CORAZÓN POSITRÓNICO. |
Por Agustín Serrano. |
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A mi querido sobrino David, para que cuando sea mayor, yo disponga de la fuerza y la pasión necesarias para escribirle lo que me pida.
El futuro, nunca está presente.
El pasado, los recuerdos, no eran más que una serie de datos ubicados como registro de experiencias en lo más profundo de sus circuitos, y con dichos pensamientos los expresaba, siendo en la actualidad un conglomerado de dudas eternas…
Suspendido de sus funciones básicas, el robot recordaba sus primeros días de existencia. Se hallaba, siglos atrás, caminando sin rumbo en un masificado centro comercial construido por manos humanas. Alcanzó con sus medidos pasos una hilera de escaleras mecánicas, una bajaba, otra subía, y él, con sólo dos años de elemental funcionamiento, las seguía. Bajaba por una de ellas, tres pasos a la izquierda, y subía por la otra, otros tres pasos en la misma dirección y volvía a bajar por la siguiente. Al principio, con su imagen de ser una persona más de los muchas que le rodeaban, parecía alguien que se había equivocado de dirección, como si se hubiese olvidado algo, o quizá, como si no supiera adónde dirigirse. Pero pasados los minutos, los presentes, los humanos que deambulaban por entre aquellas rampas que los llevaban a las distintas secciones del centro, empezaron a mirarlo entre risas. Era un hombre de mediana estatura y perfectas proporciones. Vestía como ellos, con ropas vulgares, y su mirada, perdida en otra dimensión, estaba fija en un punto desconocido. Subía por un lado y bajaba por el otro. Así, continuamente. Arriba, abajo. Vueltas y más vueltas, como un regalo que alguien había perdido, como un maniquí sin escaparate.
La gente se detuvo ante la distracción; será alguien disminuido de sus facultades mentales, pensaban. Quizá un actor, un mimo, un reclamo publicitario que logró que los consumistas cancelaran por un momento sus intenciones. Y éstos se agolparon al final de cada mecánico tramo.
- ¿Le pasa a usted algo? – Le preguntó una señora que quiso ser más solidaria que ninguno.
Pero el robot de estampa humana, de finos y engominados cabellos, ni siquiera la miró, limitándose a seguir con su delirante número. Subía y bajaba en un circuito interminable, en un trayecto que sólo la corriente eléctrica podría detener. Tras casi una hora de función, de conseguir que los clientes se embotellaran para ver aquel curioso suceso, un par de vigilantes, avisados por un superior, que veía cómo los compradores habían olvidado para qué estaban allí por culpa de tal atracción, se le acercaron con amabilidad.
- ¿Se encuentra bien? – Inquirió el más alto, subiendo con el otro, bajando luego y con él entre los dos.
Y el silencio volvía a ser su respuesta. Los testigos de la escena, se preguntaban qué ocurría, aunque los primeros ya se habían marchado, dando por seguro que a aquel hombre le pasaba algo, que algo en su cerebro no funcionaba bien. Y parte de razón no les faltaba. Algo, que sólo su creador podía averiguar, no discurría con normalidad, sólo que el evidente fallo no era orgánico, no era humano, era positrónico. Cuando su creador apareció, el tumulto comenzó a despejarse.
- ¿Dónde estabas, Gus?, llevo todo el día buscándote. No puedes ir solo por la ciudad, tienes que medicarte, sino, ocurren estas cosas.
Los de seguridad lo entendieron. El recién llegado les susurró que se trataba de su hermano, un hombre con serios problemas emocionales que se perdía en cualquier sitio. La verdad estaba separada de la mentira por una tecnología que rozaba el cenit de su historia, por una palabra: robótica.
Y el tiempo de los humanos siguió su curso. El creador ya sólo era polvo, vestigios. Ahora, cuando la ciencia que hizo posible su existencia sobrepasaba los límites de la imaginación, Gandhi, interpretado por Ben Kingsley en aquella oscarizada película biográfica, pedía un poco de zumo tras un prolongado ayuno. Él presenciaba el corte como un elemento invisible pero presente, pues así se disfrutaba ahora del séptimo arte, del cine, de una más de las invenciones humanas. También se podía estar en batallas, en hechos históricos, en secuencias de cómo las distintas obras y creaciones del genio humano eran llevadas a cabo; hasta un natural parto humano. Cualquier forma de vida en el mundo podía contemplar todo aquello en una forma de realidad virtual tan próxima a la auténtica, como él a los humanos.
El robot vivía ahora en un iglú de acero en alguna parte del mundo. Yoh, su más fiel compañera, el regalo de su creador, terminaba sus tareas domésticas, -hasta en sus costumbres se asemejaban a la hacedora especie-, y entró, interrumpiendo su pasatiempo.
- Alguien llega, cariño. – Anunció. - ¿De quién se trata? - Por la forma de su nave diría que es Poul. - Noticias nos trae. – Afirmó él.
