De Chueca a Chueca (o el precio de legislar contra la familia a cualquier precio)

           

 

Notas preliminares

 

Adoptando en la escritura una perspectiva similar a la desplegada en la crónica de viajes (subgénero literario que con bien distinguidas páginas cuenta en la historia de la literatura universal incluida la española: Cartas marruecas de Cadalso, por ejemplo), mi propósito es en esta reflexión hacer algunas valoraciones sobre una cuestión disputada tan de actualidad que enseguida pasaremos a ver, valoraciones que quieren identificarse sin titubeos con la doctrina de la Iglesia católica, incluso asumiendo el riesgo que comporta el poder ser fácil y rápidamente acusado de conservador, retrógrado, católico de derechas (quién me lo iba a decir a mí, qué curioso: yo más bien me he considerado desde siempre de tendencias políticas filoanarquistas, esto sí, abiertas a la trascendencia), y demás adjetivos por el estilo con los que muchos de los abanderados del laicismo califican a los que se salen de sus esquemas de lo ya hoy en día políticamente correcto: y es que, no perdamos de vista esto, la descristianización radical de las sociedades modernas tiene estas cosas.

 

Lo que sí trataré es de no caer en juicios personales, en apreciaciones que puedan herir la sensibilidad del colectivo de personas –hombres y mujeres- a que me referiré. Con todo, soy consciente de que me expresaré como un homófobo (ya adelanto de qué nos vamos a ocupar, asunto por lo demás claramente insinuado en el título de este artículo): aunque no creo serlo, no se me esconde que los más de entre los activistas de la movida gay le endilgan tal calificativo a todo el que ose desmarcarse de alguno o de muchos o de todos los postulados de la ideología rosa, que pasa por ser una postmoderna y por cierta nada sutil forma de pensamiento único que se quiere imponer a costa de lo que sea, contra viento y marea y claro que con el apoyo y bendición de no pocos medios de comunicación de masas, intelectuales, cineastas, cantautores, pontificadores y taumaturgos de tertulia  radiofónica y televisiva...

 

Así pues, si deseo no herir, no juzgar, no menos deseo tener muy en cuenta en esta reflexión que, como reza la locución latina, “amicus Plato, sed magis amica veritas”. A menudo, la verdad nos duele, a todos –a mí el primero-, pero cuán cierto es que los cristianos estamos urgentemente conminados a proclamar y vivir la verdad del Evangelio en el vendaval actual de este mundo que proclama con total descaro e impunidad que la verdad no existe, que todo es relativo... Lo vio con profética lucidez el recientemente fallecido Julián Marías: “En España la mentira campea a sus anchas, con total impunidad.”. Por consiguiente, manos a la obra en el asunto que nos ocupa.  

 

 

Meollo del asunto

 

Mi paso por el barrio de Chueca, en Madrid, hace unos días –finales de octubre, 2005-, estaba siendo posible gracias a una brevísima estancia, en realidad como de ave de paso –apenas un día-, que iba a tener lugar en la capital de España, en compañía de un amigo, luego de asistir ambos en Salamanca a las “V Jornadas de Diálogo Filosófico” (este año con el título de “Religión y Persona”: Universidad Pontificia de Salamanca, 20-22 de octubre, 2005).

 

Si el salsero tinerfeño Caco Senante, desde hace décadas afincado en Madrid, nos hubiese preguntado –es solo un suponer, conste-, parafraseando aquella conocida y emblemática canción suya con la que habría de dejar cuenta y memoria de los inicios de su estancia en la capital del Estado, “¿qué es lo que hacen ustedes aquí, como gaviotas en Madrid?”, yo al menos le hubiese respondido que no precisamente buscando uno de los restaurantes de su propiedad en la capital de España, que tanta prosperidad y status social le han ayudado a granjearse (además, para el mojo picón, el que hacía mi abuela materna), y sí buscando respuestas a preguntas estéticas, éticas, muy humanas, metafísicas, religiosas... Vamos, haciendo camino –para el conocimiento de cosas nuevas- al andar por calles desconocidas...

