“Lo que más sorprende es lo que primero cansa”, escribió
Rimsky Korsakov en su tratado de orquestación, exhortando a los
compositores a sostener el discurso de las obras sinfónicas basándose en
los arcos, destinando los tan originales timbres de las maderas y los
bronces a pasajes específicos, o a solos, o a momentos recordables pero
no reiterativos.
El colombiano Fernando Vallejo ha redundando en sus ampulosas
declaraciones literarias, las cuales, sumadas a sus opiniones sobre
humanismo y religión, han opacado la trascendencia de su más que
rescatable obra y también la credibilidad de los conceptos que vierte en
cada reportaje.
No duda, una y otra vez, en elogiar la escritura de Manuel Mujica Lainez,
colocando tal prosa en un sitial de privilegio en la historia del idioma
castellano, argumentando que la pobre gramática de los actuales
escritores latinoamericanos se debe a la no lectura de tal escritor, y
al equivocado endiosamiento de figuras como Julio Cortázar, de quien,
admite, desconoce su obra más allá de algún circunstancial hojeo.
Los narradores nacidos a partir de 1970 hemos sido obligados –por
cuestiones editoriales que nada tienen que ver con el objeto de este
texto- a conocer la obra de Mujica Lainez con precaria accidentalidad,
condiciones fortuitas que a veces no han pasado de la lectura escolar de
algún cuento de Misteriosa Buenos Aires, o del desvirtuado comentario de
alguna anécdota de la vida del autor y de las vicisitudes políticas del
estreno de la ópera Bomarzo en el Teatro Colón. Con el tiempo,
algunos de nosotros nos hemos procurado algún material inhallable en
catálogos: la historia del duque Pier Francesco Orsini -que da nombre a
la ópera recién citada-, los bellísimos relatos de Aquí vivieron
o de Un novelista en el museo del Prado, o la fantasía realista
–valga el oximoron- de La casa.
En algo acierta Vallejo: Mujica Lainez fue un prosista extraordinario,
único, sonoro, con un increíble equilibrio morfológico en sus párrafos,
con una compleja elaboración de frases que amaga con excederse en su
preciosismo pero que jamás llega a caer en el barroquismo abstruso.
Pero los elogios fundamentalistas de Vallejo no ayudan a la memoria de
este gran escritor argentino. El rescate de su figura en detrimento de
Borges o de Cortázar, convierten a Mujica Lainez en un capricho
personal, un chivo expiatorio para que Vallejo descargue sus
frustraciones contra otras inocultables personalidades. Tal actitud nos
hace descreer de sus elogios.
¿Puede una persona que no reconoce la pureza dialéctica de Borges, o el
ritmo de la prosa cortaziana, apreciar en toda su dimensión a Manucho?
Emerson parece tener la respuesta a tal interrogante:
“Lo que eres no me permite escuchar lo que dices”
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