Paco se despertó a las seis de la mañana. Se
preparó y desayunó con desgana, antes de bajar
por la escalera a su carnicería. Hoy no vendría
el transportista, la cámara frigorífica estaba
repleta, pero iría haciendo preparativos para la
jornada. Esperaría al alba para abrir al
público. Desde la muerte de María, meses atrás,
apenas dormía cuatro horas diarias. Antes, su
sencilla vida de carnicero de barrio le colmaba,
con su apacible pasar de los días junto a su
mujer. Ahora, era una cáscara vacía, y su rutina
se había teñido de un amargo absurdo. Podría
vivir así indefinidamente, sirviendo carne a sus
vecinos hasta retirarse; nunca sería rico, ni
pobre, y no le importaba. Pero en sus adentros,
un pozo de oscuridad horadaba más y más
profundo, abriendo estratos desconocidos en su
mente. Y parecía no tener fondo…
La claridad ya inundaba la estancia, cuando
volvió a escucharlo en el interior de la cámara
frigorífica.
Ese sonido húmedo, reptante…que delataba su
movimiento.
También escuchó pasos en la calle. Era la señora
Carmen, tan tempranera como siempre,
acercándose. Maldita sea, esperaba que no lo
escuchara una vez estuviese dentro. Tendría que
hablar bien alto con ella, intentando enmascarar
ese chasqueo pastoso con su voz. Y rezaba porque
no le diese por aparecer arrastrándose desde la
cámara…
La señora Carmen entró en la carnicería, vestida
con su sempiterno luto.
–Buenos días, Paco ¿Cómo estamos hoy?
Además de una cierta veta de morbo, el interés
por su estado era sincero. Ella quería mucho a
su mujer, y a él por extensión.
–Vamos tirando, vamos tirando…¿Qué le pongo,
señora Carmen?
–Bueno, me vas a dar un kilo de magro, que
vienen hoy mis hijos a…
Oh no, ahí estaba…el sonido húmedo de su carne
arrastrando por el suelo, dejando un rastro de
sangre oscura sobre las baldosas blancas, como
un caracol grotesco salido del inframundo. Se
oía perfectamente…¡y bien alto! En segundos la
señora Carmen preguntaría ¿Qué era ese ruido que
viene de la cámara, Paco? ¿Y qué ocurriría si lo
viese aparecer a través de la cortina de
plástico? No quería ni pensarlo…se desmayaría o
saldría gritando…todo el pueblo se enteraría al
instante, y la pesadilla pasaría a ser
pública…No…tenía que actuar ¡y rápido!
…comer conmigo, porque se van después a pescar
con su tío Ramón al embalse y…
–¡Anda! –exclamó bien fuerte Paco– ¿Estará
contenta, no? Los dos en casa con usted, y lo
bien que le comen ¿eh?
Era su punto débil, aún a riesgo de que se
entretuviese más tiempo, era ahí donde debía
atacar.
–¡Huy sí, Paco! ¡Qué ganas tenía ya de tener a
los dos juntos conmigo! –una onda de emoción
recorrió su voz– ¡A saber cuándo vuelven a venir
los dos a la vez! Están muy ocupados con el
trabajo, el uno allí en…
Mientras preparaba la carne con la mayor
velocidad que le permitían sus manos, Paco oía
el lento arrastrar de la masa informe por debajo
del discurso del la señora Carmen. Y por el
rabillo del ojo captó el movimiento en las
cortinas de plástico, abriéndose al medio.
Ahora sí. Estaba entrando.
Paco actuó como un relámpago. El horror se
precipitaría en segundos. Se lanzó hacia una
pila de cajas medio vacías en un rincón. Con
suerte, con mucha suerte, todo parecería
natural.
–¡Ja ja! –Bramó casi– ¿Y Ramón? ¡Menuda cara se
le habrá puesto! Como la de un niño en Reyes
Magos ¿a que sí?
Arrastró las cajas ruidosamente, pasándolas
justo por el medio de las cortinas. Aquella cosa
pesaba. Era en verdad abominable. Tuvo que
emplear toda su fuerza para empujarla hacia
dentro.
–¡Imagínate! Más que como a sus sobrinos, los
quiere como a los hijos que nunca tuvo. Él, que
pesca siempre solo, va a pasar el día allí junto
a ellos. No va a haber quien le borre la
sonrisa.
–Bueno, aquí tiene –le dio su encargo en una
bolsa y las monedas del cambio tan rápido como
pudo–. Ya me contará. La dejo, que ya ve que
tengo todo esto manga por hombro.
–Venga, Paco, que pases un buen día.
–Igualmente, señora Carmen. Adiós.
Al fin, la mujer abandonó la tienda, y Paco
corrió de vuelta al interior. Había tenido mucha
suerte; pero ésta es siempre caprichosa. Seguro
que entraba alguien en menos de cinco minutos.
