«El castellano
es la lengua española oficial del Estado. Todos los
españoles tienen el deber de conocerla y el derecho
a usarla»
(Art. 3 de la
Constitución Española)
El pasado 23 de
junio, Fernando Savater presentaba junto a un grupo
de intelectuales de ideología variopinta un
Manifiesto por la Lengua Común que levantó, de
inmediato, todo tipo de ronchas y descalificaciones.
Pero no se produjo ni un solo argumento en su
contra. Porque en España hace ya mucho tiempo que
cuando algo no gusta no se exhiben razonamientos
para contradecir lo afirmado por otros, no, se
recurre al insulto o -entre los más finolis- al
eslogan político descalificador.
El diario
zapaterista Público recibía el Manifiesto de esta
guisa: «El nacionalismo español hace de nuevo
política con las lenguas». Por su parte, Miquel
Iceta, la nueva estrella rutilante del PSC, se
limitó a señalar que el Manifiesto era «innecesario»
y José Montilla (que es natural de Córdoba) afirmó
que el Manifiesto incitaba a la «catalanofobia».
Gran honestidad intelectual la de este charnego
reconvertido en catalanista.
En efecto, el PSC
es un partido que, según Félix de Azúa, se parece
cada vez más a la corte de Catalina la Grande.
El aparato
mediático del catalanismo lanzó 800 (sí, 800)
artículos contra el Manifiesto, pero en ninguno de
ellos se aludía a su contenido ni se argumentaba
contra él.
Las fuerzas
localistas del nordeste de España, como un solo
hombre, se dieron al insulto -esa práctica tan
española-: «Ataque contra el catalán»,
«franquistas», «fachas», «españolistas de mierda»,
«miserables» (Jordi Sánchez), todo eso y más
lindezas dijeron. Antoni Puigvert aseguró -él, tan
moderado- que el Manifiesto rompía los últimos
puentes entre Cataluña y España... Naturalmente,
todos esos artículos estaban escritos y publicados
en español, la lengua que, según estos atacantes,
quiere asesinar al catalán... y, para guinda del
pastel, lo de Jordi Pujol sonó como el Tambor del
Bruc: «Combatir con decisión y confianza, sin miedo
y sin respeto para quien no nos respeta», eso dijo
el veterano y, ahora, radicalizado líder.
Entretanto, las
firmas de adhesión al documento escrito por Savater
crecían, eso sí, movidas en parte por EL MUNDO, lo
cual le vino de perlas a Rodríguez Zapatero, quien
aprovechó que el Tormes pasa por Salamanca para
sentar doctrina: «La derecha quiere apropiarse de la
lengua común como antes lo intentó con la bandera
común», dijo... y después de soltar semejante
sandez, el actual presidente del Gobierno se fumó un
puro.
De poco vale que
más del 50% de los catalanes prefiera el castellano
como primera lengua porque el nacionalismo catalán y
sus adláteres están dispuestos -así lo dice el nuevo
Estatuto- a obligar a todos quienes pisen (o
sobrevuelen) el territorio de Cataluña a hacerles
aprender y obligarles a usar aquella lengua
«propia». Ya se sabe: «La letra con sangre entra».
Pero dejémonos de
darle vueltas a la noria y recordemos, en primer
lugar, que los poderes públicos -y desde luego el
Gobierno de España- están obligados a guardar y
hacer guardar la Constitución. Así lo han jurado o
prometido todos ellos. Vayamos, pues, al grano.
1. ¿Puede un
profesor, nacido pongamos que en Valladolid, ir a
trabajar a una universidad catalana dando sus clases
en castellano? La respuesta es no. Por lo tanto, a
ese profesor se le está privando de uno de sus
derechos (el de usar el castellano) y el Gobierno de
España no puede mirar para otro lado.
2. ¿Puede un niño
catalán que tenga como lengua materna el castellano
ser escolarizado en ese idioma? La respuesta es no.
Un derecho del que se le priva y que no puede dejar
indiferente al Gobierno de España.
3. ¿Puede un
funcionario español trasladarse a trabajar a
Cataluña sin haber aprendido antes concienzudamente
el catalán? La respuesta es no.
