Le vi correr tras el aro. Lo conducía con su alambre trenzado
buscando el equilibrio, diestro al regate ante cualquier peligro
que pudiera terminar con su carrera para perderse por los suelos
cediendo su fuerza hasta convertirse en la nada. Sin embargo,
lograba mantener la rueda alzada el mayor tiempo posible a pesar
de sus cabriolas y gracias a su pericia que le permitía avanzar,
zigzagueante, al igual que sus pensamientos llenos de retos y
porfías camino de una gloria en la que él, y nadie más que él
pensaba.
Cualquier cuesta arriba era un obstáculo a vencer. Y lo conseguía.
Luego, la tenacidad y nuevos horizontes, que si estaban ocultos le
motivaban mucho más, le daba un mayor apetito a su insaciable afán
de impulsarlo soldado a su cuerpo como parte de su persona.
Y con solo darle un efecto contrario le hacía volver hacia atrás,
aunque para ello había que realizar cierto enredo y provocar su
retroceso como lo hacen los cangrejos que no sabemos si es que
huyen o es que avanzan. Pero aquella treta no le gustaba y lo
hacía como un ligero descanso para con nuevos bríos lanzarse
cuesta abajo, siempre atento al peligro, dominado por la facilidad
engañosa que nos lleva a la confianza y después al fracaso.
Pero dejemos el aro en el baúl de nuestros recuerdos como un
tesoro oculto que nos llenó de ideas ilusorias y sin límite
alguno. Sólo el de lo inalcanzable.
Porque si aquello giraba a enorme velocidad y ahora vemos que
parece que fue ayer, la realidad es otra. Ha pasado mucho tiempo y
el tesoro permanece intacto, con la duda, de si aquel muchacho ha
sacado provecho de una pericia olvidada que le cautivaba. El
enredo de la marcha atrás es imposible. Y ya ni siquiera sirve
buscar la pendiente de lo fácil cuando huimos de la ascendente que
no podremos vencer. Sólo queda el sosiego del recuerdo de un
alambre retorcido y añorado que ya no nos va a servir: porque la
llave que guarda el aro quedó oxidada por el tiempo.
Febrero 2007-02-19
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