©Cecilia Prado
EL ASESINATO DE HERMINIA |
Por Cecilia Prado. |
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…y fue por eso que dejamos de hablarle. El asesinato de Herminia significó, por decirlo de algún modo, el colmo de la crueldad. Lo cierto es que antes que ella hubieron otros. Una larga lista de desdichados cayendo, balcón abierto, a estrellarse contra el mundo.
Tuvimos que bajar todos juntos y en puntillas de pie, mientras la niña dormía, a recoger sus partes: sus bracitos de plástico partidos, su cabeza salida y con los ojos rodando quién sabe a dónde. Cuando oíamos voces, corríamos con premura detrás de los arbustos muertos de miedo y, tan pronto se iban, levantábamos el resto. Por suerte nadie sintió piedad de nuestra amiga, nadie se la llevó. También, ¿quién iba a querer una muñeca así, despedazada?
Recompusimos su cuerpito enclenque, le pusimos un camisón largo y la acostamos en la cama grande.
¡Sí la hubieses visto con su cabeza lisa y pequeñita como un huevo, ya sin rostro; y su espesa cabellera blanca derramada por la almohada! ¡Ésa no era Herminia!, por lo menos no la Herminia traviesa y jovial que conocimos.
Había velas y sombras y susurros que se iban agostando. Un olor extraño lo llenaba todo, un olor, como diría, a orina y a colonia barata de la abuela. Algunos muñecos no habían tenido tiempo de vestirse y acudían desnudos o en ropa interior, esto los honraba enormemente. Otros, los más antiguos, exhibían una cabeza calva atiborrada de puntos, semejante a un colador. De todas partes llegaban familiares lejanos relegados al olvido, gente que no habíamos visto nunca. Salían de los baúles como de un sueño pesado, con expresión absorta y la ropa enmarañada.
Pero lo que te iba a contar es esto: todos yacíamos ahí, de pie, rodeando la cama como estatuas, la cera quemándonos los dedos, los ojos redondos por el susto, pero nadie lloraba, nadie entendía lo que estaba sucediendo. Recuerdo incluso algunas preguntas aisladas que flotaban en el aire vagamente seguidas de un silencio mudo. De pronto y sin que nada lo previera, el cuerpo de Herminia fue clavándose más y más en la almohada y encogiendo gradualmente su tamaño, como hundido en extrañas arenas movedizas, hasta que finalmente le dejamos de ver. Así, como te digo: ¡desapareció! Comprenderás que era natural entonces preguntarse a dónde había ido a parar su cuerpecito mustio y si ése iba a ser también nuestro trágico destino.
Recuerdo que fue ahí, en ese mismo instante en que le vimos perecer -y no en otro-, cuando la desilusión nos abordó de lleno y nuestros deseos de hablar y de jugar con la pequeña se perdieron para siempre. Era como si de pronto hubiésemos descubierto un gran vacío a nuestros pies, un vacío helado, inexplicable. Una ausencia que siempre estuvo allí en la habitación, sólo que inadvertida. Un abismo inmenso y sin color del cual no podíamos decir ni preguntar nada. Al rato yo me acordaba de un oscuro suceso, que explicaba en parte la actitud de la homicida:
Recordaba claramente su cojín de ir a dormir, un almohadón rojo con forma de corazón que ella se empeñaba en arrastrar a todos sitios. Tenía en su interior unas palabras cursis referidas al amor, y en su costado derecho exhibía una especie de flequillo o costura desflecada, de la cual había estirado un hilo para usarlo de correa. Así es como se conducía a todas partes con su alocada mascota por detrás, mientras la envidia y la sinrazón nos iba carcomiendo el coco. No espero justificar ahora la crueldad de mis palabras. También lo que sucedió después fue deleznable, impropio de un muñeco como yo. Pero sucede que a veces los sentimientos te arrastran a actitudes innobles y de eso tampoco nos libramos los juguetes. Pues bien, para ir al grano y sin extenderme demasiado, diré que un buen día Bolsa de trapo, un muñeco de tela como yo, se encontró a solas con el corazón en el pasillo; y éste que pareció presentir algo de su ruina, comenzó a latir con frenesí. “Toc, toc. Toc, toc” decía; lo repitió una y otra vez durante varios minutos y ese sonido maniático, metálico y empecinado de reloj desquiciado lo sacó. Me confesó que creyó volverve loco en poco tiempo, no contó los segundos. “Shhhhhhhhhhhhhh” le siseó enfurecido. El corazón dejó de latir al instante y se puso pálido cual un pétalo marchito; al punto comenzaba a temblar como aquejado de una extraña dolencia. Y luego él vio descender lentamente y sin ruido ese líquido oleoso, transparente, que formaba un charco en rededor. “¡Nauseabundo! -le vociferó asqueado- ¡Harto estoy de tus meadas! ¡No sabes más que llorar!” El grito y clavarle el puñal, fue solo uno. El corazón quedó desinflado en el suelo, fláccido y deshauciado, como una medusa en la arena. A Herminia le llamó la atención que el agujero que tenía en el pecho se abriera en varias puntas afiladas, dibujando una preciosa estrella negra. Para prevenir futuras represalias, pues no era cuestión tampoco de dejarlo allí sin más ante la tierna mirada de todos, decidimos esconderlo en el armario; y el asunto quedó ahí, olvidado. Bueno olvidado del todo, no. La niña nunca olvidó su corazón; lo busco por todas partes: en la cocina, por debajo de la cama, detrás de los sillones… Hasta que una noche en que todos dormíamos, yo sentí la asperaza de una tela, rozarme sutilmente la nariz. El roce duró apenas un segundo, pero fue tan molesto que me hizo abrir un ojo al instante. Así, con un solo ojo y bajo una claridad lunar que deslumbraba, pude ver los sucios tules de la siempre sola y enigmática muñeca novia, elevarse por encima del suelo hasta la puerta. Luego la puerta se entreabrió y yo alcancé a escuchar estas misteriosas y reveladoras palabras: “ya hiede, pero si lo peinas un poco nadie lo notará”. La sangre se me heló al instante. ¿Fue pues a causa de este gran descubrimiento y en venganza, que la niña decidió tirar a Herminia del balcón? ¿Fue debido a una curiosidad malsana? ¿A una morbosidad insatisfecha? Al gusto que puede ocasionar ver caer una indefensa muñeca en el vacío? ¿Qué fue?
