Ángel
Guttendörf siempre fue un muchacho muy despierto.
En el
Bonn de 1819, año de su nacimiento, había niños que hacían las
delicias de sus padres por su enternecedora infantilidad o por
las gracias típicas de la tierna edad. Guttendörf, en cambio,
nunca fue un niño especialmente gracioso, hasta a veces nada
simpático, pero su temprana inteligencia y sus precisos y
acertados comentarios le hicieron ser, desde muy pequeño, un
auténtico niño prodigio.
También en el aspecto de la amistad y el compañerismo Guttendörf
revelaba una calidad humana y una muy eficiente capacidad de
juicio. A pesar de no compartir con los demás niños los mismos
juegos, la mayoría de éstos lo buscaban por el mero placer de su
compañía. Sin embargo, no era ni mucho menos un niño perfecto.
Habitualmente, más bien por su empecinada tozudez, no se dejaba
aconsejar por su estricto padre o por los rectos profesores de
la escuela-granja Holstein. Cuando eso ocurría, siempre corría a
través de la vega hasta llegar a la orilla del río, justo donde
se levantaba la casa del viejo Larss.
Larss
Raissglund había sido profesor de ciencias en la célebre
universidad de Lund, en Suecia. Allí fue un catedrático de
innegable prestigio, pero al fallecer su esposa dejó de impartir
clases, huyendo de su amado país, desde el que llegó hacía casi
veinte años.
El
viejo Larss, como era conocido en Renania, era un hombre esquivo
y pocas veces visto en la ciudad. Se pasaba semanas enteras sin
salir de su casa junto al río, y cuando lo hacía, era para
comprar harina y café o acudir a misa.
Larss
no se parecía a los científicos de la época, ‘’tan paganos como
una piedra’’, como solía decir. Su Fe religiosa era enorme y su
cita favorita: ‘’La ciencia es la herramienta que nos ha dado
dios para conocernos y descubrirle’’. Frase que muchos otros se
apuntaron años después.
Muy
pocas personas conversaban con él, excepto el cura y el niño
Guttendorf. Éste, paseando una mañana de domingo por el río,
observó un palomar y a un hombre leyendo el mensaje dejado por
una paloma.
Fue
la primera vez que se vieron. Se acercó con curiosidad,
importunándolo:
- ¿Qué le pasa a tu paloma?
- Nada. Es una paloma mensajera. Márchate de aquí, niño.
Le espetó áspero y casi sin mirarlo.
El
malhumorado entró en la casa, hecha con piedra y bastante
deteriorada. Pero los nueve años de curiosidad no podían
marcharse, empujándolo a rodear la vivienda.
Encontró un hueco por el que se coló en la propiedad. Por una
de las ventanas, subido en una pila de cajas, vio al viejo
rodeado de palomas y gruesos libros. De un cajón sacó unos
anteojos, leyendo la nota extraída del animal. Seguidamente,
escribió con rapidez en un papel en blanco, lo enrollo, y con
facilidad, lo ató a la pata de la mensajera. Desde la ventana
más grande la soltó.
Después abrió una de las jaulas, cogiendo lo que parecía un
palomo muerto y desplumado. Lo diseccionó y pedazo a pedazo lo
fue colocando en recipientes llenos de formol. El niño estaba
maravillado. En la escuela aún no había empezado a estudiar
biología, pero aquello le fascinaba.
Al
cabo de un rato se marchó en silencio, proponiéndose estudiar
todo lo relacionado con la biología, anatomía…tanto de los
animales como de los hombres. Aunque antes, abordó el deseo de
conocer a aquel desaliñado señor.
Y fue
una de esas tardes en las que el niño se dirigió a la pila de
cajas para espiar al extraño profesor, cuando éste le escribió
una nota en la ventana:
‘’Mis palomas y yo lo vemos
todo’’
Guttendörf, boquiabierto, se sonrojó bastante.
Ya no
se sentía bien espiando. Nunca imaginó que aquel hombre se había
percatado de su presencia. Decidió marcharse, avergonzado, pero
al hacerlo, oyó una voz ronca de dentro de la casa.
- Pasa. Quiero enseñarte algo.
El
niño vio la puerta entre abierta y, aunque no estaba seguro,
supuso que era a él.
Se
armó de valor y entró en el hogar del viejo Larss.
La
estancia hedía a animales muertos mezclado con excrementos de
los mismos; olores que competían en fetidez. Había sangre seca
por todas partes y el maullido de un triste gato era lo único
familiar.
Larss
sacó de un anaquel medio caído un recipiente de similar
capacidad a la de un tarro grande de mermelada. En su interior,
cubierto por amarillento formol, se observaba el cuerpo deforme
de un animal pequeño. Debido al tamaño, Guttendörf no logró
descubrir qué era. Preguntó al anciano. Éste respondió con
severidad:
- Míralo cien veces más y después pregunta.
