Donde el dedo cae...


EL BAR DE LAS FOLIES BERGÈRE – PARTE II (FINAL)

© Francisco Arsis Caerols

 

 

Al dirigirse Suzon hacia el bar en que debía atender a los invitados, tras abandonar el cuarto que le había servido como vestuario, quedó de nuevo maravillada al observar de qué forma había aumentado el amplio local en número de clientes, en tan solo unos pocos minutos. Era casi llegado el momento del inicio del espectáculo, con la estelar actuación aquella noche de una famosa artista americana llamada Katarina Johns, la cual hacía tiempo que se había convertido en un atractivo reclamo para atraer a numeroso público. No en vano, sus proezas acrobáticas, contoneos e insinuaciones sexuales conformaban una mezcla tan explosiva como productiva para quienes optasen por contratarla. Aún así, la auténtica vida del Folies Bergère no la provocaba sino la propia presencia de sus habituales asistentes; bohemios, dandys, burgueses, artistas,… incluso aquellas despampanantes mujeres llamadas cocottes, arrebatadoramente hermosas con sus pomposos vestidos, amplios sombreros y enguantadísimas manos, que bien servían de agradable y gustosa compañía a más de uno. En definitiva, el Folies Bergère se resumía en un lugar frecuentado por cientos de hombres de buena presencia en busca de diversión e infinidad de placeres, como sin duda lo era fumar, beber o alternar con preciosas y variopintas mujeres. El fondo era que, detrás de toda aquella parafernalia que envolvía al Music Hall parisino se escondía una patente realidad, y que no era otra que servir de plataforma para el más bajo de los negocios, aunque no por eso el menos productivo, sino más bien todo lo contrario: la prostitución de lujo. Por ejemplo, bien sabido por todos era que la mayoría de mujeres sin compañía masculina jamás lograban penetrar en el cabaret, pues solo aquellas que presentasen en la entrada una de las tarjetas expedidas para la ocasión, y que el dueño y principal accionista entregaba únicamente a quienes consideraba más hermosas a la vez que despampanantes y cautelosas prostitutas, lograban hacerlo sin traba alguna.

Pero regresemos a Suzon, aquella alegre muchachita proveniente de los arrabales parisinos, y que había tenido la suerte de conseguir uno de los empleos de camarera existentes en el Folies Bergère. Las muchachas parisinas como ella eran solicitadas cada vez más en restaurantes, cafés, grandes almacenes y todo tipo de lugares de ocio de París. Y para ellas, ocupar uno de aquellos mostradores suponía un verdadero sueño que resultaba a veces inalcanzable. Pero también una parte de las que lo lograban utilizaban dicho trabajo como trampolín para alcanzar metas mayores, y que al final no eran otras que seducir a hombres ricos que acabasen manteniéndolas o terminar proporcionándoles a estos excitantes aventuras de una sola noche y bajo desorbitadas cantidades, como auténticas prostitutas de lujo.

Aunque, bien es verdad, este no era el caso de Suzon, o al menos a ella ni se le ocurría algo semejante, ni lejanamente parecido. Había tenido la suerte de encontrar aquel trabajo, sí, pero de una forma honrada, gracias a los informes de uno de sus parientes cercanos que tenía cierta amistad con el responsable del local. Pero el trasfondo era otro, y la muchacha ni siquiera lo imaginaba, o se negaba rotundamente a pensar en tan deshonesta suposición. Y es que, partiendo de que los sueldos que recibían estas chicas detrás de los mostradores eran poco menos que raquíticos, la gran mayoría de los hombres que las frecuentaban esperaban siempre al acecho hasta que, tarde o temprano, acabaran sucumbiendo a la tentación del lujo y el dinero fácil.

Tras ocupar su sitio, en uno de los tres bares colocados en el entresuelo del cabaret, la muchacha del flequillo dorado comenzó su tarea de atender a toda la clientela. Rápidamente, comenzó la multitud a acercarse a la barra de mármol, solicitando alguna de las variadas y clásicas bebidas servidas en el local desde hacía años. Por ejemplo, las botellas del mejor champagne, como las supremas “Heidsieck” y “Pommery”, resguardadas en hielo; los más variados licores de fresa, menta o frambuesa, o la rubia y típica cerveza inglesa. Encima de la barra, Suzon tenía colocadas todas aquellas bebidas que a menudo reclamaban los clientes, con docenas de vasos y copas y algún que otro jarrón repleto de mandarinas y otras frutas, o delicadas rosas rojas y amarillas.