Poul entró, y al hacerlo, se despojó de su escafandra. Era ahora la atmósfera terráquea irrespirable para la naturaleza de los hombres. Un temido futuro era ahora el presente. Su intención de hallar otros mundos más acogedores quedaba lejos de su intelecto, por eso, desde un reciente pasado, se desplazaban bajo el cielo que los vio surgir con un traje como el de aquellos pioneros del espacio.
- Mis saludos, amigo Gus. - Bienvenido, Poul. ¿Deseas tomar algo? - Tequila, por favor, en este desierto es lo más apropiado.
Yoh, siempre reticente a los humanos y a sus opiniones, sirvió la bebida, y Poul, tan humano como el que se sentaba en la entrada de las cavernas, se fijo en sus pechos, tan perfectos, tan sugerentes como los de una bella mujer, y también se preguntó qué dirían los de la base de aquel fugaz y promiscuo pensamiento.
- Tu pene se convertirá en un cable eléctrico; ésas sólo sirven para la vista. – Diría Jeff, el biólogo.
Poul, oficial de alto rango en Nueva Sahalin, llevaba tiempo entablando amistad con las distintas comunidades robot, las cuales, debido a la animadversión de algunas plataformas en defensa de la vida humana, del viejo modo de existencia, de la reproducción natural y no de las fabricaciones en serie de máquinas, que incluso eran culpadas de la degeneración atmosférica, se veían recluidas a guetos. Con Gus, un líder dentro de la sociedad robótica, le unía una amistad plena, de años de encuentros secretos. En aquel día de arenosa tormenta, Poul traía noticias, como ya se esperaba en el iglú de acero.
Tras dos sorbos de tequila, habló.
- La comisión se ha reunido esta mañana con carácter urgente. Vuestro caso, el más delicado de todos los que han tratado, requería celeridad. - En tu mirada está la respuesta. – Afirmó el androide, mientras su compañera, con la botella de tequila en la mano de piel sintética, asistía. Parecían una pareja de humanos ante la posible decisión de un banco de embargarles la vivienda. - ¿Quieres que te la diga? - ¿Si has volado miles de kilómetros sólo para beberte un vaso de tequila…? - Siete votos en contra, dos abstenciones y uno a favor, el del presidente Demócrito. Lo siento.
La mujer robot alzó la metálica botella, profiriendo un grito similar al chirrido de una válvula al borde de un escape.
- ¡Quieta! – Ordenó Gus sin levantarse. Ella detuvo la agresión, quedándose parada, cancelando todos sus movimientos, pausando sus funciones, como una estatua. - Lo siento, amigo mío, pero la decisión que han tomado es irrevocable, y el tribunal no aceptará más recursos. – Concluyó el humano, afectado y dolorido. - Yo podría curar tu mancha. – Dijo el robot, acariciando con su mano la mejilla de Poul. - ¿Mi antojo? - Sí, con un solo toque de algunos de estos dedos podría hacerlo, y también con cualquiera de ellos podría destruirte. - Puedes hacer lo que quieras. – Dijo el hombre, apurando la bebida y dejando el vaso sobre la mesa, que lo impulsó a su sitio, listo para volver a ser usado. – Mi antojo forma parte de mí, soy conocido por él, si quieres matarme hazlo, sabía que no os alegraría el día. Lo que me cuesta comprender es la causa de vuestra infelicidad. Sois robots, se supone que no sentís. - No voy a matarte y tampoco te dejaré sin la mancha de tu cara, no estoy programado para eso, pero que mis circuitos cotejen una de esas posibilidades puede que sea un halo de sentimiento. Los humanos lo llaman ahora imitación de vuestros instintos. Yo, tras profundas introspecciones, lo llamo cálculo de probabilidades sentimentales. Mi compañera sabe cómo hacer bien o mal a un humano del mismo modo que yo, y los dos calculamos las opciones, basándonos en vuestros hechos, en vuestros actos. La integración de los robots en la sociedad no se consigue únicamente con una plena participación laboral; lo expuse en mi discurso ante la comisión: ‘’sólo la fusión de sangre orgánica con impulsos eléctricos nos hará iguales’’. El gobernador dijo que jamás seremos iguales, y yo respondí que la única diferencia entre nosotros está en nuestra duración. Con mismo modo de vida no somos diferentes. A los humanos los apaga su propia naturaleza, y a nosotros nos apagan los humanos. - Que una pareja de androides quiera adoptar a un niño humano no tiene nada que ver con la integración social de las máquinas. Con toda franqueza, amigo, está claro que sois un modelo muy avanzado, tan parecido a un ser humano, que ya se conocen las leyendas escritas sobre quién es humano y quién es máquina, pero un bebé necesita calor humano porque es humano y no robot. - ¿Crees que no sabríamos darle lo que un niño necesita? – Preguntó el androide. - No lo sé. – Titubeó Poul. – Con vosotros es difícil saberlo. Pero dime, ¿qué ocurrirá cuando ese niño crezca, se haga un hombre, llegue a anciano y fallezca? Vosotros seguiréis siendo robots, seguiréis funcionando como hoy, seguiréis existiendo. ¿No lo entiendes? Si la ley por la que durante tantos años habéis luchado se establece, desearéis adoptar a otro cuando el primero muera. - Desde luego que lo entiendo. – Admitió Gus con su dulce voz. – Yo mismo presencié la muerte de mi creador, de sus hijos, de sus descendientes. Pero en el caso que nos acontece eso ya está previsto. Cuando ese niño llegue a una edad apropiada, cuando sea feliz con la vida que haya elegido tras nuestra educación, mi compañera y yo desapareceremos, suspenderemos nuestros mecanismos para siempre. Primero lo haré yo y después ella, como suele suceder en la historia humana. Poul, ese niño será tan feliz con nosotros como con cualquiera de tus semejantes, o será desdichado, depende de lo que él elija cuando sepa escoger. No depende de lo que sean sus padres adoptivos.