Y eso
hizo obediente. Observar todas y cada una de las partes del
animal conservado, el cual, a ojos de cualquiera, resultaba ser
la aberración más fantástica del mundo. Su cabeza era la de un
gato pequeño, de eso no había duda, así como su cuerpo, patas y
cola. Un meloso gato sería en vida. Pero por encima del lomo,
casi indistinguibles por el líquido, el felino mostraba un par
de alas.
- ¿Un gato con alas?
- ¿Es ésa ya tu pregunta? Inquirió Larss con mal humor
sin levantar la cabeza de su estudio.
- ¿Dónde lo ha encontrado?
- El gato es el hijo de Molly, una vieja gata que vivió
conmigo en Suecia. Las alas son de una paloma.
- ¿Cómo lo hizo? Porque…esto lo hizo usted, ¿verdad?
Dedujo el niño sin dejar de observar el frasco y su contenido.
- Fue la naturaleza quien lo hizo. Yo sólo lo descubrí.
La creación no es solamente lo que ves a diario. Dios dejó
celosamente guardados numerosos secretos. Nos concedió una mente
prodigiosa preparada para revelarlos todos, aunque algunos se
empeñen en negar cosas absolutamente posibles.
- ¿Cree que este gato, bueno, paloma o lo que sea, pudo
volar?
- Ésa es tu mejor pregunta. Eres un mocoso muy listo.
Mira, ¿ves esto? – Larss señaló a uno de los nidos de palomas
colocados en las ventanas de la casa. – Son pollos de paloma y,
lógicamente, aun no pueden levantar el vuelo. El alado hijo de
Molly era un recién nacido cuando intervine en él.
Lamentablemente, murió al finalizar la operación.
Guttendörf estaba sobrecogido. Se preguntaba lo que dirían de
aquello en la escuela. Era increíble estar en la apestosa casa
de aquel hombre. Pero el tiempo era su tercer maestro, tras su
padre y el de la escuela, y hubo de marcharse pronto. Quiso
preguntar a Larss si podía volver al día siguiente, pero
temeroso de una negativa, no deseó irse con amargo sabor, así
que lo dejó en suspenso.
- Anda, ve, y no le digas a nadie lo que has visto hoy
aquí, o se llenará el jardín de curiosos ignorantes. Le dijo el
viejo al salir.
Pasaron varios años, y lo que empezó como la admiración de un
chiquillo hacia la brillante mente de un maestro medio loco, se
convirtió en una estrecha y sincera amistad. Guttendörf, aunque
por sus compromisos, debido a su incipiente y prometedor
prestigio, no disponía de mucho tiempo libre, cada vez que
necesitaba ver a Larss no lo dudaba, contemplando cada año como
el viejo sueco se iba deteriorando, tanto física, como
emocionalmente.
Pese
a la sensata oposición debida a la avanzada edad, efectuada
desde una noble y mutua confianza, Larss prosiguió con sus
extraños experimentos, a los que sólo Ángel era el único capaz
de cuestionar. Raissglund se marcó una meta: conceder a dios
todos los descubrimientos que él mismo había escondido con celo
en el mundo. Y Ángel, cada vez menos religioso y más científico,
se empeñaba en lo contrario, en tomar la ciencia como único
instrumento descubridor de respuestas.
Un
día, estando el joven científico impartiendo clases de botánica
a un grupo de niños cuyo profesor había caído enfermo, vio como
en lo alto de la colina, Larss, que ya llevaba meses sin salir
al aire libre, lo saludaba.
Pidió
a los niños que aguardasen y acudió a él.
- Amigo Guttendörf, ¿te he contado alguna vez por qué
dejé la universidad de Lund?
- Sí, claro. Lo de la rivalidad con Galvani y la
publicación del Frankenstein.
- Ha llegado el momento de partir, mi joven amigo.
- Pero, ¿adónde va?
- He de hacer un viaje sin el cual mi vida no estará
completa.
- ¿Por qué habla así? Parece que piensa en morirse.
- Guttendörf, tú eres muy joven, la vida, la curiosidad,
se abre paso en tu interior. Te he enseñado todo lo que sé.
Estoy viejo y enfermo, y lo sabes. Ahora he de partir. No quiero
acabar en esa apestosa e inmunda cabaña a la que las llamas ya
habrán consumido. Manifestó Larss más tranquilo que nunca.
- Imagino que ha venido a despedirse. Dijo Ángel.
- He venido a pedirte que me acompañes. Pero veo que
tienes una bandada de pichones en tu aula. Pareces uno de
aquellos maestros de la Grecia clásica con sus clases al aire
libre.