Y así podríamos
seguir con los rótulos de las tiendas, los de las
carreteras, con la expulsión de facto del castellano
del Parlamento de Cataluña, con la exclusión de los
escritores catalanes en castellano, pues sus obras
-según los nacionalistas y sus abducidos del PSC- no
pertenecen a la cultura catalana y por eso no se les
permite acudir a la Feria de Fráncfort, etcétera.
En resumen, el
derecho a usar el castellano que la Constitución
consagra no se puede ejercer en los foros públicos
de Cataluña... y el Gobierno no puede mirar para
otro lado diciendo -como dicen sus voceros- que
reclamar estos derechos elementales es de derechas
(al parecer, en estos nuevos tiempos todo lo que no
sea aplaudir a ZP y sus ocurrencias es de derechas).
Pero lo más
peligroso -por irresponsable- del discurso de ZP y
de sus conmilitones es que para ellos el
nacionalismo periférico (vasco, catalán, gallego...)
no existe y como no existe no puede hacer mal a
nadie ni tener aspiraciones a la independencia. Por
ejemplo, Convergencia Democrática de Cataluña, con
Artur Mas a la cabeza, acuerda, imitando a Ibarreche,
que su objetivo político es una «Cataluña Libre y
Soberana»... y el Gobierno español no tiene nada que
comentar.
¿Por qué no
hablamos claro de una vez? Los nacionalistas y sus
adláteres detestan el bilingüismo en sus
territorios, lo mismo que rechazan el oír hablar de
un Estado Federal... y de poco vale ocultar esa
verdad haciendo oídos sordos a los voceros
nacionalistas que no se cansan de repetir: «Derecho
a decidir», «independencia», «fuera el castellano» y
otras muchas lindezas anticonstitucionales.
Pero no es ésa -la
de mirar para otro lado- una práctica que sólo
concierna a este Gobierno. Sin ir más lejos, Aznar
en 1997 se negó a recurrir la Ley de Política
Lingüística de Pujol ante el Tribunal
Constitucional, porque necesitaba los votos de CiU.
Tampoco la recurrió el Defensor del Pueblo (Alvarez
de Miranda), sobre quien se ejerció todo tipo de
presiones para que no presentara recurso de
inconstitucionalidad. Una ley que era y es
anticonstitucional por los cuatro costados.
El Estatuto
aprobado el 18 de junio de 2006 (con un apoyo
popular, simplemente, ridículo, que todo hay que
decirlo) echa un par de paletadas más sobre el
asunto: 1) «Todas las personas en Cataluña tienen el
derecho de utilizar y el deber de conocer las dos
lenguas oficiales». Se establece así la
obligatoriedad de dominar el catalán para todas las
personas que vivan en Cataluña y 2) «La lengua
propia de Cataluña es el catalán. Como tal, el
catalán es la lengua de uso normal y preferente de
todas las administraciones públicas y de los medios
de comunicación públicos en Cataluña, y es también
la lengua normalmente utilizada como vehicular y de
aprendizaje en la enseñanza».
Si esto es
constitucional, yo soy el obispo de Mondoñedo, pero
sí es una discriminación contra los
castellanohablantes. Y por serlo es también una
discriminación para los menos dotados económica y
socialmente, los inmigrantes del resto de España y
sus descendientes. Estamos ante una descarada y
consentida política que pretende tratar a los
castellanohablantes como extranjeros en su propio
país. «Si un español emigra a Inglaterra, lo que ha
de hacer es aprender el inglés» es un argumento que
los catalanistas suelen exhibir para exigir a todo
el mundo en Cataluña el uso del catalán. Se olvidan
-y no por casualidad- que un andaluz en Inglaterra
es un extranjero, pero cuando se desplaza a Cataluña
no sale de su propia nación.
Las normas
internacionales, por ejemplo, las de la Unesco,
respecto a la enseñanza recomiendan una obviedad:
los niños deben ser escolarizados en su lengua
materna. Es tan paradigmático como penoso anotar
cómo notables pedagogos catalanes han sacrificado
estas elementales normas en el altar de su
catalanismo.
