En mitad de una
noche de octubre, a través de senderos de tierra
helada que se internaban en el corazón del
bosque y sus secretos, la doncella había
caminado durante horas, aterida de frío,
alejándose para siempre de su casa, sus padres,
sus hermanos, de su pueblo y todos sus
conocidos, de su vida entera. Para siempre. El
viento ululaba, siniestro, intentado asustarla
para que retrocediera, congelando su piel para
que recordase el calor del hogar, de los suyos.
Pero este frío era fuego si lo comparaba con el
hielo que había petrificado el interior de su
alma. Todas las mentiras habían dejado de
funcionar; ya no aguantaban el peso, la
impostura de su vida. Vivir fingiendo es peor
que morir. Y ahora, tras incontables tormentas
de dudas y laberintos, caminaba, con pequeños
pero decididos pasos, hacia la Verdad... oscura,
oculta...
Porque Pierre se había ido a las trincheras, a
luchar por ellos, y nunca regresó. Ha
desaparecido –le dijeron. No consiguieron
encontrarlo ¿Cómo que desaparecido? ¿Cómo puede
desaparecer alguien a quien sientes, y oyes, y
ves su rostro todos, todos los días, a todas las
horas? No...no, Pierre, tú no has desaparecido
porque sigues presente en mí. Para ellos, tal
vez, ya seas sólo un recuerdo sí, porque nunca
te quisieron desde el corazón, como yo hice con
el mío, este trozo de carne inerte que ya no
palpita. Para ellos, el mundo continuará
girando, pero nosotros dos ya no estamos en él.
Hemos desaparecido, después de todo.
Iluminada por el débil fulgor de las estrellas y
una luna velada por nubes cargadas de negritud,
la doncella llegó hasta la orilla del lago. Se
sentó en sus rocas, muy despacio, temblorosa. El
agua era un inabarcable espejo negro, acariciado
en ondas por el viento, reflejado en su oscuro
gemelo del cielo. Y a su alrededor, majestuosos,
los árboles en infinitas hileras como dientes de
una Naturaleza abismal en su misterio. Se sintió
frágil, insignificante, y en verdad así era en
mitad de aquella inmensidad natural, aterradora
¿Qué era ella, sino una pobre mujer confusa tras
perder el previsible guión de su vida? Era un
espectro de carne y hueso, en mitad de la nada.
Y estaba aquí, justo aquí, porque éste era el
lugar y el momento donde la voz de un sueño le
dijo que debía estar.
Si quería ver a Pierre.
¿Es una locura dejarse llevar por un sueño?
Posiblemente sí, en la misma medida que lo es
conducirse por una lúcida idea, pues la vigilia
tal vez no sea sino la más poderosa ensoñación.
Así, tiritando, abrazada a sus propias rodillas
y meciéndose en un intento por conservar un
mínimo calor, aguardaba con resignación su
destino, que intuía ya tan oscuro como todo
cuanto la rodeaba.
De repente, en la línea que suponía separaba la
indistinguible oscuridad del agua de la del
cielo, apareció un círculo de luz amarillenta,
lejana y mortecina, como una estrella caída o el
ojo de un animal que despertase. La observó con
fijeza, sin dejar de mecerse. El viento revolvió
su melena azabache, como en un último intento de
hacerla comprender que aún estaba a tiempo de
huir de allí, de volver a su vida tal y como la
conocía. Decidió que ya era tarde, imposible
regresar: el destino se precipitaba. La voz del
sueño parecía ahora más real que la de cualquier
ser querido. La voz del sueño no la había
engañado.
Aquella luz distante se acercaba, pero tan
lentamente que parecía no moverse en absoluto,
como si el aire mismo fuese un bloque de hielo
invisible. Crecía sí, podía apreciarlo a pesar
de los escalofríos de su cuerpo medio congelado.
Cada vez un poco más cerca. Flotaba sobre el
agua...juraría que era una lámpara... de gas...
una de esas lámparas de mano... y tan apagado
era su brillo que juzgó milagroso el hecho de
que se mantuviese encendida en mitad de una
noche cortante como ésta. Entonces distinguió un
leve chapoteo en las aguas, que se repetía
rítmicamente. Y vio que la lámpara –pues eso es
lo que era– no llegaba arrastrada por el viento,
sino que lo hacía sobre un objeto de madera
negra, como quemada: una barca. El aura de luz
perfilaba entre pliegues de sombras a la figura
encapuchada tras ella, tan sutilmente que llegó
a creerla una ilusión de sus sentidos ya
entumecidos. Remaba con exagerada lentitud, en
rígidas brazadas; aún tardó largos minutos en
llegar hasta la orilla, como si fuese la escena
de un irreal sueño lúcido. ¿Estaré durmiendo?
–pensó durante unos segundos. Comprendió que no
cuando la figura soltó los remos y se puso en
pie, en toda su insospechada, amedrantadora
estatura.
La luz de gas titiló sobre el hueso amarillento
de la calavera, que le mostraba su sonrisa
estática desde el fondo de la tela negra.
Se incorporó violentamente al recibir la
dentellada del terror. Su cuerpo emprendió la
huida, incapaz de comprender cómo esta pesadilla
se había filtrado en la realidad. Entonces
escuchó una voz dentro de su cabeza:
–Yo te hablé ayer, en sueños.
