BLANCA Y OLVIDADA NAVIDAD.

Por Agustín Serrano Serrano.

 

Año 2505, en algún lugar del planeta Tierra.


El prisionero más viejo de la cilíndrica y asfixiante prisión sabía que sería su última navidad.

- ¿Y cómo sabes que ahora es esa fecha que dices de navidad? – Le preguntó uno de sus jóvenes compañeros.
- Es navidad porque hace días que el sol alcanza su cenit a mediodía sobre el Trópico de Capricornio, y así me lo enseñó mi padre, que lo aprendió del suyo…
- ¿Qué dibujas en esa pared? – Volvió a preguntar el mismo.
- Es un árbol de navidad.
- Te estás arriesgando a que los guardias lo vean, y nos castigarán a todos.
- Tranquilo, lo borraré. Estoy usando sangre de mi brazo mezclada con sus verdes babas.
- ¿Y qué significa ese árbol?
- Bueno…en la época de mis antepasados era un elemento decorativo típico de la navidad. Solía ser una conífera, un árbol grande. Se adornaba con bolas de colores y luces.
- ¿Y para qué servía?
- Para alegrar la fiesta navideña. A los niños les encantaba. Lástima que nuestros hijos jamás verán uno auténtico. Tendrán que conformarse con este sencillo dibujo. – El anciano perdía su mirada con gesto triste.
Terminó de pintar el árbol en la resbaladiza pared de la inmensa celda e hizo llamar a los demás. Estos acudieron prestos a la llamada del veterano preso, que ejercía gran influencia sobre ellos, enseñándoles y contándoles cosas que jamás habían conocido.
Todos ofrecían el mismo semblante afligido del nonagenario.

Ya perdió la cuenta de la cantidad de años que la humanidad llevaba soportando el yugo de los alienígenas invasores. Llegaron sin avisar. Derramaron sus chorros de fuego y láser y se hicieron con todo el planeta, al que sometieron en varios días a una esclavitud perpetua, luego de aniquilar a más del noventa por ciento de la población terrícola.
Construyeron sus singulares prisiones, similares a los epigeos nidos de las termitas, en arquitecturas colosales que sobresalían cientos de metros del suelo. En ellos, los esclavizados humanos debían perforar la tierra desde el fondo, con la intención de extraer minerales de toda clase, indispensables para los gigantes extraterrestres. Sus condiciones eran infrahumanas.
Las celdas, inmensas en altura, eran taponadas en todo lo alto con un tapón especial que permitía la entrada de aire, pero que impedía la caída de la lluvia.
El sol era invisible a sus ojos durante casi todo el año, y sólo en la prisión del humano más longevo vivo, se dejaba ver por unos días en pleno solsticio de invierno, a lo que él decidió que cuando eso sucediera, sería la entrada de la navidad.

Los niños, con su cara de curiosidad, no podían ocultar la tristeza en los ojos. Vestían idénticos harapos, sucios y rotos a los de los mayores. El cansancio y el hambre eran visibles en sus desconsolados rostros, sin embargo, no habían perdido el encanto infantil.
Se acercaron todos a ver el árbol que el viejo pintó en el muro. Boquiabiertos lo contemplaron una y otra vez. El anciano, esta vez sonriente, cogió en sus brazos a uno de ellos y se dirigió a los demás esclavos congregados.

- Os he hecho llamar porque es navidad y vamos a celebrarlo.
- ¿Qué vamos a hacer, abuelo? – Preguntó la niña que sostenía entre los brazos.
- Vamos a cantar y a sonreír.
- ¿Cantar? Ninguno de nosotros sabe cantar. – Exclamó un adulto dolorido.
- Yo si sé. – Sostuvo el abuelo – Vamos pequeña. Repite conmigo: <<Navidad, navidad, dulce navidad…>> Y la pequeña repetía graciosa.
- Muchos no sabemos lo que es la navidad. Estaría bien que nos lo explicases. – Dijo el que habló antes.

El experimentado preso se sentó en una silla, y con el árbol pintado de fondo y la cría en las rodillas, comenzó a contarles lo que fue la navidad.
Primero habló de las distintas religiones, ya olvidadas. Con su agradable manera de relatar, les dijo que antiguamente fue una época del año llena de diversión y alegría.
Tras pronunciar esa palabra quedó un rato callado, con la expectación de los demás a la espera. Pensando si sería positivo hablarles de alegría y felicidad en aquellos duros momentos. Meditó y creyó estar acertado al hacerlo, ya que de algún modo los estaba entreteniendo y evadiendo unos minutos de la cruda realidad.
Habló de la pascua cristiana. De la ortodoxa y demás. De Santa Claus y los tres reyes magos. Y aunque casi ninguno comprendía aquellas viejas historias, durante ese instante pareció como si no fuesen prisioneros de unos seres espaciales hostiles.

Volvieron a cantar; el viejo recordaba muchas canciones navideñas. Se veían cantando y carcajeaban alborozados unos con otros, mayores, jóvenes y sobre todo los niños, y por un rato, en algunos por primera vez, sonrieron e imaginaron que eran libres. En una celda tubo. Sin nieve. Sin adornos. Sin estrellas, ni música.

El vigía alado les interrumpió con su repelente zumbido, devolviéndolos al trabajo y haciendo que aquel breve, pero intenso lapso, se esfumara fugazmente. El abuelo borró el árbol rápidamente y antes que las antenas del vigilante lo detectara. El miedo retornó de nuevo a sus corazones. Pero lo que el viejo logró fue enorme.
No fue el espíritu navideño el que lo hizo, sino más bien su idea de arrancarles una sonrisa a la fuerza olvidada. Ese fue su triunfo. Incluso en la noche, mientras todos descansaban, uno de los niños susurraba las canciones.
La navidad se trasmitió de ellos a sus hijos, y de estos a los suyos, para que así, si algún día fuesen liberados, pudieran celebrar la blanca y olvidada navidad.

 




Fuengirola, 25 de diciembre de 2005.
                                                                                                                            

 
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