Algún día |
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Javier Guerrero Rodríguez |
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Hacía calor y el zumbido de las moscas estaba en cualquiera de los tenderetes como uno más de aquellos condicionantes insalubres, y se veía alguna rata asomando indecisa la cabeza por alguna alcantarilla, y las vacas comían plácidas e indiferentes toda clase de basuras, y había muchos puestos de mangos y plátanos que eran el manjar de los insectos y la subsistencia de algunos niños escuálidos que danzaban con una felicidad triste y contagiosa que provenía de la multitud, o quizás de los colores, o de las lluvias, y a mi me inspiraba lástima y pesimismo para las generaciones venideras. Y mucha impotencia. Y por la noche contemplé la estampa gris en mitad de los colores, que era la estampa de las prostitutas. Era la ciudad más grande del este de La India, con sus once millones de almas y sus miles maneras de nacer, de vivir, de morir, y en definitiva, de ser partícipe en un lugar donde Dios, o la naturaleza renegaron de la generosidad. Yo casi no podía creer que también era ciudad para emigrantes. Se emigra de La India a Holanda, o a Inglaterra, o de Marruecos a Francia, o de Ecuador a España. Pero... ¿Dónde había un infierno? ¿En qué lugar había tanto miedo a los amaneceres de miseria? Me lo contó un niño. Me dijo que se llamaba Kahn. Hablaba de las catástrofes naturales y de los desastres inventados por los hombres, de la hambruna, de las guerras, de los choques violentos entre los grupos étnicos sufridos en otros lugares de un país donde las distancias son continentales. A nosotros nos echaron de la aldea, nos destrozaron toda la mercadería y los utensilios del campo. Y un día llegamos a Calcuta, y la ciudad no tenía capacidad para ese aluvión de emigración interior, y somos demasiada gente para que se garanticen unas condiciones mínimas de subsistencia y nos convertimos en cómplices y protagonistas de la vida en las aceras llenas de chabolas, y aquí no hay oportunidades, y así mi madre y mi hermana terminaron de prostitutas.¿Prostitutas? Sí, también las traen de Bangladesh y Nepal. Hay mucho dinero de por medio. Una niña guapa y virgen puede suponer 6000 euros, que son más de 300000 rupias. Otras no valen más que 7000 rupias. Luego hay que trabajar y lo consiguen los sucios proxenetas encerrando, torturando, violando. Mi madre no se negó, pero mi hermana sufrió las embestidas de los hombres crueles. Le rompieron las muñecas y aún mantiene intacta una cicatriz debajo de uno de sus ojos del color de la piel de los mangos. Marcas del barrio rojo. Muchas mujeres ya han probado el infierno, miles de mujeres. No hay una estimación concreta, pero por aquí se habla de más de 20000, con muchas niñas de menos de catorce años, criaturas muy bonitas con rostro de princesas y mucha inocencia en la mirada. Se habla de que las niñas no tienen sida y aquí los seropositivos están a la orden del día. Yo había leído algo en el hotel Manor. The New York Times dejaba caer una noticia con todos los tintes de la desgracia. Se prevé que en el año 2010 La India será el país con más seropositivos del mundo: entre 20 y 25 millones de indios estarán infectados.
Su hermana se llamaba Tana. Cuando llegó a Calcuta tenía quince años y un rostro con el brillo del que asume nuevas aventuras y siente algún brote de optimismo en el espíritu, pero la esperanza inicial se truncó vilmente, porque a las aldeas no nos llega información y no tenemos ni remota idea de lo que sucede en el resto del país. Un hombre envuelto en harapos la debió agarrar entre el tumulto, y a rastras se la llevó al barrio rojo de Sonagachi. Y empezó a trabajar, allá donde los matices del rostro de las prostitutas adquieren unas dimensiones de tristeza y amargura difíciles de encontrar en cualquier otro rincón del planeta. Allá, en una esquina del infierno. Allá, donde las mujeres y las niñas reciben las embestidas de las impudicia entre lágrimas, mirando al techo, y convierten en ficción los suspiros del dolor. Allá, entre basura, decadencia y vicio. Un día se escapó del burdel. Apareció la cabo de una semana en Nueva Delhi. Yo creó que fue allí a enamorarse. Y así ocurrió. Se enamoró de un tipo nepalí que había trabajado en Jaipur y llevaba una año trabajando de jardinero en una acomodada zona residencial de Delhi. El hombre le contó que sus intenciones eran ir en breve a Calcuta y reanudar los negocios de mercadería que tuvo hace años con un primo suyo, que ahora requería su ayuda porque tenía una enfermedad que le ocasionaba constantes diarreas y dolores de cabeza. Una vez allí, su destino la arrastró de nuevo hacia Sonagachi. Su amor de porcelana se había roto en tres pedazos, en uno estaba asentada en la traición, en otro la falta de escrúpulos y en el tercero la más cruel de las mentiras. Del tipo, que estaba casado y tenía tres hijos, nada se volvió a saber desde que ejercitó el envío al barrio rojo. Ella escribió un poema. Se llamaba Sueño de amor convertido en sueño negro y debía ser triste como las almas corrompidas de los proxenetas esquivando las fogatas de un infierno inventado para ellos.
