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263- A zarpazo, mordisco. Por Tóber Llacur

He desempolvado un viejo ladrido del pecho;
doy vueltas ante mí mismo por aplacar esta ansia.
No debería escarbar ni memoria ni suelo
colmando mis uñas de enterrado silencio.
He sido un perro que sepulta los huesos
envueltos en carne olorosa y lozana,
cuya piel broncínea de antaño ya será herrumbre.
Hoy ladré acusando a mis celos de entonces,
aunque aplaudí mis dudas de siempre,
cuando mi rabia espumando de injurias
se libró del bozal tras conocer su traición.
Me envilecí a sabiendas de que ya no era mía;
que su voz cadenciosa, su cola y sus mimos
otras manos sobaban, y no me era justo.
Embadurné su perfidia con mi sarna de encierro.
De su lengua lamiendo mi tonta sonrisa
al despertar día a día, no supe más.
Su futuro impactó contra mi furioso presente.
Antes de arrebatar el aire a su alma
la llamé perra, ¡perra insensible!,
mientras ella lloraba, sangrando el adiós.
Nunca debí decirle tal cosa en su muerte
pues la gatita que conocí primorosa,
con la cual me casé para toda la vida,
fue la mujer de mis sueños de hombre.
Aunque acabara revolcándose con las ratas
que hipócritamente me llamaban amigo.

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