Guttendörf miró a los niños que, como abejillas libadoras,
curioseaban, lupa en mano, todo aquello que les rodeaba. Se vio
a sí mismo con esa edad y pensó que tal vez el viaje junto al
viejo le sería tan útil como cuando espiaba, siendo crío, lo que
hacía.
- ¿Profesor, se dirige usted a la estación? Le preguntó
con interés.
- A mediodía sale mi tren. Allí te veré. Contestó Larss.
Ángel
preparó una bolsa sin saber si haría frío en su destino. Para
prevenir, echó ropa de abrigo.
La
estación estaba aquel día más concurrida que de costumbre.
Contaba con un vaivén de pasajeros y mucho disfrazado, pues al
día siguiente se celebraba la gran fiesta de carnaval.
Cuando subieron al vagón de tercera –Larss nunca iba en primera-
el joven aún no preguntó nada, aunque lógicamente sabía que la
siguiente parada del tren era en Hannover. Pero algo le decía
que Larss iba más lejos, y que ese viaje no era una expedición
de un sólo día.
- No me será difícil recordar esto. Caviló mientras
miraba por la ventanilla.
El
trayecto hasta Hannover fue tranquilo. Larss no cerraba un viejo
libro escrito en latín. Por las ilustraciones, se trataba de un
compendio de leyendas. Guttendörf lo miraba con ganas de
conversar, pero desde hacía mucho sabía que no era agradable
interrumpir al maestro en sus lecturas.
Decidió acomodarse, pese a la dureza del asiento, y con la
cabeza reclinada, observó el paisaje, pensando en que el motivo
que le había animado a acompañarlo estaba justificado;
agradecimiento por todo lo que le había enseñado.
Y es
que con aquel escuálido personaje, de aspecto roñoso y carácter
agrio, había aprendido más que con ningún profesor. Con su
especial visión del mundo, sus originales teorías y su gran
personalidad, el viejo Larss lo había formado como científico y
también como persona, pues aunque pasara por ser un personaje
insoportable para todo aquél que lo conociese, en realidad
atesoraba más humanidad y mejores sentimientos que muchos otros.
A su
lado había presenciado los más increíbles experimentos,
desconociendo las maravillas y misterios que le quedaban por
ver. Y jamás olvidaría todas aquellas vivencias con el veterano
venido de Suecia. Aquel achacoso octogenario, de largas y
retorcidas canas, barba hirsuta, huesudas manos y fuerte olor,
había sido el mejor amigo que tuvo, y con suma admiración, se lo
decía en silencio.
Por
fin llegaron a Hannover. En la ciudad de Herschel quiso imaginar
cuál sería el destino de aquel improvisado viaje, pues desde
allí se podía ir a cualquier parte. Pero en ningún momento
sospechó la magnitud de lo que le esperaba. El gran trayecto que
iba a realizar.
Larss
cerró el libro, portó su bolsa y dijo:
- ¿Sigues dispuesto a viajar conmigo?
- Por supuesto. Respondió Ángel sin vacilar.
El
viento del norte traía premoniciones, además de frío, pero
Guttendörf no las percibió. La estación de Hannover era el punto
de partida hacia el verdadero rumbo.
- A las veintiuna horas parte un tren. Celebro que hayas
echado ropa de abrigo, aunque ya lo tenía previsto y obtendremos
más muy pronto.
- Profesor Larss, ¿hacia dónde se dirige ese tren?
- A Kiel.
- ¿A Kiel? Allí hay un gran puerto.
- Así es. ¿Aún quieres seguir a mi lado en esta travesía?
- Más que nunca.
- Pues en marcha.
Y era
cierto. En Kiel, anexionada por Dinamarca entonces, se
encontraba uno de los mayores puertos del mar Báltico.
Tras
un nocturno viaje de más de cinco horas, llegaron a la ciudad
portuaria, donde el gélido viento de la mañana les atizó sin
compasión.
Un
carruaje alquilado los llevó a un pequeño almacén ya cercano a
los muelles.
- Como ves, amigo, yo ya había preparado nuestro ropaje
protector. No dudaba que me acompañarías. Más vale que no te
cortes y cojas todo lo que puedas. No desearía mandar a Bonn tu
congelado cadáver.
Fueron las melodramáticas palabras del veterano científico. El
joven Guttendörf no paraba de hacerse preguntas. Por oídas,
conocía los puertos a los que desde Kiel se podía ir. Casi todos
ellos pertenecientes a Escandinavia, o las pacíficas ciudades de
los principados junto al Mar del Norte. Pero el inconveniente
del frío esperado por Larss, hacía que sus silenciosas pesquisas
no dieran con el que sería el siguiente alto en el camino.
Además, el viejo no hablaba de manera que pensase en volver. Con
tan enorme incertidumbre a cuestas y abundante lana polar, Ángel
continuó con su idea de no investigar.
‘’El
cisne de Bergen’’, así era el nombre de la goleta amarrada a la
que el promotor del viaje señaló como la suya.
