Al dirigirse Suzon hacia el bar en que debía atender a los invitados,
tras abandonar el cuarto que le había servido como vestuario, quedó de
nuevo maravillada al observar de qué forma había aumentado el amplio
local en número de clientes, en tan solo unos pocos minutos. Era casi
llegado el momento del inicio del espectáculo, con la estelar actuación
aquella noche de una famosa artista americana llamada Katarina Johns, la
cual hacía tiempo que se había convertido en un atractivo reclamo para
atraer a numeroso público. No en vano, sus proezas acrobáticas,
contoneos e insinuaciones sexuales conformaban una mezcla tan explosiva
como productiva para quienes optasen por contratarla. Aún así, la
auténtica vida del Folies Bergère no la provocaba sino la propia
presencia de sus habituales asistentes; bohemios, dandys, burgueses,
artistas,… incluso aquellas despampanantes mujeres llamadas cocottes,
arrebatadoramente hermosas con sus pomposos vestidos, amplios sombreros
y enguantadísimas manos, que bien servían de agradable y gustosa
compañía a más de uno. En definitiva, el Folies Bergère se resumía en un
lugar frecuentado por cientos de hombres de buena presencia en busca de
diversión e infinidad de placeres, como sin duda lo era fumar, beber o
alternar con preciosas y variopintas mujeres. El fondo era que, detrás
de toda aquella parafernalia que envolvía al Music Hall parisino se
escondía una patente realidad, y que no era otra que servir de
plataforma para el más bajo de los negocios, aunque no por eso el menos
productivo, sino más bien todo lo contrario: la prostitución de lujo.
Por ejemplo, bien sabido por todos era que la mayoría de mujeres sin
compañía masculina jamás lograban penetrar en el cabaret, pues solo
aquellas que presentasen en la entrada una de las tarjetas expedidas
para la ocasión, y que el dueño y principal accionista entregaba
únicamente a quienes consideraba más hermosas a la vez que
despampanantes y cautelosas prostitutas, lograban hacerlo sin traba
alguna.
Pero regresemos a Suzon, aquella alegre muchachita proveniente de los
arrabales parisinos, y que había tenido la suerte de conseguir uno de
los empleos de camarera existentes en el Folies Bergère. Las muchachas
parisinas como ella eran solicitadas cada vez más en restaurantes,
cafés, grandes almacenes y todo tipo de lugares de ocio de París. Y para
ellas, ocupar uno de aquellos mostradores suponía un verdadero sueño que
resultaba a veces inalcanzable. Pero también una parte de las que lo
lograban utilizaban dicho trabajo como trampolín para alcanzar metas
mayores, y que al final no eran otras que seducir a hombres ricos que
acabasen manteniéndolas o terminar proporcionándoles a estos excitantes
aventuras de una sola noche y bajo desorbitadas cantidades, como
auténticas prostitutas de lujo.
Aunque, bien es verdad, este no era el caso de Suzon, o al menos a ella
ni se le ocurría algo semejante, ni lejanamente parecido. Había tenido
la suerte de encontrar aquel trabajo, sí, pero de una forma honrada,
gracias a los informes de uno de sus parientes cercanos que tenía cierta
amistad con el responsable del local. Pero el trasfondo era otro, y la
muchacha ni siquiera lo imaginaba, o se negaba rotundamente a pensar en
tan deshonesta suposición. Y es que, partiendo de que los sueldos que
recibían estas chicas detrás de los mostradores eran poco menos que
raquíticos, la gran mayoría de los hombres que las frecuentaban
esperaban siempre al acecho hasta que, tarde o temprano, acabaran
sucumbiendo a la tentación del lujo y el dinero fácil.
Tras ocupar su sitio, en uno de los tres bares colocados en el
entresuelo del cabaret, la muchacha del flequillo dorado comenzó su
tarea de atender a toda la clientela. Rápidamente, comenzó la multitud a
acercarse a la barra de mármol, solicitando alguna de las variadas y
clásicas bebidas servidas en el local desde hacía años. Por ejemplo, las
botellas del mejor champagne, como las supremas “Heidsieck” y “Pommery”,
resguardadas en hielo; los más variados licores de fresa, menta o
frambuesa, o la rubia y típica cerveza inglesa. Encima de la barra,
Suzon tenía colocadas todas aquellas bebidas que a menudo reclamaban los
clientes, con docenas de vasos y copas y algún que otro jarrón repleto
de mandarinas y otras frutas, o delicadas rosas rojas y amarillas.
