EL CRISTO INTERPLANETARIO.

Por Agustín Serrano Serrano.

 

En un monte cercano a Jerusalem, hace unos dos mil años, un profeta llamado Jesús fue crucificado por blasfemia y por ‘’agitar a los hombres con falsos testimonios y dudosos milagros’’, según contaron.

 

Cuando el que se hizo llamar: Hijo del Hombre, fue muerto, éste, como todos los seres de su planeta, llegó a la lejanísima estación galáctica Vit-12.000.

Al hacerlo, se encontró en un puesto fronterizo enorme, lleno de hombres, animales y otros seres extraños.

Aquello era el cielo, o mejor dicho, el lugar a donde todos los habitantes de la galaxia iban cuando sus existencias llegaban al final.  

Jesús, el Nazareno, trató de pasar desapercibido, desconociendo la función de aquel lugar, repleto de puentes sobre nubes, torres eternamente altas y formas brillantes que los rodeaban insistentemente bajo la noche espacial.

 

Los terrícolas creían estar en el cielo, dejando las interpretaciones del mismo para cada diferente religión. Los pájaros y demás animales, pretendían encontrarse en el mismo terreno de cuando estaban vivos, revoloteando y correteando por el inmenso espacio. Y los extraterrestres tenían la certeza de que aquello sólo era una estación más a un nuevo proceso evolutivo.

 

Jesús seguía caminando, cuando un hombre lo reconoció entre la muchedumbre.

 

Mirad, es Jesús de Nazareth. El hijo del carpintero de Galilea. Aquel que hacía milagros. ¿Qué habrá sido de él?

 

Y todos los hombres, desconcertados por su nueva situación, se apresuraron para ver de cerca al profeta. Cuando se aseguraron de que era el Mesías, enloquecieron, implorándole ser salvados de aquella confusa circunstancia.

 

Jesús, Jesús, sálvanos. Vociferaban incluso aquellos que, vivos, no habían sido nada creyentes.

La multitud se alteró, volviéndose perturbada. Todos habían oído hablar de él en vida y todos querían ser devueltos a sus casas por él.  

 

Cristo, Nuestro Señor, haz un milagro. Pedían enfervorizados.

 

Seguidamente, Jesús, subido a una de las torres, comenzó a hablarles:

 

Hijos míos, vuestra salvación está en vuestro corazón. Habéis llegado al cielo y mi padre pronto os recibirá en su reino, recompensando vuestro amor y vuestra Fe por él.

 

Manifestó el crucificado, que aún mostraba las heridas sufridas en la cruz y sin saber realmente si lo que había dicho, era cierto.

 

Pero la aglomeración humana no se calmó, y su entusiasmo por ser protegidos por Cristo, crecía y crecía, provocando una histeria colectiva que amenazaba la tranquilidad del lugar. Los vítores y demás exclamaciones escandalosas, se oían por toda la base interplanetaria, y los resplandecientes haces de luz, que hacían de guardias pacíficos, no podían callarlos.  

De pronto, de lo alto del puente mayor, se oyó una voz medio humana, medio monstruosa.

 

Silencio. Pronunció con estruendo.  

 

Era un gigante ataviado con un manto blanco y la testa rapada.

 

Cálmense, por favor. Quédense donde están. Los enlaces de los puentes les llevarán a sus puertos de destino, el cual ya está registrado. Algunos volverán a sus planetas de origen en otras vidas, y otros se quedarán aquí, como ciudadanos de esta civilización.

 

No necesitamos su ayuda. Tenemos a Jesús. Él nos salvará. Gritó uno.

 

Los habitantes de la Tierra siempre nos dieron problemas. Permítanme que hable con él y sigan el trayecto a los puentes.

 

Y así, Jesucristo se reunió con aquel gigante, el cual le dijo:

 

Eres un hombre muy sabio, pero no posees como ellos creen, ningún poder divino. En ésta base gobierno yo. Tengo poder para decidir el destino de los seres de la galaxia que han muerto y pasan por aquí. Te concedo una vida plácida en estas nubes, con la condición de que no vuelvas a agitar a las masas que lleguen.

 

No tendrías poder sobre mí, sin la voluntad de lo Alto. Manifestó Cristo con su parsimonia habitual. Y la gigantesca entidad respondió:

 

En lo alto no hay más que estrellas y polvo espacial. Materia indestructible e inagotable. Física naturaleza. No existe ningún ser sobrenatural capaz de crear o destruirlo todo. Ni yo mismo podría hacerlo. Tu ganada en la Tierra, magnificencia, jamás habría existido de no ser por la fe de los insignificantes y débiles seres humanos, que como sombras negras, se agarran al cielo, aquello que aún no han rebasado, para curar sus males y redimir sus pecados. Hasta aquí incluso, buscan milagros, en vez de buscar las respuestas por sí mismos con su genio.  

 

Eres un hombre muy sabio, pero si no hubieses sido tú, ellos habrían creado a otro salvador.  

Ahora ve y vive en paz, aquella que no tuviste en tu mundo.

 

Y Jesús, siguió su nuevo camino.

 

 

 

 
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