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Por FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES CÁTEDRA IBEROAMERICANA ITINERANTE DE NARRACIÓN ORAL ESCÉNICA (CIINOE)
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En mi familia siempre se asombraban de que mi madre, cuando yo aún no había nacido, pero ya estaba en su vientre, no sólo me hablaba y me cantaba, sino que me contaba cuentos de principio a fin. Sé que quien soy tiene que ver con el hablar de mi madre durante mi infancia. Sé que si soy un lector apasionado desde la niñez, uno que, cuando fuera mayor, deseaba escribir libros; sé que si desde la infancia contaba oralmente a mis compañeros de aula; sé que mi afán por la comunicación; sé que mi victoria desde la oralidad sobre la timidez y la inseguridad y el temor al ridículo; sé que todo esto y más, ha sido posible porque mi madre tenía la sabiduría del hablar amoroso y del contar oralmente. Mi madre, con una parte de ascendencia toledana, de joven era de cabello rubio ceniza, de ojos azules, delgada, luminosa, pero la auténtica fuerza de su encanto estaba en sus valores y en sus acciones, en su capacidad para decir la verdad, en su sensibilidad, en su optimismo y sentido del humor, en la permanente conciencia de la existencia del otro, de los otros, y, mucho, en el poder de sugerencia, en la fuerza evocativa de sus conversaciones, en la energía de sus positivas respuestas, y en el vigor de las anécdotas y cuentos orales que con buen gusto en las palabras, la voz y los lenguajes del cuerpo, contaba, acompañados por cuentos de nunca acabar, adivinanzas, decires, máximas, refranes, trabalenguas y, entre mucho más, acompañados también por canciones. En el silencio de las noches de una capital de provincia, a lo largo de mi niñez, en los años cincuenta del siglo pasado, mi madre abría ante mi mirada, una y tantas veces, un pequeño cofre que antes había sacado del armario y depositado sobre el amplio lecho matrimonial. Sacaba decenas y decenas de fotos de familiares y amigos y las esparcía como al descuido sobre la cama, y, después, al azar, elegía dentro de una atmósfera mágica dos o tres fotos, y esa noche me narraba la historia de la persona o de las personas fotografiadas, los rasgos de la personalidad y el carácter de cada una; me narraba cómo era la totalidad del sitio donde había sido tomada la foto, cómo era la ciudad por entonces; y me hablaba de costumbres, sentimientos y sucesos; para finalizar diciéndome por qué estaba esa foto en el cofre y cuál era la importancia afectiva de cada persona para ella o para mi padre o para mi abuelos, mis tíos abuelos o mis tíos. En ese mismo cofre estaban las tarjetas postales, con parejas fotografiadas o dibujadas a color, que mis padres se habían enviado, entre sí, cuando eran novios, allá por los primeros años de la década de los cuarenta; y en los reversos de las postales estaban, a tinta, con sus letras, las ingenuas y transparentes palabras de amor y palabras de esperanza intercambiadas. Algunas de aquellas noches, mi madre elegía además de las fotos, una de las tarjetas, leía en voz alta las palabras amorosas, y me narraba algún momento del amor, de la relación entre mi padre y ella. Una relación de auténtico amor la de mis padres, de amar con humanidad; una relación de comunicación profunda y de lealtad que duró por más de cincuenta años, envolviendo todo lo que estaba en su entorno y esparciéndose hacia el mundo, hasta que ya en este siglo, con más de ochenta años cada uno, se despidieron de todos con una diferencia de tres meses justos entre una y otra despedida. En mi niñez, mi madre me sacaba a dar largos paseos y me iba mostrando lo maravilloso que era cualquier entorno si uno tenía ojos para ver y capacidad para comunicarlo y compartirlo, y me señalaba y comentaba los innumerables tesoros, desde los hermosos dibujos del hierro en las rejas de las ventanas y en los balcones hasta la armonía de los colores en los vitrales de una u otra puerta; desde el borde dentado de una hoja hasta la diferencia con el borde regular de otra, hojas que me hacía tocar con delicadeza para no dañarlas; como me hacía aspirar el perfume de unas y de otras flores, o el olor del pan recién hecho en la panadería o de las especies en las tiendas de comestibles; como me develaba sabores, sensaciones, sonidos, melodías.
Mi madre no sólo tenía tiempo para conversar conmigo, a pesar de lo mucho que trabajaba y de lo difícil de nuestra economía familiar; no sólo siempre tenía tiempo para contarme y cantarme y estimular mi imaginación y enseñarme y atender a mis comportamientos; sino que además, siempre tenía tiempo para responder a todas mis preguntas, y lo que es tanto como responder en las conversaciones, en la oralidad y la comunicación, tiempo para preguntarme. Mi madre y mi padre (que me llevaba al cine y que, aún siendo menos conversador, hablaba conmigo de las películas y de su trabajo y de los esfuerzos por construir un mundo mejor, y que también me respondía y me preguntaba) están vivos en su amor, y vivos en el extraordinario amor que me dieron. Mis padres testimoniaban, tanto con su amor como con su enamoramiento que no terminó nunca, con su respeto por el otro y con ése ponerlo primero que tampoco terminaron, que el amor es cierto, que es cierta la pareja, que es cierto el infinito. Unos meses antes de morir mi padre me escribía: “Sabes que no he amado a nadie como he amado a tu madre. Sabes que tu madre es el amor de mi vida. Prométeme que la ampararás con todo lo que nos amparas ahora que todavía somos dos.” Mi padre no lo dudaba, toda nuestra historia común es una historia de solidaridad compartida, recíproca, pero desde su amor por mi madre tenía que tener mi promesa para poder despedirse. Mi madre, por su parte, muchas veces me dijo, de muchos modos, que aguantaría para despedirse la última porque sabía que mi padre no podría vivir sin ella, y no estaba dispuesta a causarle ese dolor; y, aunque era la más enferma de los dos, se despidió cuando dejó todo en orden respecto a mi padre y la partida de éste. En mi familia, en el hogar de mi niñez, la oralidad también estaba viva en mi abuela y en mi tía abuela y en mi tía, y en los familiares y amigos y vecinos que, con tanta frecuencia, iban a mi casa, a refugiarse en el amor y en la alegría y en el sentido común y en la mirada positiva que allí danzaban. Iban a mi casa a conversar largo, a contar. La oralidad me llevo de modo natural a la lectura, al ansia de conocer, de aprender, de comunicarme, de investigar, de ser útil. La oralidad me llevó al ansia de crear, un ansia que afortunadamente no termina nunca.
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