Cuenta una antiquísima leyenda celta que los
druidas realizaban un ritual mágico en el bosque sagrado e
invocaban a los espíritus de la naturaleza al nacer un nuevo
integrante de una tribu. Plantaban la semilla germinada de un
roble en un lugar concienzudamente meditado. Colocaban a la
parturienta vestida de blanco sobre el agujero que serviría de
hogar a la semilla. Al parir, los líquidos del parto regaban la
tierra mientras el jefe druida cortaba el cordón umbilical. El
resto del poblado les rodeaba. Formados en círculo entonaban
cánticos en honor a la madre naturaleza. El bebé era zarandeado
de druida en druida para eliminar las fuerzas oscuras que
pudieran acosarle. Mientras el jefe de la tribu introducía los
restos de placenta en el agujero para abonar su interior. Al
finalizar el ritual; los cánticos elevaban su tono a un nivel
atronador, a la vez que el druida supremo introducía el bulbo
germinado en el fondo del pequeño foso. El resto de druidas
echaban tierra hasta cubrirlo en su totalidad. A partir de ese
momento el espíritu del bebé y el del roble quedaban unidos para
siempre. En base al crecimiento del árbol, los druidas podían
predecir el futuro del nacido durante el ritual sagrado.
Cuenta ésta historia que en una
localidad gallega existe uno de los robles más antiguos de
Europa. El llamado roble de San Antonio; donde una niña ciega
pasa sus horas pegada a su enorme tronco, entonando canciones
que nadie conoce y recitando historias que le han sido
trasmitidas a su vez por su abuela María. El árbol es inmenso,
espeso en ramas y atacado por temporadas por el muérdago
invasor. Su tronco abarca tal superficie que se necesitarían
unas siete personas para abrazarlo. En la parte superior del
mismo existe un gran orificio, originado por un rayo mucho
tiempo atrás. Parece mentira; cómo un árbol con esa herida pueda
sobrevivir con tanto esplendor a lo largo de los años.
La niña; menuda
y frágil, mata su tiempo disfrutando de la naturaleza. Vive con
su abuela en una antigua casa de piedra. Reciben dos veces por
semana los cuidados de una asistenta social que realiza
funciones de empleada de hogar y auxiliar de enfermería, siendo
subvencionada por la diputación coruñesa. En ocasiones; su finca
se llena de turistas, ansiosos de fotografiarse con el
portentoso hijo de la naturaleza. Al observar a una niña
invidente; sentada al estilo yoga y con la espalda apoyada en el
gran tronco del árbol, se sorprendían. Ella acostumbrada, solía
decirles con mucho descaro:
“¡Hola a
todos! Me llamo Clara; soy ciega, tengo catorce años. Este gran
árbol que observan, es el roble de San Antonio. Según se ha ido
transmitiendo de boca en boca a través de los siglos, parece ser
que es el último de los árboles del antiguo bosque sagrado que
existió por estos lares. Por lo tanto puedo decir, que es un
roble sagrado. Tiene más de setecientos años, aunque unos
científicos estudiosos de la naturaleza digan que no tiene más
de doscientos. Mi abuela no se equivoca. Le relataron ésta
historia de pequeña igual que ha hecho ella conmigo. Este roble
ha sido testigo de cruentas luchas entre los ejércitos de los
caballeros feudales y los campesinos de las revueltas Irmandiñas
en la edad media. En el siglo diecinueve un rayo casi lo
destruye. Los vecinos del la aldea con muy buen hacer formaron
una cadena y a base de cubos de agua lograron apagar el incendio
que se había originado. A pesar de todo, logró sobrevivir.
Son muchas las historias que puedo relatarles
al módico precio de dos euros por persona. Una vez que comienzo
mi relato no acepto interrupciones de ningún tipo. ”
Sorprendidos y algo contrariados, los
visitantes se miraban unos a otros como preguntándose qué hacer.
Al cabo de unos instantes depositaban el dinero de rigor en una
taza de porcelana que la niña sujetaba en las manos. Si alguno
de los presentes se escaqueaba de la propina, Clara se lo hacía
saber, comenzando su relato cuando todos y cada uno cumplía con
el pago:
“Gracias por
su aportación. Si no fuera por todos ustedes mi abuela y yo nos
moriríamos de hambre. Gracias al roble de San Antonio yo nací
con un pan debajo del brazo. Se le llama de ésta manera desde
hace cientos de años, en honor a Fray Antonio de Guevara, obispo
de Mondoñedo durante buena parte del siglo dieciséis. El obispo,
antiguo inquisidor, ordenó talar todos los robles del bosque,
menos éste, por considerar que en ellos se realizaban reuniones
paganas invocando al innombrable. De sus ramas, colgaban unas
enormes jaulas que exhibían humanos malhechores. Los viajeros,
contemplaban horrorizados los gritos de los condenados y a duras
penas continuaban su camino, prevenidos de que eran unos
endemoniados. Fray Antonio de Guevara, arrepentido de sus
pecados, ordenó su incineración antes de morir. Se esparcieron
sus cenizas alrededor de la base del tronco del árbol. Nadie
entendió nunca por qué tanto aprecio a ese roble por su parte.
Desde entonces pasó a ser el roble de San Antonio y lugar de
culto para creyentes convencidos de que el inquisidor fue un
santo.
A principios del siglo veinte nadie se
acordaba del roble, creciendo éste a sus anchas libre de las
garras del ser humano. Curiosamente, continuaba siendo el único
árbol en lo alto de la montaña. Una vez fue lugar de paredón en
la guerra civil española, donde las tropas nacionalistas de la
época fusilaron a mi tatarabuelo y otros colaboradores del bando
rojo. Si se fijan bien, en el tronco pueden observar pequeñas
muescas, producidas por los disparos. Varias balas se alojan en
su interior desde entonces.”
