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El Juez PachecoPRÓLOGO
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H.V.M |
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Era una mañana soleada, aunque había algunas nubes esponjosas dominando el celeste horizonte. El tren acababa de llegar a Vélez-Málaga. De él, se bajó alrededor de una veintena de personas. Entre todas ellas, un hombre, aferrado a una compacta maleta y a un maletín de cuero italiano avanzaba con paso decidido hacia el mostrador de información. Era el juez Pacheco, que a sus veintisiete años iba a tomar posesión de su cargo del Juzgado de Instrucción número Dos. Pacheco era un joven envejecido, con unas prontas canas dibujadas a la altura de sus orejas, de arrugas difusas en su frente, de semblante serio e indiferente, con mirada lejana, pero atenta y astuta; y un gran sentido de la honestidad. Caracterizado por su cara fina y de piel delicada, caracterizada por sus lentes quevedescas y su fino bigote negro, era alto, algo patizambo, y rudo en sus gestos, lo que transmitía un aspecto desconcertante a quien le observaba. No fue el joven más brillante de su promoción, ni tanto en la Facultad, como ni en la Escuela Judicial de Barcelona, pero todos quienes le conocían, le auguraban un buen futuro; por tanto, no es de extrañar lo mucho que decepcionó cuando informó a todos sus colegas que había solicitado aquel destino. Una locura, decía Nicolás, su instructor y mecenas, irse allí cuando él merece un juzgado de lo civil donde siente cátedra. Empero, el juez Pacheco era un ser bastante particular. Su gran interés por el estudio vino por las novelas de serie negra, de la editorial Bruguera, que su padre le regalaba cada domingo, cuando bajaba a comprar el periódico al quiosco que se encontraba frente a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción. Soñaba con ser algún día inspector de alguna gendarmería, o teniente de la Policía Nacional, o comisario de Scotland Yard, o del FBI, ser capaz de resolver los crímenes más revueltos e intrincados. No obstante, con el paso de los años, la avidez de lectura dio paso a la del estudio, y aquellos anhelos evidentes pasaron a ser íntimos y subrepticios. Cuando estudió la Ley de Enjuiciamiento Criminal pudo conocer el gran poder investigador y de mandato que tenía un Juez de Instrucción, por lo que no fue de extrañar que desde aquel instante en que se dio cuenta de esto, volviera a desear ser un investigador. La decisión que tomó, la calificó de ridícula su propio preparador. Lo que de verdad daba prestigio era llegar a ser un buen juez de lo civil, pues las auténticas contiendas jurídicas se producían, a juicio de los juristas, en éstas; juez instructor era como malgastar el talento, la sabiduría, en esclarecer algo que, con independencia de su importancia, no es capaz de cambiar las relaciones humanas de toda una región; pero el civil, con sus negocios jurídicos, su derecho de familia y demás aspectos era capaz de regular las relaciones sociales, porque era un derecho de la sociedad; el Derecho por excelencia. Objetividad y subjetividad. Relaciones públicas, relaciones personales entre sujetos. Roberto Pacheco no se debatía entre estos antiguos cánones de eras pasadas. Era resuelto. Quería tener esta profesión porque le apasionaba la búsqueda de la verdad por la razón. A pesar de todo, le quedaba el consuelo de saber que había decepcionado más por el destino elegido que por la rama escogida. Vélez-Málaga. Menudo panorama. Podría haber dentro de su Partido Judicial unas decenas de millares de personas, pero no con la complejidad de un juzgado en Madrid, o Barcelona. Allí sólo instruiría por navajazos, borracheras, accidentes de coches,… — Lo común en pueblos de catetos. Eso no es propio de usted, Pacheco. —Le repetía don Nicolás.
La casa, que por Internet alquiló, se encontraba alejada del casco urbano, de lo que hacían llamar ciudad. Era un reformado cortijo de finales del decimonónico, por lo que las gruesas vigas de madera, ancladas en un techo de cañas y cal, con sus clavos oxidados, así como el pavimento irregular de las escaleras y baldosas conferían una auténtica impresión campestre. Lo que le había llamado la atención cuando la vio desde la web era que disponía de dos cuartillas de tierra donde había olivos, y un espacioso llano, en el que pensó hacer un huerto. Desde pequeño le fascinó la idea de plantar un huerto para comer sus hortalizas. El cortijo tenía cinco habitaciones, y a pesar de que eran grandes, de su imagen exterior no se hubiera deducido la amplitud por su angosta fachada. Era luminoso, pues todas las habitaciones tenían ventanas que daban al campo. Tenía un antiguo cuarto de baño, que por el alicatado, deficiente y sencillo, creyó que podría tratarse del mismo que su abuelo tenía en su piso, al estilo de los años cincuenta. Al fondo del pasillo había otro cuarto de aseo, del que pronto aventuró que éste podía llevar allí, como poco, quince años. A pesar de la antigüedad que rodeaba toda la casa, a él no le disgustaba, puesto que siempre pensó que al nacer, su madre se había equivocado de época en la que le dio a luz. Él debió nacer en mitad de los años veinte para descubrir todo el mundo del hampa de Chicago, Nueva York, mafiosos de la talla de Al Capone, Lucky Luciano, Siegel,… Sin embargo, nació en el año de la constitución del setenta y ocho. En plena democracia. Y en España. Tras echarle un vistazo a la cocina, la cual era evidente que estaba allí desde hacía unos meses, volvió al recibidor para trasladar sus pertenencias al dormitorio. Eligió el más pequeño, con su sencilla cama juvenil de forja, barnizada, y con somieres de muelles. Le daba pánico el dormir en un dormitorio de matrimonio amplio sin la compañía de una mujer. Siempre que dormía en una habitación con cama de matrimonio para él solo, pensaba en la posibilidad de que el alma de alguno de los hospedados podía aún residir allí si podía haber fallecido en la misma cama donde dormiría él. Y el cortijo de noche debía dar miedo. Pensar que el antiguo dueño falleció allí con la cabeza ida, y que de unos certeros disparos podía haber matado a toda su familia menos a uno de sus hijos, le aterraba hasta paralizarle la respiración. Él reconocía que todo era producto de su imaginación, pero temía que algún espíritu puñetero se le plantara allí para despertarlo de madrugada para preguntarle por los cartuchos para la escopeta.
Al día siguiente de haberse instalado, y tras dormir plácidamente, fue al edificio de los Juzgados. Eligió un sobrio traje gris marengo, y un sombrero fedora Stetson, estilo Landry, de fieltro fino y con acabado de gamuza, oculto bajo la sombra que el ala le daba a sus pequeños ojos grises que todo lo escudriñaban desde sus lentes quevedescas. Las personas que se topaban con aquel hombre, joven, alto, patizambo y anticuado se reían de su imagen anticuada y hortera. Entró en un despacho y a Lola le escapó una carcajada cuando escuchó su saludo. Roberto se quitó el sombrero. Depositó su maletín en el suelo. — Soy Roberto Pacheco. El nuevo juez instructor del Juzgado de Instrucción número Dos. La risa cesó.
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