Edgar, con trece años y mucha fantasía en la cabeza, tiene
que aceptar el final de una infancia mágica al lado de su
hermana. Eva, cinco años mayor que el chico, tenía sólo ocho
cuando su madre le encomendó todos los cuidados del niño. El
contacto diario en la intimidad de la alcoba, el candor de la
chiquilla descubriéndole el mundo sensual y el florecer de sus
cuerpos a la adolescencia les llevaron gradualmente a
libidinosas prácticas difíciles de erradicar.
Eva, para rehacer su vida según las convenciones sociales,
decide marcharse un año al extranjero. También Edgar debe
alejarse de ilusiones imposibles —le insiste su hermana—, y
relegar al pasado aquellas prácticas que nunca debieron haber
empezado.
La noche anterior al éxodo de Eva, con el propósito de
mitigar la tristeza que la inminente renuncia a su mundo vaya a
producirles, sellan un pacto por el que ambos, a partir de
entonces, se obligarán a encontrar la parte placentera de toda
acción que realicen.
Edgar, dolorido por la separación y hostigado por el
mandato fraterno de rechazar la esperanza, se impone el deber de
cumplir rigurosamente el conjuro. Concentrándose en el presente
para olvidar el futuro y relegar el pasado, consigue sublimar y
deleitarse en cada uno de los cinco sentidos. Con denodado
esfuerzo logra gozar desde la cotidiana práctica de cepillarse
los dientes hasta presenciar la agonía de su abuela.
Las convenciones sociales, la enrevesada crónica familiar,
la disyuntiva entre el hedonismo y la proscrita ilusión, el
trasfondo de la esperanza y un sustancioso conglomerado de
criterios amigos, enfrentan al sentido común con los
sentimientos del joven protagonista y le arrastran a un
desenlace tan imprevisible como sorprendente.
Una
historia transgresoramente romántica que a nadie deja
indiferente.