Elena se mira al
espejo por última vez antes de entrar en el plató, no consigue
reconocerse tras el maquillaje, espeso y pesado, como la tristeza
que envuelve su alma. Hoy se cumple el programa número mil de
Confesiones, debería sentirse satisfecha de su éxito, más de cuatro
años haciendo lo mismo, en la misma cadena, viendo como sus ingresos
aumentan de forma exponencial. Y sin embargo, sabe que la sonrisa
que mostrará dentro de unos minutos será falsa, extraída de algún
recuerdo agradable y lejano, de cuando todavía no era famosa, ni
rica... ni desgraciada.
Su aspecto
ha mejorado mucho desde el día que se puso por primera vez al frente
de aquel programa vespertino. Una sesión de cirugía acabó con la
pequeña torcedura de su nariz. A ella le gustaba, un signo
característico de la familia, algo así como una seña de identidad;
pero el contrato definía claramente los puntos sobre los que su
opinión no tenía por qué ser escuchada. Y uno de ellos era el
aspecto físico, así que accedió. Después vino la liposucción para
poder embutirse en una talla 36, el aumento de pecho y el arco de
las cejas. Según su estilista particular, sus cejas crecían
demasiado bajas, como las de la gente pobre, y ella debía dar una
imagen de poder y solvencia indiscutible. Elena fue claudicando,
mientras veía como se transformaba en otra persona; a fin de cuentas
mucha gente se hacía retoques, al menos la gente que podía
permitírselo. Casi le dolió más que le cambiaran el color del pelo,
se habían puesto de moda los tonos oscuros, le preocupaba no poder
recuperar el rubio trigueño de cuando era una adolescente, perderlo
para siempre, como había perdido sus ilusiones.
De joven
creía que la vida estaba llena de promesas, como un paquete de
regalo por abrir, envuelto en lazos de colores, dispuesto a dejarse
descubrir a cada momento. No se dejaba vencer por los contratiempos,
en las dificultades encontraba un motivo más para luchar. Así era
ella, así entendía el mundo; por eso estudió periodismo, para
combatir desde dentro el mal que corroía los medios de comunicación.
Un grupo de mujeres, unidas, con conocimientos suficientes, pueden
lograr muchas cosas. Eso decía su amiga Esther, antes de acabar como
directora de comunicación en una firma de moda especializada en
pieles. En aquellos tiempos se desnudaba y se cubría de pintura roja
para protestar por las matanzas de animales. ¿Por qué los años nos
hacen indiferentes?
Sí, eso es lo que
siente en este momento Elena, una mezcla entre indiferencia y
tristeza, en el plató de Confesiones la esperan otras mujeres y
algunos hombres, aguardan para contar sus secretos más íntimos, para
desnudarse ante un público expectante y bien atrincherado frente a
la pantalla de su televisor.
No, no debe
quejarse, tiene dinero, un cutis perfecto, buen cuerpo, casa,
coche,... Y pastillas para aquellas noches en las que no puede
dormir, en que las miserias que escucha cada día en el plató se
llevan su sueño, le arrebatan el merecido descanso tras las intensas
horas de trabajo. Hoy es un día especial, sin duda; pero los mil
programas no consiguen llenar el vacío, ese agujero negro que va
absorbiendo sus esperanzas, que la va devorando a ella misma, a la
Elena que algún día fue. A la chica joven de pelo rubio y nariz
ligeramente torcida, enamorada, viva.
Los sillones son
de color rojo, se abren como flores sangrantes para acoger en su
seno a las víctimas. Ellas llegan y se sientan deslumbradas por los
focos, así se sienten, encandiladas por el artificio que les rodea,
por la ropa cara y el maquillaje perfecto, pero pesado, de Elena.
Ella lo sabe y sabe como aprovecharlo en el directo, riguroso y
absoluto directo. Un mano a mano con gente de todos los estratos
sociales, aunque en su mayoría pertenecen a la capa más baja, los
desheredados, a los que ya no les queda honor que defender ni
miserias que ocultar.