- Éste es mi barco. ¡Despertad, marinos de agua dulce!
¡Que el sol no os encuentre aún dormidos! Exclamó como nunca
antes se le había oído gritar. A Guttendörf le pareció rara
aquella actitud marinera.
- Buenos días, sueco loco. El sol nunca despierta antes
que yo. Clamó un marino de pelo blanco como la espuma y piel
desgastada por el frío que asomaba el cuerpo desde la cubierta.
- ¿Todo listo, señor Nansen?
- Todo listo y a la espera de su llegada.
Los
recién llegados subieron a bordo. Se trataba de una goleta de
tres mástiles -algo inusual- con sus características velas de
cuchillo. Construida con gruesas capas de madera de roble y
reforzada con fuertes parches de hierro, ideal para soportar las
embestidas del hielo, pasaba por ser una embarcación más grande
de lo normal en las de ese tipo. Parecía como si fuese sido
hecha para navegar por aguas difíciles.
Eran
cinco los demás marineros y el tal Nansen su capitán. Todos
hombres de mar. De pobladas barbas y manos despellejadas por las
bajas temperaturas y las labores de navegación.
Nansen los presentó uno a uno y Larss hizo lo mismo con
Guttendörf. Todos noruegos, menos el capitán que era danés.
Grandes conocedores de las aguas a las que se disponían
aventurar y contratados por el mejor postor para llevar en su
goleta todo tipo de carga, hasta la de un viejo profesor que les
pagó por adelantado sin informarles de su propósito.
Arriaron las velas, tomando rumbo noroeste.
El
viento les hizo veloces, y en horas, avistaron la conocida isla
de Selandia, tierra de la capital danesa, y antes de llegar al
estrecho Kattegat. Fueron numerosas las islas que se presentaban
ante los muy abiertos ojos de Guttendörf, que aunque seguía sin
conocer el motivo del misterio, continuaba sin arrepentirse. Del
puerto de uno de aquellos pedazos de tierra báltica, hacía poco
que había zarpado una embarcación semejante, aunque algo más
pequeña.
- Eh, Thorvald, ¿Adónde te diriges en ese podrido pedazo
de roble? Preguntó a voces el capitán dirigiendo la mirada hacia
aquél.
- Vamos a Lübeck. Cierto puñado de hermosas damas
requieren el oro de nuestros bolsillos. Exclamó uno del otro
barco entre carcajadas y contagiándoselas a las de la
tripulación noruega del ‘’Cisne de Bergen’’.
- ¿Y vosotros? ¿Qué lleváis en vuestra tartana de río?
Inquirió un marinero anciano y cojo desde la cubierta del mismo
y cuando las embarcaciones casi se rozaban. Volvieron todos, los
de uno y otro barco, a reír.
- Un científico sueco medio perturbado y un…una señorita
mareada ante su primer viaje en alta mar. Y las risas casi se
oyen en la escuela-granja Holstein de su amada Bonn. El viejo
Larss lo miró sonriente, y él, Ángel, la víctima de tan jocoso
comentario del capitán Nansen, no supo qué decir. Su idea de no
aparentar cierto temor a los peligros del mar no dio resultado.
Los marinos noruegos se habían dado cuenta de que era su primer
viaje en barco.
Las
dos tripulaciones se desearon lo mejor, mientras el muchacho
vomitaba lo que quedaba en su estómago por expulsar de la cena.
- El mar es duro, pero te acostumbrarás. Le dijo uno de
ellos al pasar por su lado.
Con
la vista al horizonte, el cuello sobre un montón de soga
enroscada, la mente llena de pensamientos y el cuerpo más frío
por el malestar, pensó en que tal vez el propósito de Larss de
hacer que lo acompañara no era por una sencilla excursión
cultural o científica. Aquello era una prueba que debía pasar.
En la escuela ya se había ganado casi media cátedra y rivalizaba
en conceptos e ideas con los añejos profesores, pero en algún
momento dio la imagen de creer ser ya un gran hombre, no solo de
ciencia, sino de la vida misma.
Sobre
el Báltico, Guttendörf devolvió comida ya deglutida, así como
también una nutriente, y en proceso de masticación, cura de
humildad. Todo aquello le sirvió para el futuro que le esperaba,
en el que gracias a tal travesía y otras muchas experiencias,
supo afrontar cada uno de los espeluznantes misterios
científicos que le sobrevendrían. Y en ésas, el autor de aquella
lección moral no dejaba de hacer anotaciones en su improvisado
camarote.
- ¿Te encuentras mejor, jovencito? Se interesó sin quitar
vista de uno de sus cuadernos y cuando la noche sobre el
siguiente estrecho, el Skagerrak, ya los contemplaba.
- Profesor, ¿cree que merezco saber adónde vamos?
