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LA REINA CADÁVER.

 

© Francisco Arsis Caerols

DONDE EL DEO CAE…

El dedo se detuvo esta vez frente a una imagen realmente impactante. Se trata nada más y nada menos que de la “Coronación de la reina portuguesa Inés de Castro”. Creo que es una historia digna de formar parte de una novela, y no me disgustaría en absoluto dedicarme algún día a escribirla. Quién sabe…
La he titulado “La reina cadáver”, inspiración propia sobre esta increíble y apasionante historia.

Reina_muerta


LA REINA CADÁVER

Hoy ocupamos al fin el trono de Portugal, amada mía. Sigues resplandeciente e igual de bella que el primer día, aquel en que mis ojos se cruzaron con los tuyos cuando llegaste junto a Constanza, mi primera esposa, como su dama de compañía. Pero solo yo puedo verte tal y como eres. Es así y siempre lo será.

Fue inevitable que yo me enamorase de ti, Inés mía. Eran tus azules ojos, cautivadores hasta el ensueño, los que me trastornaron, haciéndome perder el juicio. Ya solo tú podías existir para mí, y nadie más. Constanza no tenía la culpa; tampoco tú. Pero dime, ¿qué hombre podría no perder la cabeza por ti, nada más verte?

Oh, cómo he adorado tu cuerpo, Inés. Jamás creo que exista mujer como tú, bendito y hermoso rostro, cabello dorado mío, cuello de cisne. Tú, hija de don Pedro Fernández de Castro y doña Aldonza Soares de Valladares, por la gracia de Dios. El día que naciste un ángel caído del cielo debió rozarte con alguna de sus alas, otorgándote tu inigualable belleza.

Hubiera muerto de dolor, de no ser correspondido por ti. Pero, para dicha mía, me amaste como yo te amé a ti, siempre. Y por eso no creo que haya vivido hombre en la tierra más dichoso que yo, Pedro I de Portugal, príncipe hasta ayer, y desde hoy mismo rey de los lusitanos. Y hoy también ha llegado por fin el momento de mi ansiada venganza. Sí, dentro de unos instantes nos vengaremos, mi amada, como es de rigor.

Sin embargo, antes debo sacarte de tu lecho, en el que llevas postrada desde hace tanto tiempo. Yo sé bien que todos mis súbditos deben rendirte honores, aunque esa no sea la única razón por la que deba despertarte, Inés mía. Oh, ¡cómo he podido aguantar tanto tiempo sin tu compañía, sin embeberme de la gracia de tu rostro y sin acariciar ni besar hasta el último rincón de tu sonrosado cuerpo! Por eso debo regresarte a la vida, Inés, colocándote en tu trono junto al mío propio.

Aún debería maldecir a mi señor padre, el hasta ayer rey de Portugal Alfonso IV, pero decidí perdonarle antes de su muerte. Fueron años de fraticida lucha, y bien merecido se tenía que su propio hijo le disputase el trono. Jamás lo hubiese hecho de no saber que él ordenó tu muerte, Inés. Fue un acto vil, despreciable, y sus razones de nada servían. ¿Proteger el futuro de su nieto Fernando? Sí, era el único hijo superviviente de Constanza, pero… ¿acaso no eran también nietos suyos nuestros hijos?

La verdad era mucho más seria para mi padre. En realidad temía la intromisión en su reino de los castellanos, sabedor del parentesco de tus progenitores con aquella familia real. Odiaba a Castilla, y le repugnaba imaginar sentado en su trono a un descendiente de sus acerbos enemigos. Sin embargo, mi padre conocía sobradamente que los dos nos habíamos casado en secreto nueve años después de la muerte de Constanza, y que, por tanto, nuestros hijos habían dejado de ser bastardos, convirtiéndose en verdaderos pretendientes legítimos, dentro del orden sucesorio, a la corona de Portugal. Tres asesinos envió mi padre para acabar contigo, Inés, a pesar de saber que se trataba de un acto cruel y despreciable. Matar a una inocente mujer… ¿acaso tenía perdón de Dios?

Supo aprovechar mi ausencia, mientras me hallaba en una cacería, para consumar el crimen. Pero tú conociste la verdad sobre sus intenciones antes de su llegada a Coimbra, nuestro refugio de amor, acompañado de sus tres malditos sicarios. Y cuando ibas a morir en su presencia, lograste afectarle con tus lágrimas y ruegos para que no te matase, dejando a nuestros cuatro hijos huérfanos de madre. Por desgracia, aún aquellos infames y ruines caballeros lograron convencerle justo antes de que abandonara la ciudad, regresando estos con su consentimiento para perpetrar tan vil asesinato.

Te apuñalaron sin piedad delante de nuestros vástagos, un acto de cobardía tal, que juré no descansar hasta que fueras vengada algún día con el ajusticiamiento de los culpables, incluido mi propio padre. Pero a él le perdoné, porque supo pedir perdón y reconocer su terrible error. Al fin y al cabo, se hallaba en su lecho de muerte, anciano y decrépito, y consideré que era lo correcto. Sin embargo, ah, muy distinta era la situación de aquellos tres asesinos, con los que jamás tendría clemencia de caer en mis manos.

Y al final cayeron en mí poder, sí, amada mía, entregados por los propios castellanos. Hoy podremos vengarnos, el día en que ambos nos sentaremos por vez primera en el trono, haciendo que nuestros cortesanos te rindan póstumo homenaje y sepan reconocerte como la auténtica soberana de la corona de Portugal. Tú misma podrás ser testigo de ello, y de la ejecución de aquellos que osaron separarte de mi lado para siempre.

Haré que todo el mundo se postre ante ti, hasta el último de mis súbditos. Para ello, ordenaré que las cortesanas te vistan como sólo a una reina puede hacerse, y seas después coronada a la vista de todos. Mi hijo Fernando, nuevo príncipe heredero y fruto de la unión con mi anterior esposa Constanza, será el primero en rendirte los honores debidos, siendo colocado a la derecha del trono, para que no pierda ningún detalle sobre la ceremonia.

Hoy, Inés mía… es nuestro gran y póstumo día…

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Pedro I de Portugal subió al trono en el año 1357, tras la muerte de su padre Alfonso IV. El mismo día de su coronación mandó exhumar el cadáver de su segunda esposa Inés de Castro, haciéndola colocar a su lado en el trono para que todo el mundo le rindiese póstumo homenaje, y la reconociese como legítima reina de Portugal, queriendo desagraviar así su entredicho honor.
No satisfecho con ello, mandó también colocar frente al trono a dos de sus tres asesinos, a los cuales atravesó con su espada sacando a ambos de cuajo su corazón; al primero, llamado Pedro Coelho, por el pecho, y al segundo, de nombre Diego López Pacheco, por la espalda.
Después de aquel día, tras unos honrosos y duraderos funerales, el cuerpo de Inés fue colocado en la ciudad portuguesa de “Alcobaça” en un sepulcro realizado de mármol blanco con su propia efigie. A pocos centímetros fue construida la del propio rey, quien mandó disponer las dos tumbas de tal forma que ambos se tocaran los pies. Así, si alguna vez resucitaba, lo primero que vería sería la imagen de su eterna amada.

© Francisco Arsis Caerols