Cuando Tana me dio a leer el poema, no tuve valor ni para enfrentarme al primer verso. La miré con una lástima que debió ser dolorosa para ella y acaricié su pelo con toda la complicidad y la impotencia que requería el momento. A su lado estaba Azmina, muy envejecida para sus sesenta años de edad, con su aroma a rosas y a curry, y sus collares de rupias, y su rostro anclado en una indiferencia que era como una tristeza eterna. Había llegado al barrio rojo cuando era una niña, y sus padres, que no tenían ni para pan, la vendieron a una mujer que se aprovechó del hambre, la incultura y la indigencia. Primero les prometió un trabajo decente para Azmina. Horas más tarde llegaron los castigos físicos hasta que no tuvo más remedio que acceder a acostarse con el primer cliente y vender su virginidad, de la cual se hacía propiedad un viejo crápula desdentado y maloliente que a menudo aparece en las pesadillas de Azmina. A sus padres jamás les volvió a ver y a menudo siente un frío helador en el alma cuando piensa en la complicidad que ellos tuvieron con la dueña del burdel. Me dijo que ya apenas le quedaban clientes. Estoy vieja, muy gastada, y soy una puta con muchas horas de trabajo, ahora vivo de la mísera caridad de las otras putas, que me dan algo de dinero a cambio de que les cuide a sus hijos, me confesó estática, con la mirada clavada en el suelo, tal vez sin miedo, quizás pensando que apenas cabía más dolor en su vida. Estaba tan arraigada al sufrimiento, o quizás tan asentada en su desgracia que rehusó venir conmigo.
Tana y Kahn me lo iban contando por el camino. Hay problemas para los niños del barrio rojo. Viven entre las tinieblas del desarraigo familiar, que los deja cómplices de la soledad, vagando solos por las calles. Ni siquiera saben si realmente quieren a sus madres, que se deben a los favores sexuales de sus clientes y los dejan abandonados, y por ahí van, vagando sin sentido por Sonagachi. Me los llevé a la Fundación de una amiga, Urmi Basu, una millonaria bengalí que miró de frente a la miseria, y fue buscando a sus protagonistas. Aquello era un lugar seguro. Había médicos jóvenes con la imagen muy descuidada, muy volcados en su trabajo, y un poco inseguros, como es relativo a la condición de principiantes. La trabajadora social se llamaba Sandra, y su divorcio la trasladó a Calcuta. Kahn no dejaba de mirarla, con esa timidez y atracción, que los hindúes tienen frente a las mujeres europeas. Era rubia, de ojos azul marino, y tenía un aire como de espíritu de carne y hueso, muy volátil, muy sigilosa, y con el rostro rosáceo de los angelitos, o quizás de las infantas del siglo XVII. Luego llegó Urmi, con su bondad escondida tras la severidad de su rostro, y creo que me habló sin creer rigurosamente lo que decía: algún día desaparecerá el tráfico de niñas de las aldeas a las ciudades. Algún día, pensé yo, algún día estaremos muertos y no sabremos acerca de los nuevos acontecimientos. Algún día, remarqué, es la frase más gastada de la humanidad.
Me despedí de los niños antes de tomar mi vuelo a Madrid, vía Ámsterdam. Tomé precauciones en la garganta, pero no pude asegurarme la voz, que salía quebrada. Les dije que volvería, pero seguramente sería un adiós definitivo. Dije: suerte muchachos, nos volveremos a ver. Al salir, me sorprendió encontrarme a Azmina, que seguía llorando sin lágrimas y buscaba la imagen de Urmi. |
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