¿Haití? En pie, cuatro casas de madera,
dos ríos pálidos de melancolía
y, devenido en charco de sangre, un sol
cuyo oficio consiste en ser famélico
porque brilla mejor y peor a ratos.
¿Haitianos? ¡Ay, de rodillas y víctimas
pereceis sumidos bajo las ruinas
de una fatalidad precuaternaria!
¡Sufrís mis cachimbeos de Papanoel
vestido con traje y sombrero negros,
como esos sepultureros de western
que en vudú representan La Muerte!
¿Papa Doc? C’est moi. Soy el Voodoo King
que sobre escalofríos tristes camina
prolongándose en su penar gozoso.
C’est moi, le Docteur François Duvalier,
un magnicida de pobres en serie,
ejecutor de chiflados haitianos
con jauría incorporada (mis fieles
Les Tonton Macoutes sanguinarios)
y, aunque ya no cure vuestros dolores,
llameo cargado de grillos, de noches,
de cráneos por mi jardín esparcidos.
¡Tosed sangre, dulcemente, a mi paso!
Miro en torno y sólo agonía veo.
Mi perro mastín os lleva en la boca
con su sonrisa al borde de la rabia.
Vosotros sois para él un alimento
consagrado, aunque insípido y caduco.
Cometo asesinatos dobles, triples,
cuádruples como bypasses aciagos
y en lo alto pedorreo, eructo y vuelo,
olvidándome de masacrar lo obvio.
Le doy vueltas y vueltas, y entre medias
me voy poniendo y poniendo cachondo,
con un blando bebé recién cobrado
bajo el brazo, descoyuntado y zombi.
¡Desagüen los mares! ¡Sequen la isla!
Nada hay de común entre ella y la tierra.
Su primavera aguarda bajo el fondo.
Es toda una hazaña. Mi venganza.
Pero tan fría como un cañón de pistola.
¡Sucede que Dios es negro y yo soy Dios!
Siento nacer en mí un hombre nuevo
–sádico criminal de ruiseñores–
y a mi insomnio, regresan las locuras
allá donde los ahogados duermen.
¿Mi trineo? Un ataúd de niña blanca
y pura. Un ataúd blanco de pura niña.
Un puro ataúd de niña negra. E impura.