Ignora quién, de los incontables desconocidos
que pasaron por su cuerpo, por un cuarto de dólar, desde antes de
cumplir los ocho años, le contagió el sida. Ni siquiera sabe qué es eso,
aunque es posible que sea debido a ello su cansancio y su constante
malestar. Por fortuna aprendió rápidamente que en el vertedero de
Korogocho (Nairobi) no hay lugar para enfermos, allí sólo mueres: un
poco cada día o de golpe, pero tanto la vida como la enfermedad están
negadas en aquel lugar. Y aprender pronto esa lección posibilita, de
algún modo, sobrevivir o, mejor dicho, sobremorir allí.
Todos los días, desde que ella puede recordar, los hombres llegan del
vertedero de rebuscar en las inmensas montañas de basura algún residuo
con un mínimo de utilidad, beben, ríen y comienzan a ir en busca de las
chicas. Ella comparte habitación con dos compañeras más y los hijos de
éstas. Allí viven y trabajan las tres, incluso en presencia de los
niños. Lo ideal sería hacer una media de entre tres y cinco servicios
diarios, hay que pensar que no sólo cuentan sus necesidades: ella y las
otras como ella se encargan de ayudar a los hijos pequeños de compañeras
ya desaparecidas (la esperanza de vida es de treinta años). Es un
acuerdo tácito pero tiene tanto valor como el más prestigioso y
reconocido de los documentos.
No conoce otro mundo. No es capaz de imaginarse la vida sin pensar en un
inmenso burdel; por fortuna no tiene que añadir a su vida el
conocimiento del no-dolor, con lo cual el dolor se convierte en su
habitad natural, y lo insufrible resulta cotidiano y conocido. No tiene
idea de que en otros puntos del globo se celebran conferencias, mesas
redondas y debates sobre el sufrimiento de muchos otros niños como ella:
esclavos del sexo, del trabajo, de guerras, de continuos abusos, saqueos
y expolios a la niñez. No lo sabe, ni le importa. En realidad hasta hoy
ninguna conferencia o reunión ha conseguid variar un ápice la
trayectoria de su vida.
En su infinita desgracia tiene la suerte de no saber (así nos evita la
vergüenza doble a quienes lo sabemos) que hay mujeres que emplean
cientos de millones de pesetas en hacerse por encargo unas sandalias de
brillantes, o en colgarse en el cuello joyas por un valor suficiente
como para sacar del infierno del vertedero y de la prostitución a casi
todas las niñas que conoce.
Ajena a todo, lo único que sabe es que en Korogocho se dice que al salir
el sol tienes que correr: tanto si eres gacela como león. Pero ella cada
día puede correr menos, y cada día tiene más leones persiguiéndola. Sabe
que cuando el cansancio la rinda se dejará caer y nadie llorará por
ella, pero otra niña ocupará su puesto en la cama. Las llamas del
infierno son difíciles de apagar y aunque hay muchas eurídices
consumiéndose no hay orfeos que vengan a rescatarlas.
Entretanto las televisiones del resto del mundo seguirán denunciando
casos de corrupción, regurgitando a través de cámaras ocultas la mierda
que obstruye los alcantarillados del alma del primer mundo. Cambiarán
las imágenes de destrucción y de angustia de los distintos lugares de
nuestro planeta, habrá quienes se solidaricen por unas horas, por unos
días -con un poco de suerte-, se evitará, incluso, alguna muerte inútil,
pero se abandonará siempre a su suerte a los desheredados. Parafraseando
al poeta: Sufran otros el infierno/ inmundo y sus agonías,/ mientras
ocupan mis días/ debates y refrigerios.
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