Mientras tanto, el dandy Manet esperaba paciente a sus dos preciosas amigas, las cuáles solían acompañarle al Folies Bergère siempre que surgía la ocasión; y aquella era en verdad muy especial, sabiendo que se trataba de su reinauguración. Por un lado, estaba Méry Laurent, a quien conocía desde hacía muchos años, y, por otro, la no menos afamada artista Jeanne de Marsy. Ambas gozaban de gran prestigio en el mundillo artístico, y su presencia en el local había contribuido también a dotarlo de enorme popularidad con el paso del tiempo. Nada más llegar las dos mujeres, Manet se dio prisa en colocarlas en el palco principal, algo que nadie podía negarle a tan asiduo cliente y protector como lo era del Music Hall. Méry Laurent apareció elegantísima con su vestido blanco con encajes, el corpiño y sombrero de terciopelo negro, y los guantes a tono con su pelirrojo cabello. Por su parte, Jeanne de Marsy, vestida también acorde con las circunstancias, no perdía tiempo siendo cortejada por un rico caballero a quien conocía desde unos meses atrás. Un poco más a su izquierda, otra bella señorita se afanaba en usar sus gemelos para controlar desde el palco a todos los asistentes, así como observar más de cerca las actuaciones estelares de la noche.

Manet, a pesar de todo, no había olvidado a aquella camarerita nueva en el local, y no pudiendo o queriendo evitarlo, pidió disculpas a sus amigas para acercarse al bar en que se hallaba situada. Había tenido tiempo de comprobar que la muchacha era una de las nuevas camareras, tras verla cruzar con rapidez vestida con el clásico uniforme destinado para dichas empleadas. Desde aquel instante comprendió que no dejaría pasar más tiempo sin pintar el cuadro que tenía pensado sobre el Folies Bergère, y tuvo claro que la blanca y risueña muchachita debía formar parte del mismo. ¿Podría convencerla? ¿Cómo lo haría?

Por desgracia, en el local no podría, dada su enfermedad. A parte de su prematuro envejecimiento, sentía un terrible cansancio cuando apenas permanecía de pie unos diez minutos, por lo que siempre se veía obligado a pintar en su propia casa, tumbándose en su sofá favorito, y con el que, solo de esta forma, podía hacer frente a tales menesteres. Al menos, amigas como Méry Laurent frecuentaban a diario su casa, apartándole de la soledad, y no había día que no le trajese algún ramillete de flores con el que acabar formando uno de sus clásicos y pequeños lienzos, así como los retratos de algunas de las guapas chicas que, también a menudo, la acompañaban en sus visitas. Pero ninguna le había parecido tan espontánea y de tan natural belleza como aquella camarerita, la cual le parecía que respiraba bondad e inocencia por los cuatro costados. ¿Sería así en realidad? No debería entonces ser lugar para ella, conociendo el ambiente que allí se respiraba, por mucho que él adorase el lugar como si de un templo se tratara. Podía advertirla, sí, pero también temía que se le escapase la oportunidad de inmortalizarla en uno de sus cuadros. Disponía de varios bocetos del Folies en su casa, y grabados algunos de los ambientes a fuego en su cabeza, así que únicamente había que añadirla en aquel conjunto que tanto tiempo hacía que bullía en sus entrañas.


Nada más llegar al bar, observó con sorpresa que la muchacha se hallaba conversando con uno de sus habituales conocidos del local, Gastón Latouche. En realidad, era su amigo el que hablaba todo el tiempo, mientras que la muchacha se limitaba a escucharle, esperando a que éste le pidiese alguna de las bebidas mostradas en la barra. Manet, cauteloso, procuró colocarse a poca distancia de la escena con la intención de poder captar al menos alguna de las frases que lanzaba Latouche a la camarerita, notando en el brillo de los ojos de su amigo aquella picardía de la que estaba acostumbrado a ver en más de uno de los presentes, cuando se dirigía a cualquiera de las cocottes que deambulaban por todas y cada una de las zonas existentes en el Folies. De repente, la sonrisa dibujada en la cara de la muchacha, se borró de golpe tras las últimas palabras de Latouche, dando paso a una seriedad en su semblante que no hizo sino poner en guardia al propio Manet. Poco después, y al no recibir respuesta por parte de ella, su amigo Gastón abandonaba con evidente indignación la barra, dolorido al sentirse ignorado de aquella forma.