Mientras tanto, el dandy Manet esperaba paciente a sus dos preciosas
amigas, las cuáles solían acompañarle al Folies Bergère siempre que
surgía la ocasión; y aquella era en verdad muy especial, sabiendo que se
trataba de su reinauguración. Por un lado, estaba Méry Laurent, a quien
conocía desde hacía muchos años, y, por otro, la no menos afamada
artista Jeanne de Marsy. Ambas gozaban de gran prestigio en el mundillo
artístico, y su presencia en el local había contribuido también a
dotarlo de enorme popularidad con el paso del tiempo. Nada más llegar
las dos mujeres, Manet se dio prisa en colocarlas en el palco principal,
algo que nadie podía negarle a tan asiduo cliente y protector como lo
era del Music Hall. Méry Laurent apareció elegantísima con su vestido
blanco con encajes, el corpiño y sombrero de terciopelo negro, y los
guantes a tono con su pelirrojo cabello. Por su parte, Jeanne de Marsy,
vestida también acorde con las circunstancias, no perdía tiempo siendo
cortejada por un rico caballero a quien conocía desde unos meses atrás.
Un poco más a su izquierda, otra bella señorita se afanaba en usar sus
gemelos para controlar desde el palco a todos los asistentes, así como
observar más de cerca las actuaciones estelares de la noche.
Manet, a pesar de todo, no había olvidado a aquella camarerita nueva en
el local, y no pudiendo o queriendo evitarlo, pidió disculpas a sus
amigas para acercarse al bar en que se hallaba situada. Había tenido
tiempo de comprobar que la muchacha era una de las nuevas camareras,
tras verla cruzar con rapidez vestida con el clásico uniforme destinado
para dichas empleadas. Desde aquel instante comprendió que no dejaría
pasar más tiempo sin pintar el cuadro que tenía pensado sobre el Folies
Bergère, y tuvo claro que la blanca y risueña muchachita debía formar
parte del mismo. ¿Podría convencerla? ¿Cómo lo haría?
Por desgracia, en el local no podría, dada su enfermedad. A parte de su
prematuro envejecimiento, sentía un terrible cansancio cuando apenas
permanecía de pie unos diez minutos, por lo que siempre se veía obligado
a pintar en su propia casa, tumbándose en su sofá favorito, y con el
que, solo de esta forma, podía hacer frente a tales menesteres. Al
menos, amigas como Méry Laurent frecuentaban a diario su casa,
apartándole de la soledad, y no había día que no le trajese algún
ramillete de flores con el que acabar formando uno de sus clásicos y
pequeños lienzos, así como los retratos de algunas de las guapas chicas
que, también a menudo, la acompañaban en sus visitas. Pero ninguna le
había parecido tan espontánea y de tan natural belleza como aquella
camarerita, la cual le parecía que respiraba bondad e inocencia por los
cuatro costados. ¿Sería así en realidad? No debería entonces ser lugar
para ella, conociendo el ambiente que allí se respiraba, por mucho que
él adorase el lugar como si de un templo se tratara. Podía advertirla,
sí, pero también temía que se le escapase la oportunidad de
inmortalizarla en uno de sus cuadros. Disponía de varios bocetos del
Folies en su casa, y grabados algunos de los ambientes a fuego en su
cabeza, así que únicamente había que añadirla en aquel conjunto que
tanto tiempo hacía que bullía en sus entrañas.
Nada más llegar al bar, observó con sorpresa que la muchacha se hallaba
conversando con uno de sus habituales conocidos del local, Gastón
Latouche. En realidad, era su amigo el que hablaba todo el tiempo,
mientras que la muchacha se limitaba a escucharle, esperando a que éste
le pidiese alguna de las bebidas mostradas en la barra. Manet,
cauteloso, procuró colocarse a poca distancia de la escena con la
intención de poder captar al menos alguna de las frases que lanzaba
Latouche a la camarerita, notando en el brillo de los ojos de su amigo
aquella picardía de la que estaba acostumbrado a ver en más de uno de
los presentes, cuando se dirigía a cualquiera de las cocottes que
deambulaban por todas y cada una de las zonas existentes en el Folies.
