Doncella a la orilla de un lago nocturno

por Luis Bermer

         

En mitad de una noche de octubre, a través de senderos de tierra helada que se internaban en el corazón del bosque y sus secretos, la doncella había caminado durante horas, aterida de frío, alejándose para siempre de su casa, sus padres, sus hermanos, de su pueblo y todos sus conocidos, de su vida entera. Para siempre. El viento ululaba, siniestro, intentado asustarla para que retrocediera, congelando su piel para que recordase el calor del hogar, de los suyos. Pero este frío era fuego si lo comparaba con el hielo que había petrificado el interior de su alma. Todas las mentiras habían dejado de funcionar; ya no aguantaban el peso, la impostura de su vida. Vivir fingiendo es peor que morir. Y ahora, tras incontables tormentas de dudas y laberintos, caminaba, con pequeños pero decididos pasos, hacia la Verdad... oscura, oculta...

Porque Pierre se había ido a las trincheras, a luchar por ellos, y nunca regresó. Ha desaparecido –le dijeron. No consiguieron encontrarlo ¿Cómo que desaparecido? ¿Cómo puede desaparecer alguien a quien sientes, y oyes, y ves su rostro todos, todos los días, a todas las horas? No...no, Pierre, tú no has desaparecido porque sigues presente en mí. Para ellos, tal vez, ya seas sólo un recuerdo sí, porque nunca te quisieron desde el corazón, como yo hice con el mío, este trozo de carne inerte que ya no palpita. Para ellos, el mundo continuará girando, pero nosotros dos ya no estamos en él. Hemos desaparecido, después de todo.

Iluminada por el débil fulgor de las estrellas y una luna velada por nubes cargadas de negritud, la doncella llegó hasta la orilla del lago. Se sentó en sus rocas, muy despacio, temblorosa. El agua era un inabarcable espejo negro, acariciado en ondas por el viento, reflejado en su oscuro gemelo del cielo. Y a su alrededor, majestuosos, los árboles en infinitas hileras como dientes de una Naturaleza abismal en su misterio. Se sintió frágil, insignificante, y en verdad así era en mitad de aquella inmensidad natural, aterradora ¿Qué era ella, sino una pobre mujer confusa tras perder el previsible guión de su vida? Era un espectro de carne y hueso, en mitad de la nada. Y estaba aquí, justo aquí, porque éste era el lugar y el momento donde la voz de un sueño le dijo que debía estar.

Si quería ver a Pierre.

¿Es una locura dejarse llevar por un sueño? Posiblemente sí, en la misma medida que lo es conducirse por una lúcida idea, pues la vigilia tal vez no sea sino la más poderosa ensoñación. Así, tiritando, abrazada a sus propias rodillas y meciéndose en un intento por conservar un mínimo calor, aguardaba con resignación su destino, que intuía ya tan oscuro como todo cuanto la rodeaba.

De repente, en la línea que suponía separaba la indistinguible oscuridad del agua de la del cielo, apareció un círculo de luz amarillenta, lejana y mortecina, como una estrella caída o el ojo de un animal que despertase. La observó con fijeza, sin dejar de mecerse. El viento revolvió su melena azabache, como en un último intento de hacerla comprender que aún estaba a tiempo de huir de allí, de volver a su vida tal y como la conocía. Decidió que ya era tarde, imposible regresar: el destino se precipitaba. La voz del sueño parecía ahora más real que la de cualquier ser querido. La voz del sueño no la había engañado.

Aquella luz distante se acercaba, pero tan lentamente que parecía no moverse en absoluto, como si el aire mismo fuese un bloque de hielo invisible. Crecía sí, podía apreciarlo a pesar de los escalofríos de su cuerpo medio congelado. Cada vez un poco más cerca. Flotaba sobre el agua...juraría que era una lámpara... de gas... una de esas lámparas de mano... y tan apagado era su brillo que juzgó milagroso el hecho de que se mantuviese encendida en mitad de una noche cortante como ésta. Entonces distinguió un leve chapoteo en las aguas, que se repetía rítmicamente. Y vio que la lámpara –pues eso es lo que era– no llegaba arrastrada por el viento, sino que lo hacía sobre un objeto de madera negra, como quemada: una barca. El aura de luz perfilaba entre pliegues de sombras a la figura encapuchada tras ella, tan sutilmente que llegó a creerla una ilusión de sus sentidos ya entumecidos. Remaba con exagerada lentitud, en rígidas brazadas; aún tardó largos minutos en llegar hasta la orilla, como si fuese la escena de un irreal sueño lúcido. ¿Estaré durmiendo? –pensó durante unos segundos. Comprendió que no cuando la figura soltó los remos y se puso en pie, en toda su insospechada, amedrantadora estatura.

La luz de gas titiló sobre el hueso amarillento de la calavera, que le mostraba su sonrisa estática desde el fondo de la tela negra.

Se incorporó violentamente al recibir la dentellada del terror. Su cuerpo emprendió la huida, incapaz de comprender cómo esta pesadilla se había filtrado en la realidad. Entonces escuchó una voz dentro de su cabeza:

–Yo te hablé ayer, en sueños.

