La ciudad se colapsa cuando el cielo rompe a llorar.
Un clamor de bocinas recorre el aire humedecido,
los coches se molestan
y dentro, los conductores, apenas si pueden contenerlos.
Los viandantes corren de un lado para el otro.
Despavoridos,
como si cayera ácido,
en lugar de agua.
La ciudad es un campo de batalla cuando el cielo rompe a llorar.
Cadáveres de paraguas multicolores desperdigados
por la avenida principal.
El luminoso de la farmacia anuncia la hora y la temperatura.
El puesto de la frutería permanece abierto,
la dueña asegura
que, con el agua,
luce mejor el género.
La ciudad se desviste cuando el cielo rompe a llorar.
El tranvía separa efímeramente la calle en dos mitades
y las campanas repican.
Las gotas traen consigo una calma nerviosa
que amenaza convertirse en perenne.
En algunos ojos,
un relámpago,
es un puñal dorado.
La ciudad redime sus pecados cuando el cielo rompe a llorar.
Las lágrimas calan las banderas de los edificios
como siempre lo hicieron.
El asfalto es mala mejilla para recibir el llanto
y produce un constante sonido lastimero.
Algunas noches
se asemeja
a tambores de guerra.
La ciudad se esconde en los zaguanes cuando el cielo rompe a llorar.
Huellas barrosas forman un mosaico sobre las losas de mármol
que el tiempo ennegreció.
Los animales se miran los unos a los otros,
parecen comunicarse por señas.
Se saben a salvo
porque, todavía,
conservan el instinto.
La ciudad se olvida de sí misma cuando el cielo rompe a llorar.
La multitud huérfana busca cobijo en cualquier lugar
y un tipo enlutado observa.
Asesina con ternura el estruendo urbano
con un suspiro sosegado.
No existe calor
que vaporice
corazones encharcados.
La ciudad crea héroes fugaces cuando el cielo rompe a llorar.
El tipo misterioso se dice que un fenómeno meteorológico
no puede ser tan condicionante.
Hace mucho aprendió que, tarde o temprano,
todos nos acabamos mojando.
Se cala su sombrero
y camina. Solo.
Bajo la tormenta.