Muchos
de los presentes estaban sentados en el campo. Escuchaban con
interés sin mediar palabra. Clara; incansable, no cejaba en el
empeño de transmitirles todos sus conocimientos, adquiridos
mediante las clases particulares impartidas por el párroco del
pueblo. Lo que más le impactaba eran las historias de su abuela
y la lectura de los libros que le leía la asistenta social.
La abuela de Clara; sentada en una mecedora y
calentándose a la vera de una “Lareira”, calcetaba sin parar
ropa de lana, para así venderla a los improvisados invitados que
asolaban el lugar. Miraba de vez en cuando por la ventana y veía
a la niña sentada con unas cuantas personas a su alrededor. Se
sentía orgullosa. No se arrepentía para nada de haberse hecho
cargo de ella, sobretodo, desde que sus padres emigraron a
Argentina. El padre de Clara, periodista argentino, se había
casado con su hija. Dos años después se la llevó para su país,
dejándole a una niña ciega de dos años. La niña, a pesar de ser
ciega, ayuda a su abuela en todo lo que puede.
Incombustible durante horas, si la dejasen, Clara
se pasaría el día repitiendo las mismas historias sobre el
árbol. Y en ello estaba antes de despedirse de los turistas:
“Tengan ustedes por seguro que si desean tocar la
historia con sus propias manos tan solo tienen que acariciar el
tronco del roble de San Antonio. Al hacerlo, curarán los males
del espíritu. Sólo puede tocarse durante el día, por la noche
sería peligroso. Es un árbol mágico. Les aseguro que en las
noches de luna llena pueden oírse cánticos hermosos, pueden
verse pequeñas lucecitas de colores revolotear a su alrededor.
Soy ciega pero las veo. Ahora se acerca el frío y la oscuridad,
por lo tanto les aconsejo que vuelvan a sus casas, el ocaso ya
está aquí.”
Al momento de
terminar sus palabras, la niña se puso en pié. Silenciosa,
decidida, erguida y sin vacilación, caminando de manera
apresurada se dirigió a casa de su abuela.
Sentados en el
campo parecían petrificados mirando fijamente al gran roble. Las
palabras de Clara habían calado hondo en estos personajes.
Ensimismados en pensamientos, los tres muchachos apenas se
enteraban de que iba oscureciendo poco a poco. Era la cuarta vez
que escuchaban los relatos de la tierna niña ciega. Conscientes
de que sus padres los castigarían duramente si se enterasen
dónde habían estado, se pusieron en pié. Mirándose unos a otros
dirigieron sus pasos hacia el tronco. Lo tocaron; cada uno en
una parte, apoyaron ambas manos y acercaron sus cabezas cómo si
quisiesen escuchar en su interior. De repente; uno de ellos
intentó decir algo, vocalizaba sin sonido, nervioso. Intentó
apartarse, sin éxito. A los demás les ocurrió lo mismo, eran
incapaces de despegar sus manos del tronco del roble sagrado.
Sin esperarlo; una gran fuerza invisible los despegó
bruscamente, cayendo de espaldas en el campo. Se levantaron
agitados; intentando decir algo, pero ningún sonido salía por
sus bocas. Nunca tan rápido habían corrido en su vida. Clara y
María observaban por la ventana a los chicos correr. Sentadas
una frente a otra y tapadas con una manta, se miraban de vez en
cuando con signos de complicidad. Los jóvenes; al llegar a sus
casas, no pudieron explicar lo ocurrido y sus voces no llegaron
jamás a recuperarlas. Sus familias se hartaron de médicos y de
explicaciones banales. Visitaron la casa de María para
preguntarle, pero ella no les quiso ni atender. Abandonaron el
pueblo las tres familias, convencidas de que sus hijos habían
sufrido algún tipo de encantamiento, según cuenta la gente del
lugar.
Clara y su
abuela; ajenas a comentarios, se aislaban del mundo en su
pequeña montaña, antiguo bosque sagrado de una tribu celta de
Gallaecia. Todos los días a medianoche, María le relataba a la
niña como las sílfides salían del agujero del tronco del roble
de San Antonio. Las conocía por su nombre y en cuanto divisaba
alguna conocida se lo hacía saber. Los elfos escalaban
torpemente el precipicio que les unía con el suelo. Las hadas;
más luminosas que las demás, realizaban círculos acrobáticos
deteniéndose en el aire. Para luego apoyarse en una rama,
acostarse en una hoja y dormir plácidamente. Dos enanos con
vestimentas rojas y gorro con cascabel saltaron al césped. Una
bruja sentada en una silla de playa, apoyaba su espalda al
tronco del roble, mientras orinaba sobre el terreno. De las
ramas del roble de San Antonio cuelgan miles de lucecitas por
las noches. La gente menuda que grita, llora y ríe. Se escucha
una deliciosa música, unos cánticos de extrema belleza entonados
por las hadas.
Cada noche antes
de acostarse, Clara abre su ventana y habla a los seres mágicos.
Les recita poemas recién inventados. Les promete que no se
acercará a ellos, tal y como manda la tradición. Deberá hacerlo
la noche de solsticio de verano. La misma noche de su
nacimiento. La misma noche del ritual en el cual fue plantado el
árbol sagrado. La misma noche en la cual hace más de setecientos
años, nacía en las manos de un druida, una antepasado. Tanto
ella, como su abuela María, estaban deseando que llegase esa
noche. Por qué en ella era el único momento del año en cual
podía ver todo el colorido mundo de su alrededor.
Milagrosamente; los habitantes del roble con su magia, devuelven
la vista a Clara por una noche, a cambio de que ella y su abuela
guarden su secreto para siempre.
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