan las costuras. Si la hermana Luisa tenía cara de bollo de nata, la superiora era un sello viejo.
—Venga, corre, ponte con las demás —la apremiaba Luisa.
Se unió a las demás niñas, a su silencio de miradas aturdidas. Precipitada y pálida, la madre Dolores se ajustaba una y otra vez su rebeca gris sobre el pecho, como si nunca consiguiera que la arropara enteramente. A Emilia le recordó a un flan que se despereza al caer de su molde y sonrió.
—A ver, niñas —empezó a hablar la superiora—, os lo diré sin rodeos: tenemos que salir de aquí. Nada de lágrimas; orden, disciplina y valor —decía con su boca sin labios—. El Señor está con nosotros y nos cuida.
Llagaron al portón de la entrada. Una monja pegó la oreja a la madera. El silencio se extendió de nuevo con sus dedos de ortiga. Tres golpes sonaron al otro lado. La hermana que auscultaba el vientre de la puerta dio un salto y ahogó un quejido con las manos. Chistaron varias religiosas para sofocar las voces de las niñas.
—¡Ya están aquí! Salid por el patio. ¡Ya! —susurró la madre Dolores—.Yo me quedó.
Nadie se movió. Las miradas de las treinta pequeñas iban de la superiora a las demás religiosas. Emilia metió las manos en los bolsillos de su falda gris y supo que algo le faltaba.
—¡Abran la puerta! —se oyó una voz de acero varonil.
—¡Vamos, vamos! —insistió Dolores.
—¡Abajo la puerta!
Se oyó al otro lado un repique creciente de voces y golpes de hierro. Las mujeres no hacían sino mirar la puerta, como si con sus ojos pudieran contener el tambor de furia sobre la madera.
—¡Abajo el clero!
Y esa voz fue el primer trueno de una tormenta de gritos y puños. El portón adelgazó hasta ser hoja seca: se tambaleaba, vibraba, temblaba, crujían los herrajes de los goznes. Como si de un eco se tratara, las voces de las niñas rompieron en un estallido de cristales rotos. Emilia recorría el suelo con los ojos rebuscando entre los zapatos negros.
Un disparo resquebrajó la madera.
—¡Vamos, niñas, vamos! —reaccionó al fin la hermana Luisa.
Aún pudo ver Emilia, antes de abandonar el vestíbulo, a la madre Dolores frente al portón: parecía un palo de lana rasa.
Con el hábito atropellado entre los pies y el suelo, las monjas guiaron a las pequeñas por los pasillos de techos altos. Las baldosas negras y blancas se sucedían bajo los pies de Emilia, lo que le recordó las tardes de sábado en que se entretenía en contar cuántas había de cada color. Le gustaba imaginar que tenía un cuentagotas mágico, capaz de trastocar los colores. Así, pintaba el suelo de aquel pasillo de verde, rojo, amarillo, rosa y azul, hasta convertirlo en lo que ella llamaba el “prado de los colores”. Ahora pensaba que sus pisadas, las de todas ellas, asolaban su pradera como lluvia de sal.
Tras de ellas, oyeron el crujido de la rabia haciendo brecha en la madera.
Abriéndose paso entre las demás niñas, Emilia alcanzó a la hermana Luisa al tiempo en que pasaban por la puerta de la cocina. Tiró de su hábito hasta que la moja bajó la vista.
—¿Qué quieres, Emilia?
—Hermana, que se me ha olvidado una cosa muy importante.
Encararon otro pasillo. Al fondo se veía la puerta de hierro que daba al patio.
—¿Qué?
—Eso, que tengo que volver a subir dormitorio.
La hermana Luisa buscaba la llave en un manojo tintineante.
—¿Cómo, Emilia? No, ya no. Venga, vamos.
El metal tanteando la cerradura roía la quietud de la espera.
—Pero, hermana Luisa, es que yo…
—¡Basta! He dicho que no.
Los labios de la monja se apretaban como si fueran una réplica de la cerradura, hasta que una leve sonrisa asomó a ellos al ceder el pestillo.
Salió primero Luisa y tras ella fueron pasando las niñas bajo la vigilancia de las demás monjas, pero Emilia se quedó quieta y, como rechazada por el viento que las impulsaba a todas, sus pasitos la llevaron a arrinconarse detrás de la puerta abierta.
—Ya están todas.