 

Con todo, antes de proceder a nuestro garbeo por las divertidas calles de la barriada, vimos a Pasolini, lo cual debía equivaler seguro que a algo así como una especie de entrante o aperitivo a la sensibilidad homosexualista que íbamos a encontrarnos en nuestro recorrido nocturno por tan singular barrio madrileño: tuvimos ocasión de ver en el Reina Sofía la exposición sobre Pier Paolo Pasolini, este año en que se cumplen treinta de su trágica muerte, asesinado por un joven que resultó ser amante ocasional del mítico director de películas tan celebradas y no poco magistrales como Accatone, Mamma Roma, El Evangelio según san Mateo, o la controvertida y “escandalosa” Trilogía de la vida (Trilogía della vita), integrada por El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches.

 

Pasolini ha pasado a ser autor de culto hoy día (maestro que ejerció la docencia en barrios marginales de la Italia de la postguerra, guionista y director cinematográfico, poeta, escritor), destacado, sin duda, en el panorama del cine italiano y aun europeo. En realidad, quién mejor que Pasolini, consideramos mi amigo y yo (Pasolini, sí, con su propuesta, refrendada de manera especialmente intensa en la ya mentada Trilogía de la vida, de un sexo inocente y alegre, alejado así pues del sentimiento de pecado y de culpabilidad impuesto por la civilización judeocristiana) como “aperitivo” antes de entrar a ver y presenciar la “movida” de Chueca. Pasolini, con su genio, su arte, su visceral bisexualidad, con su extraña y explosiva mezcla de sexo y religión... 

 

Y en estas estábamos cuando llegamos al barrio en cuestión, expectantes. Ahora he de hacer dos confesiones, casi a modo de propósito, confesiones que quieren funcionar en esta reflexión con clara intención aclaratoria. La primera –que ya he querido adelantar- es que a pesar de lo visto  me propongo no caer en juicios personales, máxime teniendo en cuenta que de nada conocía ni conozco ni posiblemente conoceré a ninguna de las personas que en tal barrio vi; la conciencia personal, por lo demás, es territorio sagrado, inviolable, y absolutamente cierto es que todos somos pecadores, frágiles, de modo que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... En consecuencia, lo que me propongo es describir a grandes rasgos, con grandes pinceladas, la atmósfera que yo vi en ese lugar, que pude respirar, que pudimos respirar mi amigo y yo.

 

Por otra parte, tampoco es que sea tan distinta esa atmósfera a la que se vive y respira en cualesquiera otros lugares de marcha de fin de semana frecuentados principalmente por jóvenes. En tales lugares de ocio vienen abundando, como es sobradamente conocido, altos niveles de alineación e individualismo insolidario más o menos lúdico, promiscuidad sexual, consumo de drogas y de alcohol... Sólo que esto, naturalmente, ni significa que todo lo que en tales espacios ocurre sea malo, ni que todas las personas que a ellos acuden con regularidad o esporádicamente sean adictas a los vicios o estén atrapadas en la dictadura del relativismo, que tan lúcida y valientemente viene denunciando Benedicto XVI como causante del declive y eclipse de la conciencia moral del hombre moderno: un hombre sin raíces no puede ser un hombre sólido, radical –en el buen sentido de esta palabra, que nada tiene que ver con el fanatismo-, y sí tenderá a ser frívolo, voluble, relativismo, y hasta camaleónico en función de sus intereses, que hoy en día con desmedida frecuencia se manifiestan como muy contrarios a los principios, a la ética del deber.

Por consiguiente, he de repetir algunos lugares comunes, así pues, de todos conocidos, cacareados ya hasta la saciedad. Y henos aquí, así pues, ante la segunda confesión aclaratoria que quería hacer. ¿Qué se respira en ambientes como los de ese barrio madrileño? Vamos con las respuestas que ofrecen los tópicos, que no por tópicos resultan menos graves y sangrantes: consumismo; materialismo; hedonismo; relativismo moral; libertinaje insolidario e insensible en lo profundo al otro, que no es por lo general visto y amado como un tú dialógicamente interpelante, libertinaje que ciertamente ha acabado por convertir el inicial amor libre en puro y duro sexo libre, casi siempre libre y desprovisto del amor tan nutriente y necesario; libertad entendida y vivida sin conexión con la verdad; vacío de Dios; individualismo que nos vuelve progresivamente insensibles a los grandes problemas de la humanidad; irreligiosidad; paganismo...

