Pues
sí, joven colega. Chico o chica. Pensaba en
ti mientras tecleaba el artículo de la
semana pasada. Recordé tus cartas
escritas con amistad y respeto, el
manuscrito inédito -quizá demasiado torpe o
ingenuo, prematuro en todo caso- que me
enviaste alguna vez. Recordé tu solicitud de
consejo sobre cómo abordar la escritura.
Cómo plantearte una novela seria. Tu
justificada ambición de conseguir, algún
día, que ese mundo complejo que tienes en la
cabeza, hecho de libros leídos, de mirada
inteligente, de imaginación y ensueños, se
convierta en letra impresa y se multiplique
en las vidas de otros, los lectores. Tus
lectores.
Vaya
por delante que no hay palabras mágicas. No
hay truco que abra los escaparates de las
librerías. Nada garantiza ver el
fruto de tu esfuerzo, esa pasión donde te
dejas la piel y la sangre, publicado algún
día. Este mundo es así, y tales son las
reglas. No hay otra receta que leer,
escribir, corregir, tirar folios a la
papelera y dedicarle horas, días, meses y
años de trabajo duro -Oriana Fallacci me
dijo en una ocasión que escribir mata más
que las bombas-, sin que tampoco eso
garantice nada. Escribir, publicar y que tus
novelas sean leídas no depende sólo de eso.
Cuenta el talento de cada cual. Y no todos
lo tienen: no es lo mismo talento que
vocación. Y el adiestramiento. Y la suerte.
Hay magníficos escritores con mala suerte, y
otros mediocres a quienes sonríe la fortuna.
Los que publican en el momento adecuado, y
los que no. También ésas son las reglas. Si
no las asumes, no te metas. Recuerda algo:
las prisas destruyeron a muchos escritores
brillantes. Una novela prematura, incluso un
éxito prematuro, pueden aniquilarte para
siempre. Lo que distingue a un novelista es
una mirada propia hacia el mundo y algo que
contar sobre ello, así que procura vivir
antes. No sólo en los libros o en la barra
de un bar, sino afuera, en la vida. Espera a
que ésta te deje huellas y cicatrices. A
conocer las pasiones que mueven a los seres
humanos, los salvan o los pierden. Escribe
cuando tengas algo que contar. Tu juventud,
tus estudios, tus amores tempranos, los
conflictos con tus padres, no importan a
nadie. Todos pasamos por ello alguna vez.
Sabemos de qué va. Practica con eso, pero
déjalo ahí. Sólo harás algo notable si eres
un genio precoz, mas no corras el riesgo.
Seguramente no es tu caso.
No
seas ingenuo, pretencioso o imbécil: jamás
escribas para otros escritores, ni
sobre la imposibilidad de escribir una
novela. Tampoco para los críticos de los
suplementos literarios, ni para los amigos.
Ni siquiera para un hipotético público
futuro. Hazlo sólo si crees poder escribir
el libro que a ti te gustaría leer y que
nadie escribió nunca. Confía en tu talento,
si lo tienes. Si dudas, empieza por
reescribir los libros que amas; pero no
imitando ni plagiando, sino a la luz de tu
propia vida. Enriqueciéndolos con tu mirada
original y única, si la tienes. En cualquier
caso, no te enfades con quienes no aprecien
tu trabajo; tal vez tus textos sean
mediocres o poco originales. Ésas también
son las reglas. Decía Robert Louis Stevenson
que hay una plaga de escritores
prescindibles, empeñados en publicar cosas
que no interesan a nadie, y encima pretenden
que la gente los lea y pague por ello.
Otra
cosa. No pidas consejos. Unos te dirán
exactamente lo que creen que deseas escuchar;
y a otros, los sinceros, los apartarás de tu
lado. Esta carrera de fondo se hace en
solitario. Si a ciertas alturas no eres
capaz de juzgar tú mismo, mal camino llevas.
A ese punto sólo llegarás de una forma:
leyendo mucho, intensamente. No cualquier
cosa, sino todo lo que necesitas. Con lápiz
para tomar notas, estudiando trucos
narrativos -los hay nobles e innobles-,
personajes, ambientes, descripciones,
estructura, lenguaje. Ve a ello, aunque seas
el más arrogante, con rigurosa humildad
profesional. Interroga las novelas de los
grandes maestros, los clásicos que lo
hicieron como nunca podrás hacerlo tú, y
saquea en ellos cuanto necesites, sin
complejos ni remordimientos. Desde Homero
hasta hoy, todos lo hicieron unos con otros.
Y los buenos libros están ahí para eso, a
disposición del audaz: son legítimo botín de
guerra.
Decía
Harold Acton que el verdadero escritor se
distingue del aficionado en que aquél está
siempre dispuesto a aceptar cuanto mejore su
obra, sacrificando el ego a su
oficio, mientras que el aficionado se
considera perfecto. Y la palabra oficio no
es casual. Aunque pueda haber arte en ello,
escribir es sobre todo una dura artesanía.
Territorio hostil, agotador, donde la musa,
la inspiración, el momento de gloria o como
quieras llamarlo, no sirve de nada cuando
llega, si es que lo hace, y no te encuentra
trabajando.