De repente, la sonrisa dibujada en la cara de la muchacha, se borró de
golpe tras las últimas palabras de Latouche, dando paso a una seriedad
en su semblante que no hizo sino poner en guardia al propio Manet. Poco
después, y al no recibir respuesta por parte de ella, su amigo Gastón
abandonaba con evidente indignación la barra, dolorido al sentirse
ignorado de aquella forma.
Sin necesidad de tener que adivinar en qué había consistido la
conversación entre camarera y amigo, sabía sobradamente que se trataba
de alguna lujuriosa proposición, la cuál aquella había rechazado con su
evidente silencio. Pero ahora, la tristeza parecía envolver a la
muchacha, aunque más bien parecía ensimismada en sus pensamientos, como
hallándose fuera del ambiente, en algún remoto lugar. Hubiera pagado con
gusto por conocer los motivos de su abstracción, que se prolongaba más
de lo comúnmente aceptable dentro su posición en aquellos instantes, con
varios de los clientes esperando ser atendidos.
-Señorita… -dijo Edouard Manet, dirigiéndose a Suzon-, perdóneme usted,
pero no he podido escuchar parte de la conversación que ha mantenido con
mi amigo, el señor Latouche. Me llamo Manet, y soy un conocido pintor
francés, empeñado en inmortalizar escenas a través de mis cuadros. ¿Le…
le gustaría formar parte de la última obra que tengo en mente,
precisamente sobre el Folies Bergère?
-Yo… -comenzó a decir la muchachita, aún absorta en sus pensamientos, a
pesar de ser reclamada su atención por parte de Manet.
Tras un breve silencio, en el que Suzon pareció por fin pasar de su
estado de semi-inconsciencia a tomar real conciencia de la presencia del
pintor, dijo al fin:
-¡Oh! ¡Perdóneme, señor! ¿Qué desea que le sirva?
-No, señorita, no deseo tomar nada. Yo sé que, aunque pretenda negarse a
ello, ha escuchado lo que yo le decía. Dígame… ¿querría posar para mí?
-Pero, señor, yo… usted… ¿no deseará también proponerme que yo…?
-Señorita, usted en realidad no quería, ¿verdad? Por eso se siente así.
Pero sabe que, por mucho que no quiera aceptarlo, su trabajo consiste en
eso, y no en lo que aparentemente hace. La mayoría de las mujeres que
frecuentan el Folies están aquí por eso. No importa que sean camareras o
una cocottes. Y muchas lo desean, es decir, esperan que al terminar la
noche encuentren alguien con quien pasarla y que, sobre todo, gocen de
buen capital, ¿comprende?
-Yo… pretendía huir de eso, señor. Pero entiendo que… yo no quería dejar
de ser una muchacha decente y…
-Siente un conflicto interior, el cuál no es sino la razón de su
momentáneo intento de huir de la realidad. Por eso, durante esos
instantes habrá sopesado la idea de abandonar o seguir, perder este
empleo o lanzarse a un mundo del que tiene miedo y que tal vez le
repugna, aunque pueda ofrecerle aquella seguridad económica que todos
deseamos.
Sendas lágrimas corrieron por las mejillas de la pobre muchacha,
comprendiendo que el pintor tenía razón, y que en el fondo parecía
encontrarse en un maldito callejón sin salida.
-No llore… piense sobre lo que le he dicho. Acepte mi oferta y deje que
la pinte. Le aseguro que no se arrepentirá. Ahora ya sé lo que
pretendían decir sus ojos, que no son sino el espejo del alma, y créame
si le digo que resultaría imposible borrar esa imagen de mi mente. Sin
embargo, a pesar de todo, la necesito en mi estudio.
Suzon, finalmente, asintió con un leve gesto, dispuesta a formar parte
de uno de los cuadros que, sin que ella pudiese ni siquiera sospecharlo,
llegaría a ser una de las obras maestras y de más reconocida fama
mundial del genial pintor francés.
Manet había encontrado así la absoluta inspiración que tanto había
deseado, plasmando en el lienzo la más pura de las esencias que rodeaban
al Folies Bergéres, la punta del iceberg necesaria para dar cuerpo a su
genial e indiscutible idea. En el fondo, solo iba a ser un ejemplo más
dentro de las múltiples situaciones que se podía hallar entre hombres y
mujeres, en un espacio de ocio donde el tráfico amoroso y sexual campaba
a sus anchas, pero que daría una muestra palpable de la indiscutible
genialidad de este pintor inmortal.
© Francisco Arsis Caerols
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