CUARTO BORRADOR.

 

Por Agustín Serrano.

 

En realidad, fuese adonde fuese, estuviera donde estuviera, el Hombre nunca dejó de ser el Hombre…

Llegaron más allá del sistema solar. Se encontraban en el año 2264 DC, según el calendario internacional, que no fue más que una prolongación del gregoriano. Y no hallaron lo que buscaban, que no era otra cosa que la respuesta a la supuesta soledad en el universo.
Rocas, agua y nada más. Y muchas fueron las historias de aquellos pioneros de la exploración espacial. Historias humanas, como las de sus antecesores. Relatos que no vinieron más que a demostrar que el Hombre, aun con su sofisticado avance, seguía siendo un ser débil.

Heno había nacido treinta años atrás en la colonia lunar b-40. Su padre fue capitán de corbeta espacial, allá en los principios del siglo XXIII, cuando el Hombre avanzaba a pasos agigantados por la galaxia, medidos y delimitados sólo por él mismo.
Pero Heno, a diferencia del capitán, se hizo constructor. Uno de aquellos valientes hombres que, con la preparación astronáutica correspondiente, podían verse en las laderas de las grandes estaciones orbitales. Como aquellos osados que habitaban las imágenes referentes a la masificada Tierra. Aquellos que, en poco más de medio metro de anchura y más de trescientos de altura, construían los primeros ‘’rozacielos’’ del mundo.

Pero el Hombre no era todavía inmortal. Podía avanzar hasta el más lejano confín del espacio, podía crear el mundo más colosal del sistema, pero no podía evitar la palabra infortunio, la cuál fue la que oyó primero Heno de boca de un médico de bata verde y escondida sonrisa.
Heno sostenía con su brazo mecánico una viga de considerable tamaño; la ‘’viga madre’’, la llamaban, puesto que sería la que soportaría todo el peso de las demás en uno de los módulos. Algo no funcionó, algo salió mal, el arnés que lo sujetaba se partió. Heno cayó sobre un peldaño de lisa y embellecida superficie, bajo la angustiada mirada de sus compañeros y la indiferente de las estrellas, y ninguna de las protecciones de su traje pudo impedir el golpe en sus huesos.

Despertó, escuchando la palabra infortunio. La ciencia había avanzado, casi tanto como para lograr que el cáncer, por ejemplo, fuese sólo una reseña en las enseñanzas médicas, casi tanto como para conseguir que la muerte de un ser humano fuera un acontecimiento extraordinario. Pero el Hombre aún no había dominado la palabra infortunio, ésa que Heno había oído, durmiéndose tras hacerlo.

Tetrapléjico era la que seguía a infortunio.

Pasaron varios años y Heno dejó de subir a las vacías laderas de las estaciones orbitales. Pasó a una tranquila vida contemplativa, auditiva y de pocas palabras en una cómoda silla de ruedas. El Hombre seguía usando sillas de ruedas, aunque la rueda en el espacio casi dejaba de ser utilizada. Pero una tarde, y digo una tarde según el horario auto impuesto por los ciudadanos de la estación recién terminada, la misma en la que Heno casi deja de existir, un amigo lo llevó a una de las muchas salas todavía sin habilitar. Una de la que todos hablaban y nadie sabía por qué.

El jefe encargado de dicho departamento la describió. Heno, reticente, pero animado por su compañero, lo escuchó.

- Básicamente es un pequeño vacío que usamos para levantar grandes pesos. – Heno miró a su amigo, ya que aquello parecía una indirecta, pero siguió escuchando. – Ahora ya no usamos grúas ni brazos mecánicos como antaño. El peso se deja caer, estando seguros de que lleva las placas magnéticas, a su vez atraídas por las de esta sala. Y así, con un pequeño control remoto, prácticamente en el aire, sin cables, la pieza es llevada a su destino.

Y era tal y como el encargado lo expuso, con el ejemplo de transporte de una desguazada lanzadera en aquel vacío. Parecía cosa de magia, pero era real.

- Podemos inyectarle microscópicas placas de metal magnético. Éstas se acoplarán a sus nervios, los cuales ordenarán a los, estimulados por las placas de la sala, músculos, a moverse, y se moverá. Así de sencillo.
- ¿Qué dices, Heno? – Preguntó el amigo.
- Digo que sería una vaga ilusión. Que agradezco tu esfuerzo, pero por mucho que se haga ahí fuera, mis piernas y mis brazos jamás se moverán.

El viejo compañero lo miró, casi aceptando su respuesta, pero el encargado, comprometiéndose emocionalmente, le habló.

- Señor Heno, entiendo a la perfección su postura. Es más, nosotros no estamos aquí para hacer que usted se mueva. Aquí hacemos lo que usted hacía antes, pero de otro modo más avanzado. Ahora dígame, con sinceridad, cuando podía moverse, cuando era un hombre sano, de haber encontrado un lugar en el que pudiera volar durante sólo unos minutos sin ayuda mecánica, ¿lo habría usado?

Heno bajó su mirada, asintió y un enfermero le inyectó un extraño líquido transparente, muy denso.

- Sentirá un leve mareo, no se asuste. Cuando se le pase, díganoslo, le auparemos y le lanzaremos al vacío.

Heno dio la señal. Su amigo y el jefe encargado lo levantaron. Para él, el levantarlo y dejarlo caer fue, en una milésima de segundo, algo con lo que había soñado, deseando volver a caminar. Pero su inmóvil cuerpo cayó como peso muerto en el espacioso y oscuro vacío de la sala, semejante a un abismo. La caída no pasó de tres segundos. De repente, sus brazos y sus piernas se extendieron, y como si de un paracaidista se tratara, se suspendió en el vacío.

- Ahora, si se encuentra bien, intente mover los brazos. – Dijo el jefe desde la plataforma de arriba.

El tetrapléjico, un poco asustado, con un acariciador hormigueo, que hacía años que no notaba, movió los brazos, batiéndolos como un pájaro. Notó el mismo cosquilleo en las piernas, las cuales también movió, dando patadas en el aire, suspendido, percibiendo como, sorprendentemente, su cuerpo se estaba moviendo como antes.

- ¿Lo ves, Liter? Me estoy moviendo. – Gritó a su amigo.
- Lo veo, Heno, lo veo. – Respondió éste muy emocionado y con lágrimas en los ojos.

El Hombre era amo de la galaxia, -mientras ‘’otros’’ no vinieran a demostrar lo contrario-, y aún lloraba por emoción. Todavía se rendía a la palabra milagro.

Tras unos minutos, -el encargado avisó del tiempo, ya que se desconocían los efectos a una gran exposición-, de atolondrado vuelo, Heno fue devuelto a su medio de desplazamiento, a su silla de ruedas, su verdadera existencia. Sudaba, cosa que no hacía desde que fue Heno, el constructor. Sus piernas temblaban, casi convulsas. La tonificante sensación que atesoraban sus músculos fue lo mejor que había notado en mucho tiempo, mejor, incluso, que los besos de Delft, o las vistas desde Bóveda al infinito universo.
Heno jamás volvería a andar, porque el hombre aún no había cubierto con su genio ese difícil campo: capaz de llegar a las estrellas, incapaz de llegar a su propio cuerpo. Pero nadie le quitaría, ni el peor de sus sueños le haría olvidar, el mágico momento vivido. El instante en que, de nuevo, en su inmovilizada vida, se había sentido móvil. Se había sentido, aunque sin duda lo estaba, vivo.



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Fuengirola, 18 de mayo de 2007.
 

 
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