Una voz en
off anuncia su llegada y ella aparece sobre una plataforma elevada,
es la emisión número mil de Confesiones, el programa con más
audiencia en esa franja horaria. Los anunciantes se disputan sus
intermedios. Casi siempre son empresas dedicadas a productos
femeninos, compresas que consiguen convertir los días de regla en
vacaciones pagadas en el país de los Teletubbies, cereales que
adelgazan a las chicas anoréxicas de veinte años, al menos esas son
las que salen en sus anuncios, perfumes caros que no pueden
permitirse los invitados a Confesiones. Productos destinados al
público mayoritario que devora este tipo de programas. Es la
audiencia que la ve cada día, mujeres hartas de ser ellas mismas,
que necesitan alimentarse con las desgracias de otras mujeres, para
sentirse dichosas porque aún no han sido maltratadas o un juez no
ordenó que las desahuciaran. Mujeres que desean huir de su propia
vida, al menos durante esas dos horas.
Entre música y bailes, unas chicas casi desnudas la acompañan hasta
su sillón, otra flor tapizada en gris, un tono neutro que resalta la
elegancia de sus vestidos. Rodeada de estas bellezas, avanza con
paso seguro, los aplausos la reciben y ella dedica una de sus
sonrisas falsas a los propietarios de esas manos, que se entrechocan
al mandato de un regidor. A través de sus ojos, ve a los millones de
personas que se sientan ante un televisor, expectantes, ávidos de
desdichas ajenas, ¿ellos también aplaudirán? Trata de olvidarse de
los espectadores y se concentra en sus víctimas, perdón, invitados e
invitadas. Hoy se siente cansada y triste como nunca. Sólo es un
segundo de incertidumbre, una gota de aceite que se empeña en salir
a flote dentro de un océano de agua. Pronto recupera su aplomo y se
apresta a atacar, no en vano se ha ganado fama de cruel e
insaciable. Sin embargo, inexplicablemente, sus víctimas siguen
acudiendo allí, como ovejas al matadero.
En la fila de flores escarlatas hay seis personas, Elena se extraña,
normalmente son cinco sus invitados. La última, una anciana de pelo
azulado la mira fijamente. Un ligero escalofrío le avisa de que
aquella mujer tiene algo especial, y no se trata sólo de su forma de
vestir estrafalaria, ni del medallón que cuelga sobre su pecho, hay
algo más. Comprueba la relación de invitados y sólo aparecen cinco
nombres en la tarjeta. Levanta la vista para volver a contemplarla
y, cuando la posa de nuevo sobre la lista, descubre asombrada que
hay un nombre más en ella, Eleonor Cuevas. Son los nervios, se
repite para sí, no se cumplen mil programas todos los días. Seguro
que ya estaba allí el nombre la primera vez que miró.
Señores y señoras, hoy es un día especial para mí, se cumplen mil
días de Confesiones, mil programas a su lado, porque yo siento que
estoy en su casa, sentada junto a ustedes, conmoviéndome con las
vidas de las personas que cada día nos acompañan, vidas truncadas
por los acontecimientos, vidas rotas, vidas amargas, que nos hacen
valorar nuestro día a día cotidiano. Hemos pensado mucho qué
podríamos hacer para celebrar este acontecimiento, y después de mil
vueltas hemos decidido que la mejor forma de ser especiales es ser
nosotros mismos; así que no habrá tarta, ni videos de momentos
estelares, será un día cualquiera porque sabemos que así complacemos
a nuestro público, a ustedes, que tan fielmente nos siguen.
