EL ALTIPLANO DE ORIONPor Julio Cob Tortajada |
Las campanas sonaron en todo el altiplano y marcaron el inicio de la jornada para los pocos labriegos de un pequeño pueblo situado en el extremo más alto entre agrestes peñascos. Sus casas, unidas unas tras otras protegiéndose de la crudeza del clima, dibujan una jota, en cuyo rabillo final está el camposanto enclavado en el punto más alto de la meseta. La Iglesia es el punto arriba de la letra, el sitio magno que le corresponde, como primera y más antigua construcción del poblado. Tras ella, el brazo alargado de las casas da la forma al lugar. Aquella mañana Orión estaba en lo alto del campanario, observando cómo los pajarracos picoteaban los restos de las mieses ya segadas. Era tal su afición a la caza, que sólo por ello iba a la Iglesia en busca de la información que el alto mirador le facilitaba. Era su lugar de observación y gozaba con el permiso del anciano párroco, esperanzado éste en que la costumbre sirviera para que fueran otros, más profundos, los motivos de la diaria visita. Orión, joven de rubios y largos cabellos, unía a sus refinadas actitudes una gran apetencia por toda clase de belleza. Su exquisitez por el arte llegaba al punto que la trasladaba a sus lienzos. Convertía su casa, engañando a su soledad, en un taller de pintura y pinacoteca. Con sus obras y otras ajenas se extasiaba en su contemplación. Su segunda visita de todos los días, bajado del campanario, era al pequeño cerco de piedras adosado a su casa, lugar donde alberga a sus dos perros Can Mayor y Can Menor. Dos sabuesos nórdicos de cabeza cónica, maciza y poderosa. Perros guarnecidos de pelo denso y lanoso que les protegía de las frías temperaturas adaptándose al mullido tapizado de la nieve. Sus rabos eran curvos e inquietos y su apariencia servil, siempre dispuesta a lo que su amo pudiera requerirles. En sus cacerías, Orión, siempre los llevaba y presumía de haber dado caza a todos cuantos animales se habían cruzado por su camino. Ninguno se le había escapado y nadie dudaba del valor de Orión, de su destreza y también de su temeridad. Se había enfrentado a animales peligrosos gracias a la protección que los sabuesos le aseguraban, pero ello no le restaba un ápice de su valor. Un día llegaron noticias al poblado de la existencia de un perro lobo que se había distinguido por su ferocidad en otros pueblos más abajo y aseguraban haberlo visto dirigirse hacía lo alto de la meseta. Gran depredador, le habían bautizado con el nombre de Aldebarán, debido a su color rojizo de la tierra y le temían por su acoso y encorajinada furia hacia los animales que encontraba a su paso. Pero si ya por todo aquello era temido aquel lobo, mayor pánico produjo al conocer que Aldebarán estaba ejerciendo su rapiña por mandato de su dueño Júpiter que, amo y señor de todas aquellas tierras, deseaba limpiar la meseta de toda clase de perros. Sabedor de la pericia de Orión para la caza quiso impedir sus capturas matando a sus perros. La noticia le llegó a Orión, y desde aquel momento estuvo deseoso de encontrar a la temida fiera y con la ayuda de sus sabuesos darle muerte. La encontró en menos tiempo del que esperaba. Atardecía y la atisbó entre el cereal del llano. Dos rápidas señales a sus sabuesos fueron suficientes para que acabaran rápidamente con el feroz lobo que apenas puso resistencia. Furioso Júpiter al conocer este desenlace cambió de actitud y decidió mandar a un joven y astuto colaborador, llamado Escorpión, diestro en el uso de sus arácnidos para deshacerse de sus enemigos. De edad semejante a la de Orión y de carácter afable, a Escorpión le resultaría fácil ganar la confianza del cazador para conseguir sus pérfidos planes. Y así fue. Trabaron amistad con rapidez, Escorpión desde el primer momento sintió un afecto especial por Orión, cuyo porte y refinado tacto por la belleza embelesó sus sentidos. Al poco tiempo se olvidó de su misión asesina, pero no para contársela. Le puso al tanto de todo y le alertó que a partir de aquellos momentos las vidas de los dos estaban en peligro. Orión le comentó que no temiera nada. Gran conocedor del altiplano con la ayuda de sus dos sabuesos sería imposible que Júpiter terminara con ellos. La llegada de enemigos sería avistada de inmediato debido a que los dos únicos caminos de llegada, uno al este y otro al oeste de la meseta eran de fácil vigilancia. Y fue lo que ocurrió, al llegar los opresores por cualquiera de ambos caminos, uno de los dos jóvenes con la rapidez del rayo, se dejaría ver, despareciendo de inmediato. La celada alertaría a los sabuesos quienes darían rápida cuenta de los atacantes y la sorpresa en su acción los convertiría en invencibles. Durante meses aquellas intentonas tuvieron el éxito esperado y con ello la muerte de los enviados de Júpiter. Los intrusos cuando veían a Orión por el este, Orión desaparecía raudo; cuando veían a Escorpión por el Oeste, Escorpión hacía lo mismo; los sabuesos, atentos, con gran destreza terminaban con los enemigos. Pasado un tiempo la situación cambió radicalmente. El creciente afecto entre los dos jóvenes hizo que se olvidaran de la caza. Y viendo Júpiter que ya no significaban para él peligro alguno porque no le restaban caza, y sí la pérdida de sus enviados, rehusó a la captura de Orión, pero éste no se enteró. Fue por todo ello que los dos jóvenes quedaron vigilantes para siempre: uno el lado este, el otro el oeste del altiplano. Aquella sincronización quedó cincelada en los comentarios de los escasos labriegos, quienes mantenían murmuraciones sobre la actitud de los jóvenes efebos. Estos, mientras tanto, cada vez más tranquilos, gozaban de sus sentimientos convencidos de que no pudieran molestar a la voluntad de Dios. Júpiter quiso trasladar a la Tierra la leyenda pagana de la persecución implacable de Escorpión para matar a Orión. Ignoraba que una vez hechos hombres en la Tierra, los innatos sentimientos en los seres humanos iban a cambiarles su misión. Noviembre 2006-11-05 |
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