El humano bajó su mirada, respiró, pensando, sin ya martirizarse por los prejuicios de la moralidad humana, si él hubiese sido más feliz con una mujer robot que con la suya, tan humana como él, la misma a la que hacía años que no veía, pero que, como antaño, aún mantenía. Se levantó, tendió la mano a su metálico amigo y se despidió.
- Cariño, Poul ya se marcha. – Dijo el robot.
La versión femenina se retiró al interior de la redondeada vivienda sin hacer un gesto de despedida.
- Creo que si el llanto se hallara en vuestras funciones, éste sería el momento. – Le dijo a Gus, que aún le tomaba la mano. - La disminución de sus funciones, de sus tareas, son sus lágrimas. Como solía decir mi creador: ‘’Igual que los minerales acogen a las raíces, los robots deben acoger a la especie humana y viceversa, pues todo es naturaleza, todo es existencia’’. - Hasta siempre, amigo.
Poul se fue en su peculiar nave, dejándolos en la solitaria vastedad del desierto.
Varias noches después de aquel encuentro, de conocer la decisión de los hombres sobre su deseo de adoptar a un bebé humano, la pareja de robots preparó su equipaje. Del interior de su invernadero, en el que recolectaban todo tipo de vegetales, -sustento para los perdidos desamparados que de vez en cuando pasaban por el lugar-, además de criar a varias especies de aves que ya no podían volar en un aire cada día más tóxico, sacaron su nave, construida por el androide Gus tras años de esfuerzo. En su interior, con ellos dos, viajaría un artefacto nuclear, una sustracción de los almacenes de destrucción de los humanos, de cuando Gus trabajaba para ellos, y pusieron rumbo hacia la gran ciudad cilíndrica donde dicha decisión fue tomada. Sin embargo, cuando ya faltaba poco para el final de su viaje, para la defenestración de los habitantes de la urbe, en lo que iba a ser la espoleta de una futura rebelión de metal, Gus recibió un mensaje en sus circuitos. Se trataba de la voz de Poul.
- Gus, amigo mío, necesito verte de inmediato, en el iglú no hay nadie. - Habla, Poul. - Tengo algo para vosotros, tenéis que volver. - Lo siento, humano mío, pero no podemos. - Tenéis que hacerlo, robots, esta criatura no para de llorar, y yo no sé cómo hacer que se calle.
Las palabras del hombre calaron en su cerebro de máquina. Pero lo que hizo que su cálculo de probabilidades sentimentales se acelerara, fue percibir el infantil sonido que tantos años había escuchado en las proyecciones virtuales y que tanto deseaba tener a su lado. Cuando la nave regresó al desierto, Poul los recibió con un tierno bebé entre los brazos, un bebé humano.
- Tomadlo, es vuestro. Sus padres fallecieron ayer en una gran fuga de aire en la ciudad de León. Nadie sabrá nada. Quizá me esté jugando algo más que mi nombre, pero es lo único que puedo hacer, y espero que no sea poco.
Yoh, el androide femenino, imitó a una madre humana, cogiendo con ternura al niño en su metálico regazo, y el humano, al ver cómo la criatura se calmaba, dejando su llanto para otro momento, se preguntó qué diferencia había.
- Sólo os pido un favor a cambio. – Dijo. - Si un robot puede hacerlo, ese favor es tuyo. – Aceptó Gus, sin dejar de mirar al niño junto a su compañera. - Que lo llaméis Poul.
Los androides se quedaron para siempre en el iglú de acero, en aquella pompa gris surgida en la arena. Y el niño, el pequeño Poul, con las atenciones necesarias, con las enseñanzas primordiales, con una educación robot y humana, solidaria y en plena libertad, sin ocultarle nunca lo que era, creció entre ellos. Y se hizo hombre, con un corazón mitad orgánico, mitad positrónico.
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Asociación Canal Literatura 2007 |