¿A que sí se tiene en tales ambientes la sospecha de que al menos por lo que manifiestan, hablan, dicen y confiesan desear y desean hacer, los habituales de esos lugares de diversión no muestran creer de verdad que Jesucristo es el camino, la verdad y la vida, como afirma Juan en su Evangelio, con ese simbolismo teológico tan característico suyo? Al menos por lo que parece, digo, sin entrar a juzgar sus conciencias, territorio sagrado. (Hago referencia a la muy conocida y celebrada proclamación del Evangelio de Juan –sin duda, fiel al mejor sentido de la palabra fiesta: la fiesta como ámbito de encuentro con el Dios que nos salva saliendo a nuestro encuentro-, para significar la descristianización radical generalizada en la España de nuestros días.)

 

Confieso ahora otra idea que me rondó durante toda la noche, y que también rondó por la mente de mi amigo acompañante. Sí: él y yo coincidimos en apreciar, ni que decir que más de una vez durante todo nuestro periplo por aquellas hipermasificadas calles, que las personas parecían concentrarse como en racimos, que la libertad que se vive en las divertidas noches de Chueca y que se vive más bien a tope, parece ser la libertad de la transgresión, que poco o nada tiene que ver con la libertad entendida y vivida como donación al otro, que es prójimo (ser grano de trigo que cae en la tierra y muere para dar fruto: cf. Juan 12, 24), libertad que es camino hacia la búsqueda de la verdad, como propuesta que es del Magisterio de la Iglesia, tan apreciada y proclamada por Benedicto XVI. Nada, en efecto, parecía tener que ver la propuesta, manifiesta allí por todas partes, de libertad como caprichosa y subjetiva transgresión, con la propuesta del Magisterio de la Iglesia, que exhorta a que vivamos una libertad responsable (responsable por esponsal y por capacitada para la respuesta: tres palabras para una misma raíz),  más liberadora cuanto más responsable del otro nos hace o capacita a ser, en definitiva, libertad del deber ser que, vivida en el seno de una conciencia  rectamente formada que acepta libremente el norte de unos valores objetivos y unas verdades absolutas, nos hace responsables del otro, guardianes de nuestro hermano, esto es, quiere responder a la crucial pregunta de Yahvé: “Abel, ¿qué has hecho de tu hermano?”  

 

Pero nada de lo anterior parecía vivirse allí, insisto. Muy al contrario, aquella que respirábamos y meridianamente descubríamos entre y por las masificadas calles era más bien la libertad acuñada por Pedro Zerolo, Beatriz Gimeno y compañía, por el PSOE y compañía, por IU y las demás fuerzas laicistas de la progresía patria, izquierda que ya ha acabado por confundir, muy mayoritariamente,  las posaderas con las témporas, esto es, las concepciones de la izquierda entendida, digámoslo así, “a la manera clásica”, que no fue otra que la lucha permanentemente ética por la justicia y los valores verdaderamente humanizantes y humanos,  por sustituir tal lucha, digo, por el disfrute de los logros del llamado estado del bienestar. Más claramente: los grupos de izquierda luchan cada vez menos por la justicia y por cambiar el mundo; por contrapartida, luchan cada vez más por adaptar el discurso y sobre todo los modelos de vida al estado del bienestar, y ello hasta tal extremo que viene a resultar como si, habiendo caído en la cuenta de que el proceso de cambiar el mundo y combatir las injusticias es en sí muy penoso, lento, y no da precisamente buenos dividendos bancarios ni renta particularmente, no queda más remedio que apunta al carro de los que van delante en el curso de la historia, olvidándose cada vez más de los que van en los vagones de cola.

 

Sí: del romanticismo de la Internacional (con su “Arriba los pobres de la tierra, arriba, famélica legión”) hemos ido indefectiblemente oscilando, con el consentimiento de los partidos de izquierda, hacia posiciones de centro y de derecha antaño –pero en un antaño de no ha mucho- combatidas por la misma izquierda que hogaño se muestra la mar de cómoda en esas posiciones ya no combatidas. 

