El poeta es un fingidor, decía Fernando,
finge amar eternamente, algo así.
Por eso, observa, en el río de mi ciudad fluye lo eterno
(que no conocemos porque nada es eterno).
El enmarañado viento de la costumbre se introduce en el sinuoso
silencio de su cauce,
inclina la hierba así como el tiempo nuestras vidas
(que tampoco conocemos).
Los ojos de las gaviotas podrían sospechar hacia dónde
fluye lo eterno.
Ellas viven para no saber, y en eso se acercan al río,
no como nosotros que sólo estamos en la orilla, ensayando palabras.
Por eso sólo deberían hablar las piedras, la yerba del otoño,
las nubes que veo fuera de mi pensamiento.
No debería existir el poeta.
La poesía debe existir sin que necesitemos llamarla poesía.
Si las piedras hablaran no dirían te amo, amarían.
Si la yerba del otoño hablara o si las nubes negras que veo
fuera de mi pensamiento hablaran, no dirían te amo: amarían.
Si yo hablara este papel te estaría amando ahora mismo
entre las ramas que tocan el suave curso de mi río,
o en los bordes donde el corazón siente, no lo eterno,
sino el lamento de un ciervo que sueña con lo transparente,
el susurro de una semilla negra.
Y con las formas del crepúsculo en tus ojos,
creyendo en las sombras de los pájaros que arrancan nubes,
más allá del último reflejo del río amarillo de mi ciudad,
te amaría como un ciervo que sueña en una semilla negra
el susurro de lo transparente,
el suicidio de los pájaros que sienten llegar la noche.
Ahora finjo ser poeta; finjo mirar desde la ventana
de un hospital las torres de luces del estadio,
los edificios torpes en el universo,
los hostales donde murmuran las cucarachas,
hijas santas del amor.
La neblina y el sol pasajero secretan un extraño recuerdo.
Pero no hay palabras, nunca hay palabras.