Año 2505, en algún lugar del planeta Tierra.
El prisionero más viejo de la cilíndrica y asfixiante prisión
sabía que sería su última navidad.
- ¿Y cómo sabes que ahora es esa fecha que dices de navidad? –
Le preguntó uno de sus jóvenes compañeros.
- Es navidad porque hace días que el sol alcanza su cenit a
mediodía sobre el Trópico de Capricornio, y así me lo enseñó mi
padre, que lo aprendió del suyo…
- ¿Qué dibujas en esa pared? – Volvió a preguntar el mismo.
- Es un árbol de navidad.
- Te estás arriesgando a que los guardias lo vean, y nos
castigarán a todos.
- Tranquilo, lo borraré. Estoy usando sangre de mi brazo
mezclada con sus verdes babas.
- ¿Y qué significa ese árbol?
- Bueno…en la época de mis antepasados era un elemento
decorativo típico de la navidad. Solía ser una conífera, un
árbol grande. Se adornaba con bolas de colores y luces.
- ¿Y para qué servía?
- Para alegrar la fiesta navideña. A los niños les encantaba.
Lástima que nuestros hijos jamás verán uno auténtico. Tendrán
que conformarse con este sencillo dibujo. – El anciano perdía su
mirada con gesto triste.
Terminó de pintar el árbol en la resbaladiza pared de la inmensa
celda e hizo llamar a los demás. Estos acudieron prestos a la
llamada del veterano preso, que ejercía gran influencia sobre
ellos, enseñándoles y contándoles cosas que jamás habían
conocido.
Todos ofrecían el mismo semblante afligido del nonagenario.
Ya perdió la cuenta de la cantidad de años que la humanidad
llevaba soportando el yugo de los alienígenas invasores.
Llegaron sin avisar. Derramaron sus chorros de fuego y láser y
se hicieron con todo el planeta, al que sometieron en varios
días a una esclavitud perpetua, luego de aniquilar a más del
noventa por ciento de la población terrícola.
Construyeron sus singulares prisiones, similares a los epigeos
nidos de las termitas, en arquitecturas colosales que
sobresalían cientos de metros del suelo. En ellos, los
esclavizados humanos debían perforar la tierra desde el fondo,
con la intención de extraer minerales de toda clase,
indispensables para los gigantes extraterrestres. Sus
condiciones eran infrahumanas.
Las celdas, inmensas en altura, eran taponadas en todo lo alto
con un tapón especial que permitía la entrada de aire, pero que
impedía la caída de la lluvia.
El sol era invisible a sus ojos durante casi todo el año, y sólo
en la prisión del humano más longevo vivo, se dejaba ver por
unos días en pleno solsticio de invierno, a lo que él decidió
que cuando eso sucediera, sería la entrada de la navidad.
Los niños, con su cara de curiosidad, no podían ocultar la
tristeza en los ojos. Vestían idénticos harapos, sucios y rotos
a los de los mayores. El cansancio y el hambre eran visibles en
sus desconsolados rostros, sin embargo, no habían perdido el
encanto infantil.
Se acercaron todos a ver el árbol que el viejo pintó en el muro.
Boquiabiertos lo contemplaron una y otra vez. El anciano, esta
vez sonriente, cogió en sus brazos a uno de ellos y se dirigió a
los demás esclavos congregados.
- Os he hecho llamar porque es navidad y vamos a celebrarlo.
- ¿Qué vamos a hacer, abuelo? – Preguntó la niña que sostenía
entre los brazos.
- Vamos a cantar y a sonreír.
- ¿Cantar? Ninguno de nosotros sabe cantar. – Exclamó un adulto
dolorido.
- Yo si sé. – Sostuvo el abuelo – Vamos pequeña. Repite conmigo:
<<Navidad, navidad, dulce navidad…>> Y la pequeña repetía
graciosa.
- Muchos no sabemos lo que es la navidad. Estaría bien que nos
lo explicases. – Dijo el que habló antes.
El experimentado preso se sentó en una silla, y con el árbol
pintado de fondo y la cría en las rodillas, comenzó a contarles
lo que fue la navidad.
Primero habló de las distintas religiones, ya olvidadas. Con su
agradable manera de relatar, les dijo que antiguamente fue una
época del año llena de diversión y alegría.
Tras pronunciar esa palabra quedó un rato callado, con la
expectación de los demás a la espera. Pensando si sería positivo
hablarles de alegría y felicidad en aquellos duros momentos.
Meditó y creyó estar acertado al hacerlo, ya que de algún modo
los estaba entreteniendo y evadiendo unos minutos de la cruda
realidad.
Habló de la pascua cristiana. De la ortodoxa y demás. De Santa
Claus y los tres reyes magos. Y aunque casi ninguno comprendía
aquellas viejas historias, durante ese instante pareció como si
no fuesen prisioneros de unos seres espaciales hostiles.
Volvieron a cantar; el viejo recordaba muchas canciones
navideñas. Se veían cantando y carcajeaban alborozados unos con
otros, mayores, jóvenes y sobre todo los niños, y por un rato,
en algunos por primera vez, sonrieron e imaginaron que eran
libres. En una celda tubo. Sin nieve. Sin adornos. Sin
estrellas, ni música.
El vigía alado les interrumpió con su repelente zumbido,
devolviéndolos al trabajo y haciendo que aquel breve, pero
intenso lapso, se esfumara fugazmente. El abuelo borró el árbol
rápidamente y antes que las antenas del vigilante lo detectara.
El miedo retornó de nuevo a sus corazones. Pero lo que el viejo
logró fue enorme.
No fue el espíritu navideño el que lo hizo, sino más bien su
idea de arrancarles una sonrisa a la fuerza olvidada. Ese fue su
triunfo. Incluso en la noche, mientras todos descansaban, uno de
los niños susurraba las canciones.
La navidad se trasmitió de ellos a sus hijos, y de estos a los
suyos, para que así, si algún día fuesen liberados, pudieran
celebrar la blanca y olvidada navidad.
Fuengirola, 25 de diciembre de 2005.
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