- Claro que lo mereces y que lo sepas o no es sólo
cuestión de tiempo. Pero, dime, ¿qué es el tiempo?
- Lo que sucede constantemente. Una continuación de
hechos inexorables…Titubeó Guttendörf.
- Eso es lo que creemos todos en este mundo. Pero dios no
nos dejó el tiempo como fundamento tan inflexible. Tal vez te
parezca irreverente lo que voy a decirte, pero creo que el
tiempo es algo que se escapa del control de dios. Simplemente
porque él mismo es un hecho del tiempo y no al revés. ¿Crees que
todo avanza hacia delante siguiendo un curso remoto? Sonrió
Larss.
- Disculpe, profesor. Era la voz del capitán. Le informo
de que nos adentramos en el mar del norte y de que ya no
avistaremos tierra hasta nuestro destino.
- Gracias, Nansen.
- ¿Adónde vamos, profesor? Insistió Ángel cuando el
capitán ya se había retirado.
- Nos dirigimos al lugar donde nace y no muere el tiempo.
Respondió con voz enigmática.
Los
hielos del ártico asomaban sus picudas cabezas a medida que
pasaban los días. Los mástiles y demás partes del barco estaban
ya bajo una fina capa de hielo. Y Guttendörf ya no sabía qué
hacer para combatir el frío. Se preguntaba cómo era posible que
hiciese más frío en el camarote que en cubierta.
- El aire del norte es más benigno que el que sale de los
hombres. Le decía uno de los marineros mientras le ofrecía un
puñado de huevos de gaviota.
En
cualquier caso, atravesaba por uno, sino el que más, de los
momento más duros de su vida. La ventisca nocturna golpeaba las
cuadernas de la embarcación como si de tenebrosos fantasmas se
tratase. El viejo, proseguía con sus consultas. Y el mar ya
estaba cubierto de enormes témpanos congelados, capaces de
sostener a ciudades enteras.
A la
décima mañana oyó cómo el capitán despertaba a Larss, avisándole
de la llegada a tierra.
- Memorable, marineros. Ya conocen el punto exacto.
Los
marinos noruegos aseguraron el ancla. De uno de los lados
desataron un bote, dejándolo caer al gélido océano.
- ¡Guttendörf!, voceó Larss. Bajemos al bote y permitamos
que estos grandes hombres de mar regresen a sus casas con el
deber cumplido.
Cuando los científicos subieron a la embarcación de remos, el
capitán de la goleta se despidió en nombre de todos.
- Gracias, profesor. Tenga cuidado en esa isla y cuide
del muchacho, puede que coja algo más que un resfriado.
Carcajeó.
- A usted, capitán. No olvide regresar aquí dentro de un
año.
Ni el
peor de los vientos árticos. Ni la más glacial temperatura
podían ser tan descorazonadores como lo último que de la mellada
boca de Larss había salido, y cuando ‘’El cisne de Bergen’’ ya
se alejaba.
Un
año. Un año sin volver a casa. Mientras remaba y viendo a su
maestro observar el desangelado paisaje color blanco, se quedó
sin fuerzas para realizar más preguntas. Los noruegos no tenían
visos de volver y ya no había marcha atrás. Por otra parte, la
curiosidad tomaba asiento en su mente y ya que estaba allí,
rodeado de amenazantes icebergs, debía tomarlo como lo que iba a
ser; una de las experiencias más increíbles de su dilatada
existencia.
- Acércate a aquella orilla. Aquél es el lugar.
La
orilla, de nieve y fría roca, era de la mayor isla de aquel
polar lugar. El blanco manto que la cubría, contrastaba con el
azul claro de las aguas. Ángel había pisado otras islas, pero a
diferencia de aquella, el azul del cielo rivalizaba en belleza
con el verde de la tierra isleña. En cambio, la nueva pisada
tierra era para él un infierno blanco fustigado por un
espeluznante vendaval y adornado de pequeñísimos trozos de
hielo.
Se
podía asegurar que se encontraban en el medio más terrible de
cuantos habían pisado.
- Estas son las islas Svalbard. Informó Larss. Son lugar
para esporádicos mineros y antiguo escondite de piratas del
norte, aunque cómo ves, no es una zona muy propicia para venir a
menudo. Por lo tanto, y creo que no me equivoco, tan sólo tú, yo
y probablemente algún oso blanco solitario, estamos aquí.
Guttendörf, cuyo rostro estaba comprimido, tan sólo asentía.
- Debemos encontrar una cueva en el interior, sígueme
muchacho.
Y los
dos eruditos profesores emprendieron una lenta e insegura marcha
a través de la dura y resbaladiza superficie de la isla. Ya no
sólo era el frío el enemigo constante y pertinaz, ahora había
que evitar las caídas debido a la falta de costumbre de caminar
sobre hielo.