Elena se ha aprendido el discurso, su memoria prodigiosa le permite
reproducir largas parrafadas sin tener que leer de una pantalla, eso
aporta naturalidad a sus gestos, la hace más cercana. Mientras que
mira a la cámara, de reojo, no puede dejar de observar a Eleonor
Cuevas, un nombre antiguo, aunque no debe de tener más de setenta
años. Viste una túnica de colores chillones que le queda algo
amplia, como si hubiera encogido desde que se la compró, o acabara
de robarla a una vendedora ambulante de pulseras y collares. A pesar
de su extravagante indumentaria, hay algo en su rostro, una
elegancia natural, que le da aires de señora, de las de antes. Y
algo más, unos gestos, unos movimientos que a Elena le resultan muy
familiares.
Trata de olvidarse de la anciana y centrarse en su primera víctima,
una joven que acaba de interponer una denuncia por malos tratos a su
marido y viene al programa para denunciarlo públicamente, para
conseguir mantenerlo alejado de ella.
─¿Qué
le hacía su marido, en que consistía el maltrato? ─ pregunta Elena.
─Preferiría
no hablar de eso, es duro, tengo una hija suya. No, no quiero
contarlo.
─Es
la única forma de sacar afuera tu odio, de liberarte ─le dice Elena
en voz baja, casi susurrando, como una amiga le hablaría a otra, en
tono de confidencia o como una serpiente antes de atacar.
─No
puedo, lo siento, yo sólo he venido a pedir públicamente que se
aleje de mí.
Elena empieza a impacientarse, se siente nerviosa, la mujer del pelo
azulado no aparta la vista de ella, su mirada le molesta, como un
peso más sobre su espalda cansada. Toma aire, no va a estropearle el
día una niñata. Continua dándole coba, ganándose su confianza, hasta
que la chica, casi llorando lo cuenta todo; las palizas, las
humillaciones, las violaciones continuadas, incluso muestra algunos
moratones. Pero Elena necesita más, no puede conformarse con eso,
tiene que meter el dedo en la llaga, remover con su manicura
francesa toda la podredumbre, para complacer a su público y poder
estar mil programas más.
─Sin
embargo, dicen tus vecinas que a veces te oían gritar de placer y
que le pedías que te pegara más ─ahora su tono es afilado como un
cristal roto.
─Él
me obligaba, me apuntaba con su pistola (es vigilante jurado) y me
decía en voz baja lo que yo tenía que gritar. Es muy listo, lo hacía
para que luego no pudiera denunciarlo.
─O
tú eres muy lista, y nos estás mintiendo. No pretenderás engañarnos,
¿verdad?
La muchacha la mira, confundida ante el cambio radical en la actitud
de Elena. La sonrisa amable se ha transformado en una mueca
acusadora.
─No, ¿cómo puede decir eso? Si he venido aquí es para pedirle que se
aleje de mí, no lo quiero, me ha hecho mucho daño. No lo entiende,…
he sufrido mucho dolor a su lado. ¿Sabe lo que duele una patada en
la barriga? ¿Sabe lo que duele que te pisen los dedos con unas
botas, que apaguen un cigarrillo en tus pezones?
Elena la mira complacida, la chica pierde los estribos, está a punto
de caramelo. Ahora ni siquiera nota la mirada de la anciana, ni se
acuerda de su tristeza, simplemente actúa, trabaja, hace lo que le
han enseñado tan bien, por lo que le pagan cifras astronómicas.
─No,
pero tampoco sé lo que disfruta una masoquista con ese dolor,
¿disfrutabas? No nos mientas, ¿alguna vez disfrutaste cuando él te
violó? Una amiga tuya del instituto nos ha contado que tenías
fantasías en las que varios hombres te violaban, por delante y por
detrás, confiesa, ¡tú disfrutabas!
La joven no puede contestar, un foco enorme ilumina su cara, las
lágrimas se podrán ver en todo su desconsuelo al otro lado de la
pantalla. El director del programa sonríe satisfecho. Elena anuncia
un corte para la publicidad, no le han dado tiempo a la mujer para
objetar nada. Cuando empiecen de nuevo a grabar, ella ya no estará
allí. Le firmarán un cheque, una cantidad mezquina comparada con el
honor perdido, ultrajado delante de todo el país.