Tal vez en el peor momento posible.
La masa de carne ya había rodeado las cajas de
plástico, manchándolas de sangre, y se
arrastraba de nuevo hacia la tienda. Era algo
realmente horrendo, repulsivo. Extendía rojizas
protuberancias de músculos abiertos para
avanzar, como una ameba gigante y sanguinolenta.
Toda su superficie palpitaba de un modo
innatural, emitiendo excrecencias que, a los
pocos segundos, se hundían abriéndose en
cavidades ansiosas, como bocas sin dientes.
Venas amoratadas, arterias...se enterraban y
emergían, adaptándose a las fluctuaciones hasta
el límite de su resistencia, momento en el que
se quebraban en una serie de crujidos
espeluznantes, para bañar en sangre a ese
organismo del que formaban parte. Algunas vetas
de grasa blanquecina podían entreverse en
determinados movimientos, recordando al aspecto
de algunos animales al ser abiertos en canal.
Aquello avanzaba con determinación hacia él.
Paco inspiró profundamente. Una vaharada de
intenso olor a carne fresca inundó por completo
hasta el último rincón de sus pulmones. Pese a
sus largos años de habituación, tuvo que
reprimir las arcadas. Aguantó la respiración y
miró fugazmente la trituradora al fondo de la
trastienda. Calculó que serían segundos. Sin
pensarlo más, se lanzó para levantar aquella
cosa en vilo. Consiguió asirla en un espantoso
abrazo. La masa se debatía, frenética; sentía
las extensiones de la carne como si quisieran
abrazarlo a su vez. O engullirlo. No podía ver
nada y sus fuerzas flaquearon. Un horror
acelerado le invadió al notar sus pies patinar
en la sangre, imaginando ya el golpe y todo
aquello sobre él. Mantuvo precariamente el
equilibrio y avanzó un paso, en dirección a
donde recordaba la posición de la trituradora.
Pesaba como el cemento. La carne lo envolvió en
un manto de sonidos de pesadilla. En su terror
imaginaba que aquello le gritaba, se intentaba
comunicar con su lenguaje inhumano, una
verborrea hormigueante de enjambre tras los
gorgoteos de la carne. Sentía aquella vida
imposible palpitar bajo el tacto repugnante
sobre su cara. El instinto empujó sus piernas y
avanzó trastabillando. Sabía que perdería
totalmente el juicio si no llegaba de inmediato.
Y entonces chocó contra la máquina que era su
meta, su paraíso. Empujó de sí la masa, que se
resistía, asida a él con fibras y tentáculos de
músculo. Con un grito de pura desesperación,
consiguió despegarse y la carne cayó con
estruendo húmedo en el cajón metálico de la
trituradora, rebosando y chorreando por todos
sus lados.
Durante unos segundos se detuvo a recuperar el
aliento, resollando, sin quitarle ojo al ser
monstruoso que se retorcía intentando volver al
suelo. Paco tomó impulso y hundió su brazo en la
cruda, asquerosa blandura, sujetándola e
impidiendo su escape mientras con la otra mano
tanteaba a golpes, buscando el botón de
encendido. Cuando sintió el despertar de la
máquina, se apartó con rapidez y bajó la palanca
de acción con todas las fuerzas que le quedaban.
Las cuchillas del interior zumbaron como
radiales y la carne pareció reventar en mil
surtidores de sangre, saltando en todas las
direcciones. El olor nauseabundo se intensificó
aún más, como una ola invisible que barrió la
estancia. Paco creyó oír los chillidos de la
carne, indescriptibles…pero comprendió que eran
las cuchillas mientras hacían migas a aquella
cosa, que iba desapareciendo progresivamente
entre sus mandíbulas de metal. Al final, la
trastienda era una pesadilla roja. De la máquina
supuraban kilos y kilos de picadillo, en medio
de un manantial de sangre, cayendo al río del
suelo con golpes rítmicos, pastosos…Paco se
derrumbó junto a un rincón, vomitando. Y allí
quedó, entre sollozos, como un niño grande…
La trituradora siguió zumbando con su himno de
victoria durante mucho tiempo.
Cuando Paco consiguió reponerse un poco, fue a
cerrar por dentro las puertas de la carnicería.
Iba a necesitar muchas horas para limpiar tal
desastre, para borrar las huellas de semejante
horror. Él mismo era una mancha coagulada; un
detalle del que ni siquiera tenía consciencia.
Se puso manos a la obra, con todo su esfuerzo.
Como si al frotar con fuerza pudiese eliminar
también los daños internos. A la caída de la
noche, su carnicería volvía a estar como
siempre, pulcra e impecable, a costa de su
agotamiento. Tan nefasto día estaba a punto de
terminar. Comenzó su procesión final hacia los
contenedores de la calle, cargado con enormes
bolsas repletas de deshechos que arrojó furioso,
una detrás de otra.