En la
falda de una colina, Larss se detuvo. Palpó la granítica y
helada pared de la misma y comenzó a quitar rocas que,
curiosamente, estaban perfectamente encajadas en la pared, como
si alguien las hubiese colocado allí anteriormente. El joven le
ayudó y pronto descubrieron la entrada, del tamaño de un hombre,
hacia una cueva.
El
misterio se hacía mayor que el frío presente. Volvieron a
colocar las piedras por dentro, quedando completamente a
oscuras. Larss encendió un fósforo, pasando la llama hacia un
candelabro que había en el suelo.
- Usted ya ha estado aquí, ¿verdad? Interrogó el joven.
- Descubrí esta cueva con el padre del capitán que nos ha
traído hace ya más de cincuenta años. Desde entonces no he
vuelto.
La
desbordante imaginación de Guttendörf que, debido al frío y a la
poca preparación para el viaje estaba algo aletargada, comenzó a
funcionar.
- Aquí la temperatura no es tan baja, pero yo que tú no
me despojaría del abrigo. Aconsejó Raissglund.
Él
seguía sin preguntar, siguiendo el paso de su maestro por entre
una senda que bajaba cada vez más. Se trataba de una cueva
enorme, en la que el techo apenas podía verse, y una extraña,
además de tenue luz, alumbraba magníficas lagunas subterráneas
bajo infinitas estalactitas.
¿Qué
clase de hecho, lugar o cosa increíble se disponía a enseñar el
avejentado profesor? ¿Tal vez fueran los restos de alguna
civilización perdida? ¿Quizá alguna criatura mitológica?...Lo
que no se atrevía siquiera a sospechar, era que no fuese algo
muy importante. Además, su actitud y mirada eran la de un hombre
que ya había hecho las paces con su dios particular y se
disponía a vivir otra vida.
El
camino de piedra los llevó hacia una cripta por la que el tiempo
mismo había dejado de pasar. El aire se enrareció, haciéndose
más cálido y difícil de respirar. Las tumbas contenían raras
inscripciones, en una lengua que Ángel no era capaz de
descifrar.
- Es alfabeto rúnico y hay versos en nórdico antiguo.
Apuntó el viejo. Tenemos que vestirnos con estas pieles.
- ¿Qué ropas son éstas? Interrogó Guttendörf señalando
hacia un montón de pieles de oso o de cualquier otro animal.
Entre
los dos, vestidos como bárbaros, abrieron una de las tumbas, la
única que estaba en posición vertical y la única que no contenía
inscripción alguna. Tan solo un rostro humano de largas trenzas
y yelmo.
Al
abrir, el aire volvió a ser la fría hoja de hielo de antes. Se
encontraban en un paisaje calcado al de donde desembarcaron: una
playa nevada y azotada por crudo viento; trozos de hielo a la
deriva; inmensos acantilados de congelada roca cretácica…Una
bandada de gansos se alejaban hacia el interior de la isla. Y el
silencio que la naturaleza ártica mantenía a raya con su helada
corriente, fue interrumpido por el sonido de un cuerno en la
lejanía. Era un cuerno de batalla y su retumbe se hacía más
cercano.
Subieron a uno de los acantilados que daban a la parte contraria
de la isla y fue en el punto más alto donde según Larss el viaje
había finalizado. Abajo, en la orilla, numerosos hombres de
iguales características al del representado en la cripta,
corrían de un lado a otro. En el mar, unas decenas de metros más
allá, un conjunto de drakkars –barcos vikingos- asediaban la
tierra cubierta por perpetuas nieves. Descomunales bolas de
fuego impactaban en los grupos humanos que esperaban en la
orilla y en las rocas cercanas. Aquella era la escena más
increíble que Ángel Guttendörf había visto.
El
cuerno continuaba con su grito de llamada y del otro extremo de
la playa, un nuevo conjunto de hombres acudía al auxilio de los
sitiados. Los unos y los otros, arengaban y aullaban hacia los
drakkars invasores. Éstos, probablemente heridos en su orgullo,
haciendo suyo aquel antiguo lema de guerra griego de ‘’no hay
honor en la lucha a distancia’’, anclaron sus naves de dragón y
un solo velamen de franjas rojiblancas, echaron sus botes al
gélido mar y en la orilla, se dispusieron a combatir cuerpo a
cuerpo, en una escena tan sangrienta y dura, como grandiosa y
emocionante.
- Lo que estás viendo no es la representación de una
batalla de algún grupo teatral con exagerado realismo. Dijo
Larss alzando la voz, ya que el ruido de espadas y gritos de
dolor de la confrontación resultaba atronador.
- Pero no lo entiendo. Vaciló el alumno.