Al alejarse de los focos, Elena se vuelve humana, siente el peso de
sus acciones; pero sabe que en cuanto ocupe de nuevo su sitio en el
sillón gris volverá a ser la presentadora sin escrúpulos, a
representar el papel que la ha llevado a la fama. Para alejar los
remordimientos de su mente, decide examinar la ficha de la anciana;
no la encuentra. Quizás sea mejor así, enfrentarse a ella sin saber
nada. No, ese no es el procedimiento, busca al director para
pedírsela; aunque antes decide repasar de nuevo su carpeta, allí
está, ha aparecido como por arte de magia. Una de dos, o ella está
perdiendo facultades o pasa algo raro, quizás una broma de los
compañeros, algo especial para celebrar los mil programas.
La tarde transcurre con normalidad, ya ha entrevistado a cinco de
sus invitadas, hoy eran todo mujeres, sólo falta la anciana de pelo
azulado y túnica estrafalaria, que no le ha quitado los ojos de
encima desde que empezó el programa.
─Dime,
Eleonor, ¿por qué has venido a nuestro programa? Eres adivina,
¿verdad?
─Sí,
querida, me gano la vida echando las cartas y he venido por ti, para
salvarte.
Elena se queda parada un instante; enseguida se recupera, no en vano
lleva mil programas a su espalda.
─¿Salvarme
a mí, de qué, del fin del mundo?
─pregunta
riendo.
─No,
de algo peor, de ti misma.
─Bueno,
bueno, si eres adivina cuéntanos algo, ¿quién ganará la liga?, ¿en
qué número terminará el gordo de Navidad?, algo de eso
─dijo
Elena en tono burlón, tratando de desviar el tema.
─No
soy de esa clase de adivinas; es más, sólo puedo saber cosas sobre
personas y sus sentimientos. Presiento el estado anímico en el que
se encuentra alguien con sólo mirarlo.
─Perdona
que te diga, eso es una tontería, cualquiera puede hacerlo. Y si te
equivocas, no pasa nada, es algo entre tú y esa persona. Bah,
cuéntanos algo más interesante, te están viendo millones de
personas.
─Sólo
te has enamorado una vez, y él está muerto. Por eso haces este
programa. Porque piensas que ya nada vale la pena, porque no deja de
ser una forma de mortificarte.
Elena se queda rígida, no espera aquellas palabras, ve como el
director la mira preocupado y trata de recomponerse.
─Deberías
leer las revistas del corazón, tengo novio y te aseguro que está
vivito y coleando
─esta
última expresión causó risas entre el público.
─Sí,
lo sé, pero no lo amas, sólo es un montaje, pronto anunciaréis la
separación; claro que para entonces él ya será famoso y presentará
un programa en esta cadena.
Ahora es Elena quien mira alarmada al director, quizás deberían
cortar, aquella vieja sabe más de la cuenta, y luego está lo de sus
ojos grises que le eran tan familiares, su voz cascada pero tibia,
como una caricia que envuelve el aire del plató. Nadie respira,
todos la escuchan en silencio. El director le indica que continúe,
los índices de audiencia se están disparando. La presentadora
imagina a las mujeres llamando a sus amigas para avisarlas de que
Elena Villarreal está en un aprieto. Las manos le tiemblan, puede
oler el sudor en sus axilas, un aroma agrio, el olor del miedo.
La mujer de pelo azulado sigue hablando, ahora cuenta cosas de la
infancia de Elena, de cuando quería ser periodista, de ese novio que
murió haciendo de corresponsal de guerra, de su intento de suicidio,
de la ambición que sustituyó a la rabia. Sí, durante un tiempo
estuvo enfadada con el mundo, no podía entender que Javier hubiera
muerto; que, mejor dicho, lo hubieran dejado morir. Lo secuestraron
y el periódico para el que trabajaba dudó demasiado antes de pagar
el rescate; para cuando fueron a por él ya estaba muerto.