Sí, era cierto, reconoció al instante aquel grave tono, su cadencia inmaterial. Y, de alguna manera, sintió que esa voz era la suya propia, hablando desde algún resguardo interior desconocido, no de aquella figura siniestra, rebosante de quietud. Su mente tenía dos bocas. Así lo sentía, aunque no lo comprendiese en absoluto.

–¿Eres la... Muerte?

La calavera no abrió sus mandíbulas, pero las palabras se oyeron con claridad.

–No... soy la imagen, la idea que tu cultura plantó en vuestras cabezas acerca del fenómeno que conocéis como Muerte. Tus antepasados crearon esta tétrica forma simbólica para representar mi aparición, pues para ellos era el summun de lo terrible, aunque resulte francamente patética. Es mejor para ti que sólo puedas verme así, una reconstrucción personal que elaboras de esa imagen, pues, si contemplases la realidad de lo que soy, de mi esencia que ahora te rodea... perderías la razón sin remedio...

La doncella se frotó los brazos para aumentar su temperatura e infundirse ánimos.

–Creo que estoy hablando con mis propios pensamientos –dijo al aire de la noche.

–Vivo en ti...pero no intentes comprenderlo. Es imposible para tu mente. Una protección natural; como los párpados lo son de la luz solar.

Ella miró las cuencas negras, que le devolvieron vacío.

–Quiero... quiero ver a Pierre. Me dijiste que lo encontraría aquí, en este momento, en este lugar... ¿cómo es posible? Está muerto... lo sé.

Tras un extenso silencio, la Muerte icónica habló:

–El tiempo y el espacio son una misma cosa, aspectos de la unidad del Todo, que los hombres se empeñan en dividir con su manía de inventar nombres y conceptos, por razones pragmáticas o simple vanidad. Todo cuanto fue y será está aquí...y ahora.

La doncella apoyó su frente entre las manos, como si no pudiese soportar el peso de sus ideas. Después, alzó su cara hacia la Muerte, con los ojos bañados en lágrimas.

–Deseo estar con Pierre en sus últimos momentos. Muéstramelo, porque a eso he venido.

–Lo que me pides te causará un dolor... indescriptible, como jamás lo has experimentado.

–¡Quiero verlo! –sus lágrimas cayeron resbalando por las mejillas. Se lo debo, sufrir como él. Y tú me lo prometiste...

–Él murió, y no querría que tú sufrieras lo mismo. Te prevengo: no es lo que esperas. Y él no volverá jamás.

–Yo tampoco volveré a mi hogar sin verlo, aunque sea por última vez.

La Muerte la observó desde su sonriente palidez. Al fin, sacó una blanca mano de la oscuridad para señalar la arena cercana a la orilla, y dijo:

–Contempla tu deseo entonces. Siento que hayas despreciado mi consejo...

El área que señalaba su falange descarnada comenzó a iluminarse. La arena se removió para ir formando el parapeto de una trinchera. El musgo se estiró en espiral de alambre de espino, mientras las rocas se convertían en las vigas de una barricada metálica. Al oído llegaban los tableteos de distantes ráfagas de ametralladora, el estruendo sordo de los obuses... entonces lo vio.

Sí, era él...lo veía a través de sus ojos empañados, moviéndose junto a sus compañeros de trinchera. Iba cubierto de sangre y barro, pero le reconoció por su corpulencia, sus gestos...gritaba algo a los soldados señalando al lago con su rifle al tiempo que se sujetaba el casco con la otra mano. Los demás también gritaban, otros disparaban... si pudiera correr... sacarlo de ahí con un abrazo y traerlo consigo... De repente escuchó un silbido agudo descendiendo al grave, muy cercano... y la tierra reventó en un volcán terrible de piedras, restos y barro.

Durante unos segundos observó la escena infernal ante ella, estupefacta, como si fuera una fotografía imposible. Después, comenzó a comprender parte de lo que le mostraba...

Los gritos de su mente al romperse fueron arrastrados por el viento hacia las heladas llanuras de la noche sin fin.

Fue un pobre pescador el que descubrió el cuerpo congelado de la doncella junto a la orilla. En unas horas estaban allí sus familiares, vecinos y las autoridades del pueblo, conmocionados, en este amanecer de pesadilla. Las almas se rindieron ante el llanto de aquellos padres, sus movimientos de ternura al arropar a su niña para llevarla de vuelta a casa, lejos del frío... lejos del frío...

Nadie en aquella comitiva de dolor hubiera podido ver cómo se alejaba la barca hacia el interior del lago nocturno. Nadie habría visto a la figura de negro que, con lenta majestuosidad, remaba incansable. Nadie sabía que en el fondo descansaba la doncella, acurrucada como un bebé en el vientre de su madre, murmurando ensoñaciones en la noche profunda, etérea...

Esa noche que algunos conocen por el nombre de Eternidad.

 

 

 Luis Bermer

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