 

Pero en fin: vivir para ver... Consecuencia de una concepción de la libertad en clave secularista es que en España se ha equiparado algo tan importante, tan sagrado como el matrimonio –concebido como sacramento-, con las uniones de homosexuales; digo mejor, las ha acabado por indiferenciar. De tal indiferenciación, sale perjudicada la institución que más tiene que perder, el matrimonio.

 

Dicho con otras palabras: el desfondamiento antropológico al que la nueva ley, aprobada en el Parlamento, somete a la realidad del matrimonio entendido como sacramento, perjudica a éste porque desplaza, difumina y acaba suprimiendo de ese singular ámbito de convivencia conyugal que es el pacto de amor, respeto y entrega entre un hombre y una mujer, contenidos esenciales teológicos, bíblico-escriturísticos, pastorales, antropológicos, psicológicos, y hasta jurídicos referidos al ordenamiento de los modos de convivencia humana según se ha entendido sin excepción en la historia de la humanidad.

 

A partir de ahora es y será exactamente lo mismo el matrimonio entendido y vivido sacramentalmente, en tensión hacia la verdad que es Jesucristo y su Iglesia, abierto fecundamente a la vida, encarnado en el misterio de la verdadera complementariedad afectiva entre los dos sexos, y que es fiel y totalizante por naturaleza, que una unión gay o lésbica, que no expresa prácticamente nada de lo anterior, por muy buena intención que tengan sus contrayentes, que ahí no entro: ámbito sagrado es la conciencia, y las personas homosexuales merecen el mismo respeto que merece cualquier persona por el hecho de ser persona –aquello de la digneidad ontológica de Zubiri-. Sólo que, como ya he tenido oportunidad de advertir, “amicus Plato, sed magis amica veritas”.

 

Sé que se podrá replicar a lo que digo con que no todas las personas homosexuales se sentirían cómodas o incluso identificadas con estereotipos y modelos elaborados a partir de las características que se han apuntado propias del barrio madrileño aquí en cuestión. Sin duda sería una objeción saludable, que llama la atención sobre el respeto debido a las personas homosexuales por ser justamente personas, sólo que aun siendo así, lo indudable también es que el “daño” ya está hecho al haber equiparado el actual gobierno de la nación lo inequiparable, lo que en esencia es y debe ser distinto, porque antropológicamente es distinto; sacramentalmente, inviable; bíblica y escriturísticamente, insostenible, a pesar de lo que puedan asegurar ciertos teólogos progresistas, retorciendo la exégesis y dando una patada de despido y desprecio a la Tradición y al Magisterio, en definitiva, elaborando una teología moral que pretende dar la espalda, sobre todo a la Revelación bíblica, pero también a la Tradición viva de la Iglesia y al Magisterio.

 

En realidad, la anterior vendría a ser una teología no entendida y gestada tanto como “mores Ecclesiae catholicae” cuanto como reflexión teológica no poco acrítica con propuestas de la modernidad-postmodernidad tradicionalmente reconocidas y sancionadas como incompatibles con la fe de la Iglesia. 

 

Asimismo, cabe incrementar la réplica de los colectivos de personas homosexuales argumentando o pretextando, vale que con toda la razón del mundo, que también muchas personas heterosexuales participan de similares niveles de consumismo, individualismo, paganismo, hedonismo y demás ismos constitutivos del ambiente de diversión y marcha de lugares como el que nos ocupa y aun de la mentalidad imperante en nuestros días. Vale, sólo que volvemos a lo mismo, a saber, lo que se ha hecho con la actual ley promulgada y aprobada en el Parlamento español es equiparar lo inequiparable: este es el quid, harina de otro costal es lo que cada persona haga o deje de hacer con su vida.

 

 Si para la Iglesia (que es consciente, por supuesto, como madre y maestra que es en humanidad, de la natural debilidad de sus hijos) el matrimonio es lo que es porque es un ámbito “sacramental, fiel, fecundo, significador y dignificador del don de sí de los esposos, vivido en tensión hacia la santidad, significador de la totalidad de la entrega recíproca”, ¿por qué llamar matrimonio a lo que no se parece ni de lejos a lo antedicho?