Sin necesidad de tener que adivinar en qué había consistido la conversación entre camarera y amigo, sabía sobradamente que se trataba de alguna lujuriosa proposición, la cuál aquella había rechazado con su evidente silencio. Pero ahora, la tristeza parecía envolver a la muchacha, aunque más bien parecía ensimismada en sus pensamientos, como hallándose fuera del ambiente, en algún remoto lugar. Hubiera pagado con gusto por conocer los motivos de su abstracción, que se prolongaba más de lo comúnmente aceptable dentro su posición en aquellos instantes, con varios de los clientes esperando ser atendidos.
-Señorita… -dijo Edouard Manet, dirigiéndose a Suzon-, perdóneme usted, pero no he podido escuchar parte de la conversación que ha mantenido con mi amigo, el señor Latouche. Me llamo Manet, y soy un conocido pintor francés, empeñado en inmortalizar escenas a través de mis cuadros. ¿Le… le gustaría formar parte de la última obra que tengo en mente, precisamente sobre el Folies Bergère?
-Yo… -comenzó a decir la muchachita, aún absorta en sus pensamientos, a pesar de ser reclamada su atención por parte de Manet.
Tras un breve silencio, en el que Suzon pareció por fin pasar de su estado de semi-inconsciencia a tomar real conciencia de la presencia del pintor, dijo al fin:
-¡Oh! ¡Perdóneme, señor! ¿Qué desea que le sirva?
-No, señorita, no deseo tomar nada. Yo sé que, aunque pretenda negarse a ello, ha escuchado lo que yo le decía. Dígame… ¿querría posar para mí?
-Pero, señor, yo… usted… ¿no deseará también proponerme que yo…?
-Señorita, usted en realidad no quería, ¿verdad? Por eso se siente así. Pero sabe que, por mucho que no quiera aceptarlo, su trabajo consiste en eso, y no en lo que aparentemente hace. La mayoría de las mujeres que frecuentan el Folies están aquí por eso. No importa que sean camareras o una cocottes. Y muchas lo desean, es decir, esperan que al terminar la noche encuentren alguien con quien pasarla y que, sobre todo, gocen de buen capital, ¿comprende?
-Yo… pretendía huir de eso, señor. Pero entiendo que… yo no quería dejar de ser una muchacha decente y…
-Siente un conflicto interior, el cuál no es sino la razón de su momentáneo intento de huir de la realidad. Por eso, durante esos instantes habrá sopesado la idea de abandonar o seguir, perder este empleo o lanzarse a un mundo del que tiene miedo y que tal vez le repugna, aunque pueda ofrecerle aquella seguridad económica que todos deseamos.
Sendas lágrimas corrieron por las mejillas de la pobre muchacha, comprendiendo que el pintor tenía razón, y que en el fondo parecía encontrarse en un maldito callejón sin salida.
-No llore… piense sobre lo que le he dicho. Acepte mi oferta y deje que la pinte. Le aseguro que no se arrepentirá. Ahora ya sé lo que pretendían decir sus ojos, que no son sino el espejo del alma, y créame si le digo que resultaría imposible borrar esa imagen de mi mente. Sin embargo, a pesar de todo, la necesito en mi estudio.
Suzon, finalmente, asintió con un leve gesto, dispuesta a formar parte de uno de los cuadros que, sin que ella pudiese ni siquiera sospecharlo, llegaría a ser una de las obras maestras y de más reconocida fama mundial del genial pintor francés.

Manet había encontrado así la absoluta inspiración que tanto había deseado, plasmando en el lienzo la más pura de las esencias que rodeaban al Folies Bergéres, la punta del iceberg necesaria para dar cuerpo a su genial e indiscutible idea. En el fondo, solo iba a ser un ejemplo más dentro de las múltiples situaciones que se podía hallar entre hombres y mujeres, en un espacio de ocio donde el tráfico amoroso y sexual campaba a sus anchas, pero que daría una muestra palpable de la indiscutible genialidad de este pintor inmortal.


© Francisco Arsis Caerols
 

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