Un banco liso, enorme, largo
de mármol negro
en la puerta de la biblioteca
de una universidad privada.
Durante un par de días
vi en él a un hombre
envuelto en una manta. Dormido.
Los estudiantes lo rodeaban en sus descansos,
jóvenes, enérgicos,
fumaban sosteniendo su propio codo,
charlaban y reían de pie,
cotorreaban felices.
Al cabo de los días
a todo lo largo del banco
cada medio metro
la universidad había colocado
unos separadores de metal,
unos artilugios metálicos cortados delicadamente,
soldados con mucho cuidado,
moldeados con todo el cariño,
de punta a punta,
de canto a canto del asiento.
Lo llamaban “agarraderas”,
“utensilio de primera necesidad”,
pero no era más que una manera
de contribuir con la moderna
e inhóspita
arquitectura del edificio.