Pero no han sido
sólo los pedagogos quienes han teorizado, practicado
y ejecutado el ombliguismo catalanista. Muy
representativos escritores también se han
pronunciado en la misma dirección en lo tocante a la
creación literaria. Veámoslo.
En el número de
julio y agosto de 1977 -inmediatamente después de
las primeras elecciones democráticas y en vísperas
del debate constitucional- la revista Taula del
Canvi, catalanista de izquierdas, planteaba una
pregunta a una serie de intelectuales
antifranquistas de indudable valía (Salvador Espriu,
Manuel de Pedrolo, Joaquín Molas, Antoni Comas...).
El asunto se las
traía desde la propia formulación de la pregunta,
que era ésta:
¿A los catalanes
(de origen o radicación) que se expresen
literariamente en lengua castellana hay que
considerarlos como un fenómeno de conjunto que hay
que liquidar a medida que Cataluña asuma sus propios
órganos de gestión política y cultural?
Antes de
considerar las respuestas ha de tenerse en cuenta
que a ese «fenómeno de conjunto» pertenecían -y
pertenecen- los hermanos Juan, José Agustín y Luis
Goytisolo, Vázquez Montalbán, Carlos Barral, Juan
Marsé, Félix de Azúa, Eduardo Mendoza y un largo
etcétera, amigos y compadres de quienes respondían
así:
Salvador Espriu:
«Espero y deseo que sí».
Manuel de Pedrolo:
«No hemos de discutir a nadie el derecho a escribir
en la lengua que quiera, pero nadie tiene derecho a
convertir una lengua forastera en un arma de
destrucción de la identidad del pueblo al cual
pertenece o en el cual se inserta».
Antoni Comas:
«Como hecho colectivo, como fenómeno de conjunto,
hay que liquidarlo a medida que Cataluña recupere su
autonomía».
Joaquín Molas: «Si
las soluciones son las que deberían ser, los que
utilizan la lengua castellana tenderían a
desaparecer».
Entre tanto ardor
guerrero y exterminador destaca, por extraña, una
propuesta razonable:
Francesc Vallverdú:
«La cultura catalana se puede manifestar y de hecho
se manifiesta en diversas lenguas».
Tan tempranas y
amenazadoras manifestaciones de catalanismo
identitario y arrasador deberían haber puesto en
guardia, al menos, a dos entes políticos: 1) A los
inmigrantes llegados a Cataluña y, en general, a los
castellanohablantes y a sus representantes políticos
y 2) A los partidos de ámbito nacional. Pero todos
prefirieron mirar para otro lado, pensando, quizá,
que la sangre no llegaría al río, que tales
posiciones radicales, como otras muchas de entonces,
se atemperarían en el marco constitucional que ya se
estaba elaborando. Mas, fuera como fuera, el hecho
fue que nadie quiso señalar unos límites, al menos
intelectuales, a semejante desbarre.
Dado que los
artículos del Nuevo Estatuto referidos a la
obligatoriedad de la lengua catalana están
recurridos ante el Tribunal Constitucional (TC),
conviene recordar aquí una sentencia de este Alto
Tribunal; la del 26 de junio de 1986, cuando lo
presidía Francisco Tomás y Valiente. En esa
sentencia -contraria a la obligatoriedad de una
lengua cooficial- se lee lo siguiente: «Pues el
citado artículo (el 3 de la Constitución) no
establece para las lenguas cooficiales ese deber (el
de ser conocidas), sin que ello pueda considerarse
discriminatorio».
Cabría esperar que
el TC se atuviera en este asunto a su propia
jurisprudencia, mas, para decirlo todo, los miembros
actuales del TC han demostrado sobradamente que no
son ni Tomás Moro ante Enrique VIII ni Becket ante
Enrique Plantagenet; se parecen más a los jueces
obedientes y obsecuentes que pululaban por España no
hace tantos años... y a los que convendría olvidar
para siempre. En fin, que mi fe respecto a las
actuales instituciones políticas y judiciales es
descriptible, por eso estoy dispuesto a pelear
contra las canalladas que se están perpetrando
contra el derecho a usar el castellano y contra los
canallas que las cometen o que las permiten.
Joaquín Leguina es ex presidente de la
Comunidad de Madrid.
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