El plató ahora es un mundo construido con recuerdos, está lleno de
una niebla gris y densa como el barro de las trincheras, el silencio
sólo permite ser roto por las palabras de Eleonor, el público se
mantiene quieto, expectante, el regidor está inmóvil, el director no
hace señas sobre la audiencia, nadie se mueve. Ni siquiera Elena.
Por fin ha terminado el programa, en cuanto la mujer de pelo azulado
abandona la sala las cosas recuperan la normalidad. Todos hablan,
comentan satisfechos el resultado, felicitan a Elena, que sigue muda
e inmóvil sobre su sillón-flor, por fin logra levantarse y se dirige
al director.
─Quiero
presentar mi dimisión, me voy del programa.
─¿Cómo?
Estás loca, hoy ha sido un éxito absoluto.
─La
anciana me ha hecho comprender que no es esto lo que yo quiero, que
me estoy destrozando por dentro, que pronto no valdré nada y
entonces ni mis millones podrán salvarme.
─¿Qué
anciana?
─Eleonor
Cuevas, la única que había.
─Nuestras
cinco invitadas han sido chicas jóvenes, el tema de hoy era “El
dolor no es exclusivo de los mayores”.
─Pero
había una sexta invitada, la adivina, por favor, no me gastes
bromas, estoy muy cansada.
─Sí,
puede que sea eso, hoy ha sido un día de muchas emociones, vete a
casa y descansa, olvídate de esa anciana, que no existe, que nadie
ha visto.
Elena no lo escucha, se dirige a uno de los técnicos y le pide una
copia del programa. Guarda el disco en su bolso y se marcha, ni
siquiera se quita la ropa, ni el maquillaje. Ya en su casa, mete el
DVD en su ordenador y se dispone a verlo.
Diez años después...
─Mamá,
¿qué es esto?
─dice
su hija, en sus pequeñas manos sostiene una caja de cartón.
─Son
fotos antiguas, me las traje de la casa de la abuela, quiero
conservarlas ─contestó Elena con una sonrisa.
─¿Podemos
verlas?
─Vale,
vamos a sentarnos en la alfombra, a ver si de paso podemos
clasificarlas, iré a por un álbum que tengo vacío, ¿me ayudarás a
colocarlas?
La niña asiente moviendo enérgicamente su cabeza. Acaba de cumplir
seis años y Elena sabe que es lo mejor que le ha sucedido. Desde que
dejó la televisión habían pasado muchas cosas en su vida, un trabajo
en una ONG, un matrimonio, un embarazo, un divorcio... Y ella,
Eleonor, su preciosa niña rubia.
Entre las dos revuelven las viejas fotografías, la mayoría en blanco
y negro. Abuelos, tíos, primos de sus padres, familia lejana que
pese a no reconocerlos saben que son parte de su historia. La madre
de Elena había tenido la idea de escribir por detrás los nombres y
el parentesco que le unía a cada uno de aquellos familiares. De
pronto se queda parada, una foto ha llamado su atención, una mujer
con el pelo plateado y ojos intensos la mira desde un papel
fotográfico ajado y maltrecho. La leyenda de atrás no deja lugar a
dudas, Eleanor Cuevas era la bisabuela de su madre, su tatarabuela.
Elena se siente aliviada, por fin puede entender por qué en aquel
video del programa no aparecía la anciana que conocía su pasado,
ninguna cámara puede captar un fantasma. Besa el retrato y le dice,
gracias. Su hija la mira sorprendida, coge la fotografía y cuando ve
el nombre que aparece detrás, sonríe, aquella anciana se llama como
ella, seguro que es por eso que su madre la ha besado.
Felisa
Moreno Ortega
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