- No te será difícil. Estamos contemplando una escena
auténtica del siglo VIII. Los que esperaban en la orilla son los
antiguos ‘’Hombres del Fresno’’, lo supe tras arduas
investigaciones y ver cómo en uno de sus estandartes alzaban la
imagen de Balder, el dios escandinavo de la verdad. Según mi
teoría, colonizaron esta isla hace algunos años. Y los otros son
vikingos en su mayoría, con algunos aliados del Cáucaso, venidos
todos para la conquista.
- Creí que los vikingos portaban cascos con cuernos.
- Ésa es una extravagante interpretación reciente
inspirada por la imagen que les otorgó la iglesia católica de
que eran demonios y no hombres.
- Pero, ¿por qué están aquí, en esta época?
- Observa, parece que han repelido la intrusión. Los
vikingos nadan hacia sus barcos.
La
batalla llegaba a su fin. Como Larss dijo, los del fresno habían
frustrado el ansia de conquista vikinga.
- Volvamos a la cripta, no sería agradable que alguno de
esos salvajes nos encontrase. Si nos toman por cobardes nos
quemarán, y si creen que somos enemigos nos decapitarán.
El
joven Guttendörf aún se encontraba paralizado en el habla, y por
otro lado, algo frustrado por no poder continuar con la
observación de tan insólita escena histórica. Ya en la cueva,
Larss habló:
- Lo que acabas de ver es la prueba más evidente de que
el tiempo no es absoluto. El tiempo consta de muchos tiempos y
estos a su vez de otros. En el futuro, alguien explicará y
resolverá este problema mejor que yo. El tiempo no es una
sucesión de acontecimientos rígida de principio a fin. La
batalla, perfectamente igual, pero con diferente desenlace que
la que vi hace cincuenta años en esta misma playa, sucede
constantemente en el mundo, al igual que otros hechos, solo que
nadie más que ellos puede verla. Esta cueva debe ser una
abertura de una época a otra. Un fallo en la mecánica y
construcción del tiempo.
- Pero…profesor, ¿Por qué debemos permanecer aquí un año,
como le dijo al capitán?
- Verás, te explico. Mi teoría es la de una oscilación en
la curva del espacio de este mundo. Es decir, imagina que al
fondo hay una diana y yo, soy un experto arquero. Soy tan bueno,
que tire las veces que tire, siempre acierto en el blanco. Sin
embargo, si midiese mi puntería con exactitud justo en el punto
al cual la punta de mi flecha impacta, se comprobaría que hay
cierto milimétrico margen o desviación. Aquí puede ocurrir lo
mismo, solo que el error es de un año, teniendo en cuenta que
los minutos que hemos permanecido viendo ese combate, son el
mismo intervalo que el que estuve yo hace cincuenta años. Lo
medí y no creo que haya fallo. Para esos cálculos sí es
infalible el tiempo. El desacierto radica en nuestra deducción
del mismo. Aunque te conmocione, ese año ya ha pasado.
- ¿Quiere decir que fuera de esta cueva ya han
transcurrido doce meses exactos? Se asombró Guttendörf sin dar
crédito.
- Día arriba, día abajo, pero así es. En Bonn ya hace un
año que partimos y que no saben nada de nosotros.
- Nos habrán dado por desaparecidos. Pobre madre. Murmuró
el joven cabizbajo.
- No te desanimes. Piensa en la alegría que le vas a dar
cuando reaparezcas, aunque puede que crean que eres un espíritu.
Dijo el anciano de pelo gris con breve sonrisa.
A
Guttendörf le pareció ver otra mirada en él. Como más serena y
apacible y no tan hosca como antes. Sin embargo, dicho talante
conciliador desapareció de repente, regresando el Larss brusco y
agrio.
- Ahora debes marcharte. Probablemente Nansen y los
hombres de su cisne ya deben estar esperándote arriba. Si no es
así, aguarda uno o dos días, según mis cálculos no deben tardar.
- Profesor Larss, ¿por qué me ha hecho acompañarle hasta
aquí para ahora quedarse? Quiso saber Guttendörf sin olvidar que
no debía contradecir ni oponerse a su decisión.
- Mi joven amigo, como te dije en nuestro último
encuentro en tu clase a los niños, la vida se abre paso en tu
interior. Eres muy inteligente. Has surcado en todo tipo de
conocimientos. Pero la vida del científico no está sólo en su
laboratorio y en sus tubos de ensayo. La vida no es sólo una
teoría como la que intento demostrar en este hecho inaudito que
tú y yo acabamos de contemplar. La vida es mucho más. Y es lo
último que me quedaba por enseñarte. Ahora ya sabes lo que es
vivir en un barco en alta mar, o estribar por ambientes de
extrema dureza climática. Te estabas convirtiendo en un débil
experimento que nunca saldría de su botella. Ángel asintió con
solemnidad y cautivado por las palabras de su maestro y amigo,
cuya mirada volvía a ser magna, para tornarse a la misma ruda de
antes, casi como en uno de esos dibujos que al moverlo a uno u
otro lado, cambia el gesto.