Sí, era cierto, reconoció al instante aquel
grave tono, su cadencia inmaterial. Y, de alguna
manera, sintió que esa voz era la suya propia,
hablando desde algún resguardo interior
desconocido, no de aquella figura siniestra,
rebosante de quietud. Su mente tenía dos bocas.
Así lo sentía, aunque no lo comprendiese en
absoluto.
–¿Eres la... Muerte?
La calavera no abrió sus mandíbulas, pero las
palabras se oyeron con claridad.
–No... soy la imagen, la idea que tu cultura
plantó en vuestras cabezas acerca del fenómeno
que conocéis como Muerte. Tus antepasados
crearon esta tétrica forma simbólica para
representar mi aparición, pues para ellos era el
summun de lo terrible, aunque resulte
francamente patética. Es mejor para ti que sólo
puedas verme así, una reconstrucción personal
que elaboras de esa imagen, pues, si
contemplases la realidad de lo que soy, de mi
esencia que ahora te rodea... perderías la razón
sin remedio...
La doncella se frotó los brazos para aumentar su
temperatura e infundirse ánimos.
–Creo que estoy hablando con mis propios
pensamientos –dijo al aire de la noche.
–Vivo en ti...pero no intentes comprenderlo. Es
imposible para tu mente. Una protección natural;
como los párpados lo son de la luz solar.
Ella miró las cuencas negras, que le devolvieron
vacío.
–Quiero... quiero ver a Pierre. Me dijiste que
lo encontraría aquí, en este momento, en este
lugar... ¿cómo es posible? Está muerto... lo sé.
Tras un extenso silencio, la Muerte icónica
habló:
–El tiempo y el espacio son una misma cosa,
aspectos de la unidad del Todo, que los hombres
se empeñan en dividir con su manía de inventar
nombres y conceptos, por razones pragmáticas o
simple vanidad. Todo cuanto fue y será está
aquí...y ahora.
La doncella apoyó su frente entre las manos,
como si no pudiese soportar el peso de sus
ideas. Después, alzó su cara hacia la Muerte,
con los ojos bañados en lágrimas.
–Deseo estar con Pierre en sus últimos momentos.
Muéstramelo, porque a eso he venido.
–Lo que me pides te causará un dolor...
indescriptible, como jamás lo has experimentado.
–¡Quiero verlo! –sus lágrimas cayeron resbalando
por las mejillas. Se lo debo, sufrir como él. Y
tú me lo prometiste...
–Él murió, y no querría que tú sufrieras lo
mismo. Te prevengo: no es lo que esperas. Y él
no volverá jamás.
–Yo tampoco volveré a mi hogar sin verlo, aunque
sea por última vez.
La Muerte la observó desde su sonriente palidez.
Al fin, sacó una blanca mano de la oscuridad
para señalar la arena cercana a la orilla, y
dijo:
–Contempla tu deseo entonces. Siento que hayas
despreciado mi consejo...
El área que señalaba su falange descarnada
comenzó a iluminarse. La arena se removió para
ir formando el parapeto de una trinchera. El
musgo se estiró en espiral de alambre de espino,
mientras las rocas se convertían en las vigas de
una barricada metálica. Al oído llegaban los
tableteos de distantes ráfagas de ametralladora,
el estruendo sordo de los obuses... entonces lo
vio.
Sí, era él...lo veía a través de sus ojos
empañados, moviéndose junto a sus compañeros de
trinchera. Iba cubierto de sangre y barro, pero
le reconoció por su corpulencia, sus
gestos...gritaba algo a los soldados señalando
al lago con su rifle al tiempo que se sujetaba
el casco con la otra mano. Los demás también
gritaban, otros disparaban... si pudiera
correr... sacarlo de ahí con un abrazo y traerlo
consigo... De repente escuchó un silbido agudo
descendiendo al grave, muy cercano... y la
tierra reventó en un volcán terrible de piedras,
restos y barro.
Durante unos segundos observó la escena infernal
ante ella, estupefacta, como si fuera una
fotografía imposible. Después, comenzó a
comprender parte de lo que le mostraba...
Los gritos de su mente al romperse fueron
arrastrados por el viento hacia las heladas
llanuras de la noche sin fin.
Fue un pobre pescador el que descubrió el cuerpo
congelado de la doncella junto a la orilla. En
unas horas estaban allí sus familiares, vecinos
y las autoridades del pueblo, conmocionados, en
este amanecer de pesadilla. Las almas se
rindieron ante el llanto de aquellos padres, sus
movimientos de ternura al arropar a su niña para
llevarla de vuelta a casa, lejos del frío...
lejos del frío...
Nadie en aquella comitiva de dolor hubiera
podido ver cómo se alejaba la barca hacia el
interior del lago nocturno. Nadie habría visto a
la figura de negro que, con lenta majestuosidad,
remaba incansable. Nadie sabía que en el fondo
descansaba la doncella, acurrucada como un bebé
en el vientre de su madre, murmurando
ensoñaciones en la noche profunda, etérea...
Esa noche que algunos conocen por el nombre de
Eternidad.