Supongamos -es sólo una forma de hablar-
que llegan a tus manos algún día
esta especie de versos que te escribo.
Supongamos que incluso los aceptas,
que no me los arrojas a la cara
-no quiero ni pensar en estar yo delante-,
que por educación, aunque indignada
los ojeas, lees títulos.
Supongamos que en ese momento no los rompes,
que los guardas de forma furtiva
para que nadie sepa su existencia,
que no los arrinconas al fondo de un cajón,
que aprovechas que no te ve nadie
para pasar la vista por encima.
Supongamos -es mucho suponer-
que encuentras un poema que no te desagrada,
que durante un segundo
te planteas incluso indultarlo del fuego
-digo fuego lo mismo que podría
decir trituradora de papel-.
Supongamos que lloras, que la rabia
-ya digo que esto es mucho suponer-
te decide por fin a dar un manotazo
y a retirar el rostro de lo escrito.
Ya puedo imaginarte haciendo dos llamadas
-a mi jefe, seguro que una de ellas-
para evitar que vuelva a tu oficina
-al fin y al cabo sobra gente por todos sitios-.
Supongamos.