El
instante, ya de despedida entre discípulo y maestro, fue para él
el más triste y bello. Un momento que no olvidó ni hasta en el
día de su muerte.
- Márchate ya. No hagas esperar demasiado a esos hombres.
El muchacho lo abrazó con admiración.
- Gracias, profesor Larss.
- Y no vuelvas por aquí, o esto se llenará de curiosos
ignorantes. Ordenó abruptamente, igual que aquella vez en su
casa.
El
viejo sueco abrió la tumba de nuevo, pero antes de cerrarla,
cuando Guttendörf de emoción, ni siquiera podía moverse, sacó de
dentro de sus pieles su querida e inseparable pipa de hueso de
morsa.
- No tengo duda de que recordarás este día para siempre,
pero para que me recuerdes también a mí, quédate con mi pipa.
Aquí no creo que deba utilizarla. Ya sabes lo mucho que la
quiero y no la uses hasta que no tengas tanta barba como yo.
Ahora cierra la lápida y no olvides colocar las piedras de la
entrada, el viento y el musgo se encargarán de hacer desaparecer
todo rastro humano. Adiós, joven Guttendörf.
- Hasta siempre, profesor. Musitó él aguantando las
lágrimas.
Y en
un segundo, dejaron de verse para siempre. Ángel, en un vano
intento de ubicar en orden tantas sensaciones, se vistió de
nuevo con su traje y la ropa de abrigo propia de su tiempo,
apresurándose en salir de aquel vacío lugar que tan intensamente
le había dominado.
Cuando llegó a la playa donde habían dejado el bote, vio cómo
Nansen y los suyos ya estaban allí.
- Llegamos hace varios días. No teníamos nada mejor que
hacer. Apuntó el capitán del barco al verle.
Le
sorprendió que ninguno de ellos le preguntara por el viejo Larss,
llegando a la conclusión de que formaría parte del trato para
que él mismo no tuviese que mentir o improvisar una excusa.
Levaron el ancla y partieron hacia el sur. Casi sin hablar nada
durante los días en los que los hielos se iban haciendo cada vez
más pequeños, y su ánimo cada vez más grande por volver a casa
con tan inolvidable experiencia en su equipaje.
Ya no
vomitaba, y su temor hacia el mar se había empequeñecido.
Incluso en su afán omnímodo por obtener más saber, hizo amistad
con uno de los marineros, que le enseñó todos los secretos de un
barco en cualquier océano, y que más tarde o temprano, le
vendrían de gran ayuda.
Cuando se adentraban ya por el Skagerrak, la goleta que los
saludó en el viaje de ida volvió a encontrarse con ellos
casualmente.
- Eh, Nansen, ¿dónde dejaste a tu mareada señorita?
Preguntaron.
El
capitán giró la vista hacia Guttendörf, que con sus manos
desnudas, como si lo hiciese desde hacía años, lijaba de
astillas uno de los botes atados a cubierta.
- La dejamos en las Svalbard. No quiso un viaje de
vuelta. Les respondió el danés.
- Pues dinos en qué isla y vamos a rescatarla.
Vociferaron los otros con las mismas carcajadas de aquella vez.
- Tendréis que daros prisa o estará congelada cuando
lleguéis. Exclamó él con atrevimiento, provocando más risas.
Con
el reconocimiento de aquellos lobos marinos del norte, el
inseparable recuerdo de Larss y la omnipresente escena de
batalla presenciada, regresó a su casa de Bonn.
Pasados los días de sorpresa inicial tras un año desaparecido y
comenzar a ofrecer explicaciones equivalentes a: ‘’me enrolé en
una fragata de guerra en la que combatí por la independencia de
Marinesia -nombre inventado, naturalmente-, unas islas ubicadas
en el confín del mundo’’.
Poco
a poco volvió a su rutina. Sintiéndose mejor profesor, mejor
científico y mejor persona. Nunca dejó de pensar en las islas
Svalbard y en lo que en ellas dejó. Siguió con las
investigaciones teóricas expuestas por su maestro y con las
suyas propias. Cayó en la cuenta de que, gracias a aquel viaje,
fue un catedrático más humano, dejando amistades y fieles
colaboradores allá donde iba.
En
definitiva, el que ya era por su propio trabajo el más
prometedor hombre de ciencia de su época, se convirtió en un
célebre personaje que pasaría a la historia y que, sin duda, en
su campo y conocedor de sus límites, fue el mejor.
En
los años siguientes fue testigo de numerosos sucesos
extraordinarios y misteriosos. Tan inexplicables o más que lo
visto en el ártico, pero…ésa es otra historia del prof.
Guttendörf.
FIN
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