Y juraría que algo se movía dentro de algunas.
Efecto de la extenuación.
Ya en la cama, su mente decidió que el día no
había sido suficiente, que aún podía
aprovecharse mucho más:
¿Por qué tuviste que morir? ¿Dónde estarás
ahora, María? La muerte no puede ser peor lugar
que donde yo me encuentro. Esto no es nada, no
tiene sentido sin ti ¿Para qué me levanto cada
mañana? Sé que no me porté bien contigo
demasiadas veces…sé que te hice mucho daño.
Siento tanto…aquello que…ocurrió…Nunca fue mi
intención que terminara de esa manera ¿Cómo
puedes pensar que yo querría algo así? Me
conoces mejor que nadie. Son sólo mis nervios,
que a veces se descontrolan, ya lo sabes. Pero
yo soy un buen hombre, sabes que es cierto. Tan
cierto como que jamás podré querer a alguien
como te quiero a ti. Ojalá todo pudiera volver
atrás, como las manecillas de un reloj.
Corregiría todos mis fallos, mis defectos. Sería
para ti el hombre que deseabas que fuera, sería…
Paco se levantó de un salto, separándose de la
cama. Clavó sus rodillas en la alfombra y agachó
la cabeza. No necesitaba más luz de la que
entraba por la ventana para verlo.
–¡Nunca me dejarás! ¿Verdad? –gritó– ¿Qué
quieres de mí? ¿Qué quieres de míii?
La masa de carne cruda se arrastró hacia él.
* * *
El hombre aparcó su coche junto a la acera.
Tenía todo el espacio que quisiera para hacerlo.
Este simple hecho casi le parecía un milagro:
que en un pueblecito a un par de cientos de
kilómetros de Madrid, la realidad de estas
gentes fuese algo tan distinto a su experiencia
cotidiana. Poder aparcar donde uno quisiera.
Fabuloso, como una máquina del Tiempo. Se bajó
del coche y durante un minuto se quedó
respirando aquella tranquilidad. Le recordaba
tanto al pueblo de sus padres…se sintió
transportado por este ambiente a sus lejanos
años de infancia, aquellos veranos
interminables. Sí, el pueblo entero funcionaba
como una máquina del Tiempo. Pero tiempo es
justamente lo que le faltaba ahora. Pronto
tendría que continuar su viaje, en unas horas, a
lo sumo. Se pasó una mano por la cara y se metió
la camisa por dentro de los pantalones. Había
parado a descansar un poco y, de paso, hacer una
visita sorpresa a su primo Paco, que no veía en
años. Miró a su alrededor y vio a una señora de
mediana edad por la acera, con sus bolsas de la
compra.
–¡Perdone, señora! Buenos días ¿No está por aquí
cerca la carnicería de Paco? Creo que es esta
calle.
La señora miró hacia atrás, desconcertada, como
animando a su memoria.
–La carnicería de Paco…¡Ah sí! Paco…
Algo en el tono de su voz lo alarmó.
–No…¿no es aquí?
La mujer le miró como si acabase de caer de la
luna.
–¿Es usted su amigo, o…
–Soy su primo ¿Qué ocurre? –Su corazón se
aceleró– Se preparó para recibir un golpe en
forma de mala noticia. Podía sentirlo. Sólo
esperaba que no fuese una irremediable noticia…
–Siento ser yo quien se lo diga, pero la
carnicería de Paco lleva años cerrada. Yo
compraba allí. Muy amable, Paco. Desapareció.
–¿QUÉ?
–Sí, desapareció sin más. La tienda apareció
cerrada un día, y otro…se le buscó, se preguntó,
nadie lo denunció o reclamó, y nadie volvió a
saber nada más de él. La gente pensó muchas
cosas: que si se había ido con…
Sí, la gente dijo muchas cosas acerca de la
extraña desaparición de Paco. La gente siempre
habla, imagina y busca respuestas en todos los
tonos y colores posibles. Se dibujaron tantas
hipótesis que resultaría imposible ser
exhaustivo. Algunos dijeron que se fue con una
mujer rica para iniciar una nueva vida,
dejándolo todo atrás. Otros dijeron que no
soportaba más su vida en el pueblo, su trabajo,
inundado siempre en recuerdos de su mujer. Hubo
incluso quien, armado con la clásica
maledicencia de pueblo, insinuó que tal ver era
él quien había matado a su mujer, la entrañable
María, y que, hostigado, hundido por la pena y
la culpa, se había suicidado en algún lugar
donde no pudieran encontrarlo jamás. Los más
peliculeros imaginaron que Paco y su carnicería
eran la tapadera de negocios muy oscuros
procedentes de la capital, entre mil
rocambolescas posibilidades más.
Sí, se dijeron muchas cosas acerca de Paco y su
desaparición.
Pero nadie conocerá nunca la verdad.