Una posible respuesta a la pregunta anterior: la culpa la tiene la llamada cultura del relativismo, una de cuyas expresiones lingüísticas mejores son estas recientes palabras de José Luis Rodríguez Zapatero: “El camino de la libertad nos hará a todos mejores”. Pero ¿y si me libertad desea consisir en fastidiar al vecino? Salta a la vista, incluso con un ejemplo tan burdo, la insensatez de ir por ahí, como pretende el rojo –así se considera a sí mismo- Zapatero, alias ZP. Y esto dicho sin querer hablar de su propuesta de “alianza de civilizaciones”, que no esconde más que un infundado propósito relativista que acabaría por querer batirlo todo en un cóctel en el que resultaría igual de civilizada la poligamia que la monogamia, la igual dignidad de la mujer con respecto al hombre que la sumisión de aquella a este, el matrimonio entendido como sacramento y alianza de amor que el matrimonio entendido en claves jurídicas, y así un largo etcétera. En el fondo, una tal alianza de civilizaciones sería irrespetuosa con cada una de las tradiciones religiosas y culturales que se pretendiera unir en alianza, pues -hecho un análisis desde una perspectiva meramente fenomenológica-, acabaría más pronto que tarde por no respetar integralmente cada tradición. 

 

Aun es más. Prescindamos de las características anteriores que sostienen la institución del matrimonio como sacramento, y quedémonos solamente con la idea o noción de matrimonio según la ley natural.1 Así,¿en qué épocas y culturas de la historia de la humanidad el matrimonio se ha entendido como unión homosexual? Salta a la vista que en España se ha legislado de espaldas no sólo a la realidad, al curso de la humana historia, se ha legislado por pura ideología sectariamente antihumana y anticristiana. Cierto que la práctica de la homosexualidad ha existido desde siempre, pero nunca ha gozado del reconocimiento jurídico que le ha otorgado la nueva ley aprobada por el PSOE actual que nos gobierna.

Si el homosexualismo se ha decantado desde siempre por las uniones libres y más o menos fluctuantes o promiscuas, más allá de las normas castradoras tan propias del matrimonio “burgués” para toda la vida –así han argumentado por lo común-, ¿qué sentido tiene ahora volver las cosas al revés? En fin, mucho me temo que el activismo gay-lésbico sigue creyendo poco o nada en el matrimonio: en realidad, ¿cómo se puede verter el vino nuevo del matrimonio en los odres viejos de quienes siguen proclamando creer en el libertinaje, el relativismo moral, el paganismo, la irreligiosidad, la dictadura del relativismo -¿será porque ya no pueden creer en la del proletariado?-, el sexo libre y caprichoso...? ¿Cómo habríamos de verter el vino nuevo en vasijas viejas?

 

Ah, por cierto, ya lo advertía nada menos que don José Ortega y Gasset, a cincuenta años de su muerte en este 2005 ya a punto de extinguirse: “Una sociedad que tiende a olvidarse de sus deberes, en beneficio de sus solos derechos, corre el peligro de desmembrarse, desarticularse,  desestructurarse”. Pues eso. Algo huele a prodido no en Dinamarca, sino en toda Europa, y en gran medida –de olor-, en todo el mundo: el medio clorofórmico olor del nihilismo se está colando por todos los intersticios, especialmente por los de la conciencia del hombre moderno.

 

Arucas, Gran Canaria, octubre, 2005

 

LUIS ALBERTO HENRÍQUEZ LORENZO.

Licenciado en Filología Hispánica, estudiante de Filosofía y de Teología.


 


1 En este mismo orden de cosas, recordemos que el tradicional concepto de ley natural con el que el Magisterio pretende sustentar los pilares de la doctrina de la fe, y de manera especial los relativos a la teología moral, viene siendo permanentemente atacado. Así, si echáramos mano de un filósofo como Michel Paul Foucault, descubriríamos, por vía estructuralista, que el tradicional concepto de ley natural puede quedar reducido más bien a un constructo mental con el que el hombre, los hombres, organizan, en el curso de la historia, epistemes, esto es, estructuras discursivas que configuran la mentalidad de los seres humanos. Vistas así las cosas, todo puede acabar siendo pensado y reivindicado como “producto cultural”.

 

 

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