En realidad,
fuese adonde fuese, estuviera donde estuviera, el Hombre nunca dejó de
ser el Hombre…
Llegaron más allá del sistema solar. Se encontraban en el año 2264 DC,
según el calendario internacional, que no fue más que una prolongación
del gregoriano. Y no hallaron lo que buscaban, que no era otra cosa que
la respuesta a la supuesta soledad en el universo.
Rocas, agua y nada más. Y muchas fueron las historias de aquellos
pioneros de la exploración espacial. Historias humanas, como las de sus
antecesores. Relatos que no vinieron más que a demostrar que el Hombre,
aun con su sofisticado avance, seguía siendo un ser débil.
Heno había nacido treinta años atrás en la colonia lunar b-40. Su padre
fue capitán de corbeta espacial, allá en los principios del siglo XXIII,
cuando el Hombre avanzaba a pasos agigantados por la galaxia, medidos y
delimitados sólo por él mismo.
Pero Heno, a diferencia del capitán, se hizo constructor. Uno de
aquellos valientes hombres que, con la preparación astronáutica
correspondiente, podían verse en las laderas de las grandes estaciones
orbitales. Como aquellos osados que habitaban las imágenes referentes a
la masificada Tierra. Aquellos que, en poco más de medio metro de
anchura y más de trescientos de altura, construían los primeros ‘’rozacielos’’
del mundo.
Pero el Hombre no era todavía inmortal. Podía avanzar hasta el más
lejano confín del espacio, podía crear el mundo más colosal del sistema,
pero no podía evitar la palabra infortunio, la cuál fue la que oyó
primero Heno de boca de un médico de bata verde y escondida sonrisa.
Heno sostenía con su brazo mecánico una viga de considerable tamaño; la
‘’viga madre’’, la llamaban, puesto que sería la que soportaría todo el
peso de las demás en uno de los módulos. Algo no funcionó, algo salió
mal, el arnés que lo sujetaba se partió. Heno cayó sobre un peldaño de
lisa y embellecida superficie, bajo la angustiada mirada de sus
compañeros y la indiferente de las estrellas, y ninguna de las
protecciones de su traje pudo impedir el golpe en sus huesos.
Despertó, escuchando la palabra infortunio. La ciencia había avanzado,
casi tanto como para lograr que el cáncer, por ejemplo, fuese sólo una
reseña en las enseñanzas médicas, casi tanto como para conseguir que la
muerte de un ser humano fuera un acontecimiento extraordinario. Pero el
Hombre aún no había dominado la palabra infortunio, ésa que Heno había
oído, durmiéndose tras hacerlo.
Tetrapléjico era la que seguía a infortunio.
Pasaron varios años y Heno dejó de subir a las vacías laderas de las
estaciones orbitales. Pasó a una tranquila vida contemplativa, auditiva
y de pocas palabras en una cómoda silla de ruedas. El Hombre seguía
usando sillas de ruedas, aunque la rueda en el espacio casi dejaba de
ser utilizada. Pero una tarde, y digo una tarde según el horario auto
impuesto por los ciudadanos de la estación recién terminada, la misma en
la que Heno casi deja de existir, un amigo lo llevó a una de las muchas
salas todavía sin habilitar. Una de la que todos hablaban y nadie sabía
por qué.
El jefe encargado de dicho departamento la describió. Heno, reticente,
pero animado por su compañero, lo escuchó.
- Básicamente es un pequeño vacío que usamos para levantar grandes
pesos. – Heno miró a su amigo, ya que aquello parecía una indirecta,
pero siguió escuchando. – Ahora ya no usamos grúas ni brazos mecánicos
como antaño. El peso se deja caer, estando seguros de que lleva las
placas magnéticas, a su vez atraídas por las de esta sala. Y así, con un
pequeño control remoto, prácticamente en el aire, sin cables, la pieza
es llevada a su destino.
Y era tal y como el encargado lo expuso, con el ejemplo de transporte de
una desguazada lanzadera en aquel vacío. Parecía cosa de magia, pero era
real.
- Podemos inyectarle microscópicas placas de metal magnético. Éstas se
acoplarán a sus nervios, los cuales ordenarán a los, estimulados por las
placas de la sala, músculos, a moverse, y se moverá. Así de sencillo.
- ¿Qué dices, Heno? – Preguntó el amigo.
- Digo que sería una vaga ilusión. Que agradezco tu esfuerzo, pero por
mucho que se haga ahí fuera, mis piernas y mis brazos jamás se moverán.
El viejo compañero lo miró, casi aceptando su respuesta, pero el
encargado, comprometiéndose emocionalmente, le habló.
- Señor Heno, entiendo a la perfección su postura. Es más, nosotros no
estamos aquí para hacer que usted se mueva. Aquí hacemos lo que usted
hacía antes, pero de otro modo más avanzado. Ahora dígame, con
sinceridad, cuando podía moverse, cuando era un hombre sano, de haber
encontrado un lugar en el que pudiera volar durante sólo unos minutos
sin ayuda mecánica, ¿lo habría usado?
Heno bajó su mirada, asintió y un enfermero le inyectó un extraño
líquido transparente, muy denso.
- Sentirá un leve mareo, no se asuste. Cuando se le pase, díganoslo, le
auparemos y le lanzaremos al vacío.
Heno dio la señal. Su amigo y el jefe encargado lo levantaron. Para él,
el levantarlo y dejarlo caer fue, en una milésima de segundo, algo con
lo que había soñado, deseando volver a caminar. Pero su inmóvil cuerpo
cayó como peso muerto en el espacioso y oscuro vacío de la sala,
semejante a un abismo. La caída no pasó de tres segundos. De repente,
sus brazos y sus piernas se extendieron, y como si de un paracaidista se
tratara, se suspendió en el vacío.
- Ahora, si se encuentra bien, intente mover los brazos. – Dijo el jefe
desde la plataforma de arriba.
El tetrapléjico, un poco asustado, con un acariciador hormigueo, que
hacía años que no notaba, movió los brazos, batiéndolos como un pájaro.
Notó el mismo cosquilleo en las piernas, las cuales también movió, dando
patadas en el aire, suspendido, percibiendo como, sorprendentemente, su
cuerpo se estaba moviendo como antes.
- ¿Lo ves, Liter? Me estoy moviendo. – Gritó a su amigo.
- Lo veo, Heno, lo veo. – Respondió éste muy emocionado y con lágrimas
en los ojos.
El Hombre era amo de la galaxia, -mientras ‘’otros’’ no vinieran a
demostrar lo contrario-, y aún lloraba por emoción. Todavía se rendía a
la palabra milagro.
Tras unos minutos, -el encargado avisó del tiempo, ya que se desconocían
los efectos a una gran exposición-, de atolondrado vuelo, Heno fue
devuelto a su medio de desplazamiento, a su silla de ruedas, su
verdadera existencia. Sudaba, cosa que no hacía desde que fue Heno, el
constructor. Sus piernas temblaban, casi convulsas. La tonificante
sensación que atesoraban sus músculos fue lo mejor que había notado en
mucho tiempo, mejor, incluso, que los besos de Delft, o las vistas desde
Bóveda al infinito universo.
Heno jamás volvería a andar, porque el hombre aún no había cubierto con
su genio ese difícil campo: capaz de llegar a las estrellas, incapaz de
llegar a su propio cuerpo. Pero nadie le quitaría, ni el peor de sus
sueños le haría olvidar, el mágico momento vivido. El instante en que,
de nuevo, en su inmovilizada vida, se había sentido móvil. Se había
sentido, aunque sin duda lo estaba, vivo.
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Fuengirola, 18 de mayo de 2007.
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