Oyó que decía una de las religiosas; después, el portazo metálico; luego, la espesura del silencio. Se quedó quieta, sintiendo el fuelle de su respiración. Cerró los ojos, tomó aire y echó a correr. Acosada por el eco de sus propios pasos, llegó a la escalera de caracol. Se detuvo en el primer escalón y se llevó la mano al pecho, como si intentara retener el corazón dentro de su cajita de huesos. Se lanzó escaleras arriba. Cuando abrió la puerta del dormitorio, le llegó el olor áspero a ladrillo quemado. Pensó fugazmente que aún no le había dado un nombre para su álbum de los olores. Al otro lado de las ventanas, el humo llamaba a los cristales con su mano negra. Hacía calor, el aire se consumía a sí mismo. Emilia llegó hasta su cama. Levantó la almohada. Ahí estaba su pequeño lienzo. Se sentó en el colchón y se quedó mirándolo; no había perdido su brillo ni su tacto suave. Lo agarró fuertemente, como si pudiera cosérselo a la palma de la mano. Notó la camiseta pegada a la espalda, respiraba su propio sudor. De nuevo cerró los ojos, se puso en pie y echó a correr. Giraba por las escaleras de caracol envuelta en un torbellino. Aún tenía tiempo para llegar al patio, salir a la calle y alcanzar a las demás. Bajó los tres últimos escalones de un salto.
—¿Y ésta?
Frente a ella, cinco hombres de bronce la miraban con ojos de piedra. Dos de ellos sujetaban a la madre Dolores por los brazos. Parecía entre ellos un viejo muñeco de trapo. El humo de las antorchas manoseaba el techo blanco.
—Es una niña, solo es una niña —dijo la superiora con la voz quebrada.
—Una hija de fascistas.
La pequeña agarró con más fuerza el pedazo de tela. Ahora era el momento de mostrar su valentía, de defender el legado de su madre.
—Pero, señora —dijo otra voz—, ¿no decía usted que aquí no quedaba nadie?, ¿que esto no era ni convento ni colegio?
—Solo es una niña, una niña.
—Ya sabe: los niños son el futuro, señora. Se viene con nosotros… o se queda aquí.
Una mano agarró a Emilia del brazo. En seguida le vino a la memoria el día en que se la llevaron del pueblo y quiso recuperar el olor de nieve de fresa, pero sólo le llegaba el áspero del ladrillo quemado.
De pronto, la madre Dolores estalló en un arrebato de furia. Comenzó a gritar, a dar patadas al aire.
—¡Canallas! —gritaba— ¡Dios os castigará! ¡La niña no! ¡La niña no!
Emilia empezó igualmente a gritar, a patalear, a berrear como una animal herido.
—¡Que se callen las dos!
Alguien le tapó la boca a la niña, pero ella mordió la carne hasta que la sangre tibia le llegó a los labios. Oyó un quejido, se notó libre y echó a correr con todas sus fuerzas. Oía tras de sí la voz de la madre Dolores.
—¡A la niña no! ¡A ella no!
Antes de doblar la esquina, creció a su espalda un alboroto de voces y golpes. Al encarar el pasillo del prado de los colores, oyó un disparo.
No paró de correr con su mano bien cerrada. Las baldosas mezclaban el blanco y el negro. Una esquina más y al fin allí, al fondo, estaba la salida al patio. En ese momento, le llegó un eco de botas en el suelo. Alcanzó la puerta y zarandeó el picaporte; estaba cerrada. No miraba atrás, pero oía los pasos acercándose; botas que se agigantaban con cada pisada. Entonces, se quedó quieta. Contuvo las lágrimas que se le mezclaban con el sudor en una pasta salada. A su espalda, un gigante de barba roja estiraba el brazo hacia ella. Posó la mano sin fuerza sobre el picaporte; cerró los ojos. Olía el sudor pegajoso del jayán desdentado, su aliento de huevo podrido, sus manos peludas. Con los ojos cerrados, contó hasta tres; un gruñido le rasgaba la nuca; movió hacia abajo la mano. El pestillo cedió y la puerta se abrió.
—¡Emilia, hija!
La sonrisa de nata de la hermana Luisa la recibió al otro lado.
Ya en la calle, Emilia abrió la mano y contempló una vez más su pedazo de tela brillante y suave. La imagen que ahora miraba, la del convento ardiendo al atardecer, repetía los mismos colores de su banderita: el morado del crepúsculo, el rojo del fuego y el amarillo de las llamas. Y así se le ocurrió el nombre para el nuevo olor de su álbum: tres colores.
En Madrid, el cielo era un lento suspiro cárdeno.