Tiempo después, una tarde que yo tenía mucho calor, escuché a la mucama gorda resoplar pesadamente en la cocina y, entre mate y mate, estallar al fin de la amargura:
-¡Pobrecita! Ya no aguantaba más la pobre tanto cuerno, ¡por eso se tiró!
Yo me mordía la lengua de la indignación y gritaba para mis adentros: “¡Mentira, mentira! ¡Herminia no se tiró, la tiraron. La arrojó la niña desde el balcón, lo vi con mis propios ojos!”
¡Oh! ¡Herminia, Herminia! ¡Si la hubieses conocido en vida como yo la conocí, tú también la habrías adorado! Era divertida y estrafalaria a más no poder. Al poco, se aparecía de golpe en el marco de la puerta, con expresión enteramente adobada, revoleaba hacia todos lados sus ojos para cerciorarse un poco; y luego, como quien no quiere la cosa, se enfilaba derecho a la cómoda del fondo. Nadie entendía lo que allí buscaba. Yo creo que más bien le gustaba toquetear. Solía pararse en puntillas de pie con la cabeza girada hacia atrás en dirección a la pared; y se pasaba así largas horas, tocando y revolviendo todo. En el primer cajón se entretenía mansamente con los pelos de la abuela; en el segundo rastreaba piedras intentando adivinar sus formas; al llegar al tercero no paraba, hurgaba entre todas las ropas de la niña y no descansaba hasta encontrar el bicho. Un bichito de la suerte de cristal amarillo que nadie sabía muy bien qué era, si un caracol, una tortuga o un pájaro. Lo cogía entre las puntas de sus dedos afilados y lo examinaba a la luz de una lámpara indagándolo por dentro.
Según ella, si mirabas con un ojo bien cerrado, podías distinguir diversas formaciones cristalinas, que dibujaban paisajes y seres nomás posar el ojo contra el vidrio. Demás está decir que sólo ella avistaba aquellos mundos fascinantes, de ahí que el monigote de pasta y el granuja de arroz se burlaran de ella con frecuencia, un poco por envidia y otro por diversión, y empezaran a llamarla Anastacia, bicharraca y demás apodos decorosos. Pero yo se bien que ella no era mala, un poco descocada tal vez, pero todos la queríamos igual y le perdonábamos siempre, porque nos hacía reír.
Una vez, y luego de la desaparición de Herminia, pasó lo siguiente: yo estaba roncando colgado de un gancho, en el interior del teatrillo rojo, junto a otros títeres que también dormían como yo. Entonces oímos al Cara Feo gritar. El Cara Feo, para que te des una idea, es un muñeco de trapo, fofo y con los ojos en cruz, que no sabe hablar. Chillaba y saltaba de un lado a otro de un modo espeluznante como si le hubieran clavado una aguja en la mitad del ojo. Se arrinconó en una esquina del cuarto, cubriéndose la cara entre las piernas, y de pronto comenzó a gimotear con fuerza, señalando la mesa con un dedo.
Cuando me acerqué al mueble para ver lo que pasaba, descubrí al minúsculo bichito de cristal que reposaba inofensivo y manso en la punta de la tabla y me miraba con ojos suplicantes. Me parecía extraño que semejante grandulón sintiera miedo de tan nimio animalito. Así que sin ningún miedo ni aprehensión, cogí aquella gota de miel entre mis dedos y me la llevé al ojo con intriga. Al principio no veía nada, pero enseguida y apretando bien el otro ojo; mi visión se agrandó de golpe y al poco estaba yo merodeando todos esos mundos inquietantes que Herminia nos contaba que veía:
Palacios goteantes, árboles de burbujas, flores de luz y de espuma, animales fantásticos y raros que yo nunca había intuido en la vida; y luego, aguzando un poco más la vista me pareció adivinar a Herminia, graciosa y alegre como siempre, asomándose y saludando por una de las ventanitas de palacio.
Así que ya lo sabes, ya sabes ahora adónde van los muñecos cuando parten. ¿Comprendes ahora por qué adoramos tanto al bichito de luz?, ¿por qué lo cuidamos y escondemos de las garras de la niña, que lo busca como loca por toda la casa como si en ello le fuera la vida? No es por maldad ni por venganza sino por amor. Es porque él es nuestra casa y también nuestro dios, un dios amarillo bueno y luminoso que nos acoge como un padre en su pancita. Es curioso, pero ahora recuerdo que Herminia solía decir que le gustaba el amarillo. ¿Y sabes por qué? Porque llevaba adentro la palabra Amar…
©Cecilia Prado
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