I
La luz resbala en el silencio
de estos edificios, se te escapa
como un pez de las manos de un niño,
carda sus hebras en las mínimas
variaciones del día, y se sumerge
entre sus intervalos, su hilatura
espesa: por los resquicios de tu nombre,
por las ventanas y las tejas, toda
entregada a su desaparición.
Es el trazo improbable de la vida
y su insignificancia. No hay palabras.
Todo funciona en una maquinaria
invisible de pájaros y huecos.
II
Que el amor nos destruya en el hueco de la espiga,
entre las cavidades de la hiedra,
y abril, con sus mañanas humedísimas,
nos encuentre descuartizados en la luz.
¿Qué franja hay de la imaginación a la ceniza?
La descomposición del pensamiento es sólo este dibujo de
pájaros,
esta botánica de pérdidas
que dejan las palabras tras su marcha.
III
Para qué la emoción si puedo hacerme
con esta expectativa del mimbre,
de las urces. No la terquedad
del sentimiento: la captura,
el arrabal de cuerpos, su engranaje.
Sólo sentir cómo me alcanza la última
ola. El frágil mecanismo. Ese
viento que abre la densidad de hojas,
el atropello de álamos al alba.
Porque no hacen falta pálpito o ternura,
el deseo o sus frutos invisibles.
Más allá se tocan nuestras manos.
No habrá pájaros para su sutura.